Por
Mario Rapoport y Noemí Brenta
Un fantasma recorre la economía
argentina, se llama devaluación. No es la primera vez que esa figura etérea se
nos aparece de repente; en el pasado sucedía con frecuencia en las crisis de
stop and go o de la deuda externa. Sus efectos son por lo general depredadores
para nuestras formas de vida, como suelen serlo las grandes inundaciones cuando
no existen obras de ingeniería que las frenen.
Arrasan con todo lo que
encuentran en sus orillas: viviendas, cultivos, animales, gente. Los
sobrevivientes deben vivir de la caridad del Estado, pierden la totalidad de
sus pertenencias y no pueden reconstruir sus hogares. Una gran devaluación es
como una gran inundación, pero afecta solamente a los que habitan las riberas,
no las suntuosas residencias de los terrenos altos.
En términos económicos, esto
significa que los primeros afectados son los orilleros (asalariados, jubilados
y todos aquellos que tienen ingresos fijos) y los que residen en las calles
aledañas (comerciantes, pequeñas empresas o aún empresas más grandes pero que
no exportan sus productos y dependen del mercado interno, como la mayor parte
de las industrias).
El consecuente deterioro de las
condiciones de vida se agrava con la espiral inflacionaria que forma parte de
la segunda y más aterradora ola. Ya es casi un tsunami y surgen de las aguas
tiburones dispuesto a devorar los restos. Algo parecido a los fondos buitre,
sólo que éstos revolotean excitados por el seguro festín en los días
subsiguientes.
Parece un film de terror, pero
ésta es la realidad virtual que están manejando detrás del telón del Truman
Show argentino los directores de esta película de serie B (exportadores,
financistas, productores agropecuarios, la santa trilogía) que cuesta muy pocos
dólares como el mercado que representan, y que, para no ser advertidos, se
esconden con sus cámaras en pequeñas cuevas iluminadas por temblorosas lámparas
amarillentas que transforman el color verde en azul (de allí el nombre blue que
adquieren esos billetes).
A los que propician esta
inundación no les ha bastado con filmar durante treinta años películas de
terror con toda la población como extras. Los argentinos recuerdan sus títulos:
“Anne (FMI) Krueger ataca”, “Querida, encogí a la industria”, “La deuda
eterna”, “El dólar de ya no ser”, “Los golpes del Mercado de Abasto” y la
famosa coproducción turcoargentina “Un beso por un dólar”, además de otras
similares.
Casi todas concluían, como en las
películas mudas, con corridas espectaculares, generalmente para hacer la fila
en la puerta de los bancos antes de que quebraran, cacerola en mano.
Eran épocas en que la gente en
vez de mirar los partidos de fútbol por televisión miraban las tribunas y cómo
se peleaban las hinchadas, algo más fascinante que contemplar jugadores no
vendidos al exterior y por supuesto maletas.
Después de cada inundación todo
el mundo podía satisfacer su sed de dólares, pero esa bebida se había ido por
las nubes y sólo algunos privilegiados llenaban sus piscinas con tan preciado
elemento. Verde que te quiero verde dijo el poeta.
Hoy el mundo vive inundado de los
dólares que emite la Reserva Federal y esas aguas están cada vez más turbias.
Como en la Edad Media, los países se transforman en castillos fortificados para
no ser víctimas de las burbujas de dólares que suben y bajan sin control, pero
los caballos de Troya del ajuste suelen saltar sus murallas para exigir que
paguen sus deudas portando toda clase de instrumentos de tortura: rebajas de
sueldos, de jubilaciones y pensiones, de gastos sociales, etc, etc.. ¿Debemos
abrirles las compuertas? Cada vez que lo hicimos La Boca se inundó.
Poniéndonos un poco más serios,
una serie estadística confeccionada por algunos de los mejores especialistas en
distribución de ingresos del mundo, The Top World Incomes Database, muestra,
ante nuestro asombro, que los treinta años de libertad casi absoluta de
mercados, que llevaron al Globo a la crisis más brutal desde la Gran Depresión,
han concentrado los ingresos mundiales en el uno por ciento más rico de la
población a costa del resto.
Pero no sólo eso, según este
ranking de países, para el 2004, un año sobre el que hay información de todos,
la concentración del ingreso en el uno por ciento más rico de la población
daba, ¡oh milagro!, que la Argentina iba al frente, cabeza a cabeza con los
Estados Unidos, como en las carreras de Palermo o San Isidro. En ambos casos
detentaba el 17 por ciento de los ingresos totales, superando a Gran Bretaña,
Noruega, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
Si se miden los ingresos de 1973
al 2004, ese uno por ciento de argentinos superaba en el primer lugar con un
incremento de 9 puntos porcentuales a los vecinos del Norte que tenían 8,5
puntos porcentuales más entre las dos fechas. Les seguían las pobres Gran
Bretaña y Noruega, con sólo 6 puntos porcentuales de aumento para sus ricos en
ese período, unas migajas.
Habría que dar la razón a un
presidente que supimos conseguir: Argentina no solamente está en el Primer
Mundo, sino que también figura en los primeros lugares junto con Estados
Unidos, pero sólo en los ingresos de los más afortunados.
Vinculando esa disponibilidad de
fondos con el producto interno bruto argentino y considerando que
porcentualmente la misma relación continúa (pudo haber disminuido en algo), se
observa que nomás de 40.000 ciudadanos locales tendrían ingresos conjuntos de
cerca de 70 mil millones de dólares al tipo de cambio actual, con los cuales
podrían darse el gusto de pagarse unos tragos en el principado de Mónaco o en
las islas Bahamas, si quieren viajar de repente sin necesidad de tarjetas de
crédito o SUBE, para hacer algún depósito de urgencia.
Las reservas actuales del Banco
Central suman unos 40 mil millones. ¿Cuál es la ecuación real de la riqueza
argentina? Cuánto durará en manos de los depredadores. Quizá las matemáticas
nos den una respuesta.
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