Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

miércoles, 27 de marzo de 2013

Sin brújula para la política exterior


El Gobierno se apresura cuando considera las dificultades del capitalismo en EE.UU. y Europa como una crisis terminal. Riesgos de un viraje geopolítico que busca despegarse de Occidente como si éste ya hubiera perdido su poder.


Por Juan Gabriel Tokatlian  | Para LA NACION

Un estratega es, según el Diccionario de la Real Academia, una "persona versada en estrategia". A su turno, estrategia significa el arte y la habilidad para "dirigir un asunto". El liderazgo estratégico en el ámbito de las relaciones internacionales y en tiempos de paz implica la existencia de una visión, una capacidad y una decisión para orientar eficaz y certeramente la inserción mundial de un país. La Argentina ha tenido a lo largo de su historia distintos liderazgos estratégicos. En el justicialismo ha habido experiencias de ello con un particular impacto en la política exterior del país.
Juan Domingo Perón fue, indudablemente, el estratega más consumado. La denominada "tercera posición" fue una innovación perspicaz al calor del inicio de la Guerra Fría, en 1947. Pero años más tarde él introdujo un matiz a su mirada de los asuntos mundiales. Sus escritos de 1951, bajo el seudónimo de Descartes, reflejan eso. Para Perón, "el mundo se halla en una guerra que ha dejado de ser fría para convertirse en tibia" (mayo); "en las actuales circunstancias, el mundo se prepara para una Tercera Guerra" (agosto); así "es innegable que se trata de una preguerra... los poderosos beligerantes (Estados Unidos y la Unión Soviética) han entrado ya en la etapa final de su preparación y, en consecuencia, en la fase decidida y de inminencia" y, por lo tanto, no habría "posibilidad de evitar la guerra" (septiembre). Sin embargo, la Tercera Guerra Mundial finalmente no ocurrió y en la parte final de su segundo gobierno debió acercarse más a los Estados Unidos, en especial en el terreno de los negocios.
Carlos Menem comenzó su gestión en el marco de la posguerra fría, en medio de un reacomodamiento de poder que colocaba a Washington en la cúspide de la política mundial. La Argentina podía ajustarse con prudencia y de manera gradual (como lo hizo, por ejemplo, Brasil) a esa nueva situación o podía abrazar a Estados Unidos de forma plena e inmoderadamente. Las "relaciones carnales" expresaron un modo de aproximación que, implícitamente, asumía que la unipolaridad era una condición persistente, positiva y estable. Cuando se aceleró el desplome de la economía argentina y, con ello, los cimientos institucionales del país, ni Washington ni Wall Street corrieron en auxilio de Buenos Aires; algo que se suponía debía suceder por el fiel alineamiento occidental del país. En el presunto camino al Primer Mundo durante los noventa el país terminó cayéndose del mundo en 2001-02.
Cristina Fernández heredó un proceso de transición en la reubicación internacional del país derivado de hechos internos como la poscrisis de 2001/02 y el mandato de Néstor Kirchner, y de fenómenos externos como el fiasco de Estados Unidos en Irak y las primeras señales de la crisis económica y financiera de Occidente. Desde antes de su reelección se evidenciaba un lento viraje en la política exterior, viraje que cobró fuerza en los últimos meses. Un seguimiento de sus principales alocuciones domésticas e internacionales muestra una convicción cada día más fuerte: pareciera ser que concibe la profunda y compleja crisis de EE.UU. y Europa -y la progresiva redistribución de poder de Occidente a Oriente y de Norte a Sur- como las indicaciones de un colapso muy próximo. No se trataría de una fase particular de mutación global ni de una nueva etapa de la crisis estructural del capitalismo, sino del fin de un largo período de preponderancia de los países centrales de Occidente y del descalabro del modo de producción prevaleciente. Asimismo, y ante ese escenario inaplazable, se presume que el futuro será promisorio y progresista, jamás ruinoso y regresivo.
Una cuestión que pasa a cobrar importancia en ese contexto es el de las relaciones con el mundo, en general, y con Irán, en particular. Hay un dato inicial insoslayable: por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, hace ya treinta años -y a diferencia de otros tratados y protocolos bilaterales y multilaterales respaldados por el Congreso-, un acuerdo que compromete la política internacional del país es aprobado en el Congreso por un solo partido, el Frente para la Victoria. En ese contexto, se argumentó que la Argentina no iba a quedar presa de intereses geopolíticos extranjeros: de hecho, la Argentina se "metió" por cuenta propia en un juego geopolítico complejo en el que carece de control. Y, a su vez, la lectura que ha recibido el tema Irán entre voces y sectores que apoyan al Gobierno -e incluso entre algunos de sus críticos- resultan reveladoras pues, tácita o explícitamente, se indicó que el acuerdo firmado y aprobado cuenta con un sutil visto bueno de Washington.
Para muchos, Estados Unidos no tiene otra alternativa que negociar la cuestión nuclear con Irán, pues ha incurrido en dos guerras costosas e infructuosas -la de Irak y la de Afganistán- y sus endebles cimientos económicos le impiden iniciar otra aventura bélica en el Golfo Pérsico. Este enfoque presta atención también a lo que considera una determinación del presidente Barack Obama para distanciar el interés estratégico de Estados Unidos del de Israel, en Medio Oriente, y a la tolerancia de Washington hacia el despliegue de Teherán en América latina.
Sin embargo, este enfoque tiene ciertas limitaciones. Primero, supone que Estados Unidos es un actor unívoco, como si no existieran diferentes intereses, fuerzas y coaliciones con miradas e iniciativas distintas y contradictorias en materia internacional. Segundo, supone que Washington no combina, ya sea por conveniencia o convicción, pulso duro y mano tendida en temas sensibles de política exterior. Tercero, supone que la Casa Blanca se ha desentendido definitivamente de América latina. Cuarto, supone que Washington ha abandonado a Israel a su suerte. Y quinto, supone que Estados Unidos está en un proceso de declinación tal que: a) se ha resignado a no actuar unilateralmente; b) se ha paralizado ante la proyección de poder de Rusia y China en Medio Oriente, y c) tendrá una caída inminente y pacífica.
Varios indicadores ponen en duda ese tipo de perspectiva. Los halcones civiles y militares no han perdido influencia y vigor en la segunda administración Obama: el creciente uso de ataques con misiles desde aviones no tripulados (los denominados drones) es una buena muestra de que las modalidades de guerra no han desaparecido como recurso de la política exterior de Estados Unidos. Todos los altos funcionarios han reiterado que no será tolerable para Estados Unidos la posibilidad de un Irán con capacidad nuclear. En esa dirección ha resurgido en días recientes el argumento de que a partir de junio de este año se podría generar una "ventana de oportunidad" para un ataque de algún tipo a Irán. A ello se agrega una encuesta realizada en febrero por Gallup en la que un increíble 99% de la opinión pública de Estados Unidos considera que el programa nuclear iraní es una amenaza a los intereses vitales del país. Pero además se debe sumar que la Cámara de Representantes norteamericana aprobó a finales de 2012, por 386 a 6, un pedido expreso de que el Departamento de Estado presente en los primeros 180 días de 2013 un plan concreto para frenar la expansiva presencia de Irán en América latina. En síntesis, Washington no ha dejado de lado su estrategia de primacía a nivel global y regional. Ello no quiere decir que Estados Unidos logre, mediante la fuerza, sus objetivos. Sin embargo, asumir que ese país está ad portas del ocaso y que, paralelamente, el capitalismo está al borde del desmoronamiento definitivo es algo prematuro.
Perón, el mayor estratega del justicialismo, erró en su percepción hiperrealista del momento histórico, y Menem, la versión más conservadora del peronismo, se equivocó al confundir coyuntura con estructura. Cristina Fernández, seguramente, va a desacertar si piensa que las múltiples dificultades de envergadura del capitalismo en Occidente son la antesala de una crisis terminal. La Argentina necesita un mapa de ruta para un contexto de más turbulencia y mayor pugnacidad, pero puede cometer un desatino estratégico si malgasta con cálculos incorrectos la enorme autonomía externa que brinda un escenario fluido y contradictorio.
© LA NACION.

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