El punto de vista generalizado entre el uribismo
es el de que la paz no se conseguirá negociando con un puñado “de terroristas”.
El
clásico colombiano José Eustacio Rivera escribió en ‘La Vorágine’ que el
protagonista de la novela “se jugó la vida a la violencia y la perdió”. Juan
Manuel Santos ha apostado algo tan o más valioso que la vida, su lugar en la
historia, a que es capaz de acabar con esa violencia que desgarra la nación
colombiana desde hace más de medio siglo.
El 19 de
noviembre de 2012 comenzó en La Habana la fase emergida de un tenso y demorado
drama: las conversaciones de paz con la guerrilla de las FARC. Esas
negociaciones se han denominado con abigarrado desparpajo: ‘Acuerdo general
para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y
duradera’, como si estuviera asegurado el final feliz. Pero aproximando el
angular comprobamos cómo el titular encierra dos objetivos bien diferentes : la
terminación del conflicto, entendido como fin de las hostilidades; y el logro
de la paz, que no necesariamente se desprende del anterior.
El mes de
febrero fue relativamente aciago para el presidente Santos: la protesta social
arreciaba; la política económica del Gobierno inspiraba serias dudas; se
deterioraba la percepción pública de la seguridad; el expresidente Álvaro Uribe
recorría y recurría a la descalificación personal tronando y ‘trinando’
–colombianismo por tuiteando- contra unas conversaciones que la opinión
empezaba a ver con creciente escepticismo; y todo ello, coronado por una
apreciable caída de la popularidad presidencial. Como escribía Jorge Restrepo
en ‘Semana’ era “la tormenta perfecta”.
Las tres
grandes cuestiones de las que desearían conocer hoy la respuesta los
colombianos son: 1) si habrá firma de la paz, probable sine qua non para que
Santos sea reelegido, y que permita conjurar el anatema de violencia que hay
quien ha erigido en ADN del país; 2) si la paz o el fracaso de las
negociaciones resolverán en favor del presidente Santos o de su antecesor Uribe
una guerra que ya es de extrema violencia verbal; y, en caso de que haya paz,
si la opinión va a aceptar la impunidad con que se reintegrarían a la vida
política gran número de guerrilleros que incluso hubieran cometido delitos de
sangre.
Trata de mantener (el presidente) la ficción de que preserva el legado
de Uribe, cuando todos los colombianos saben y sienten que traicionó las ideas
que lo eligieron”
La
periodista y politóloga Claudia López, que hace esfuerzos sobrehumanos por
distanciarse tanto del presidente como de su gran debelador, sitúa la cuestión
en términos con los que coincidirían los temores de muchos de sus compatriotas:
“La paz no se firmará en Cuba; solamente el fin de la guerra. Esa es la
condición mínima para dedicar el resto de la vida a construir la paz”. Esa es
la trinchera en torno a la cual se polariza la vida política colombiana. El
santismo –sentimiento aún en coalescencia- y el uribismo, berroqueño e
intransferible, se maltratan uno a otro con el cuerpo aún maltrecho de Colombia
a sus pies.
Marta
Lucía Ramírez, que aspira a la candidatura del partido conservador a la
presidencia, pero dentro de las toldas de Uribe porque el expresidente no puede
serlo por razones constitucionales, critica el hecho mismo del enfrentamiento:
“No habrá un ganador, sino dos líderes que han perdido puntos ante la historia.
Colombia necesita un Gobierno que priorice la institucionalidad, que garantice el
Estado de Derecho”. Porque para la que fue ministra de Defensa con Uribe la paz
no es una firma sino un proyecto: “Habrá paz solo cuando tengamos un Estado
para la que lo más importante sea la seguridad de todos los colombianos, la
Justicia, la Ley y la Educación”.
El punto
de vista generalizado entre el uribismo es el de que la paz no se conseguirá
negociando con un puñado “de terroristas”, y el más enfático en la crítica de
lo que llama engaño y traición perpetrados por el poder, es Pacho Santos,
vicepresidente con Uribe, y aspirante como Marta Lucía Ramírez y media docena
más, a ser su candidato presidencial: “Habrá acuerdo pero no paz”. Lo que
explica augurando una escisión en las FARC, la guerrilla un día marxista y hoy
protectora y comisionista del narcotráfico: “El narco necesita una cobertura de
fuerza y puede recoger a muchos elementos de las FARC que no acepten la paz”.
Desde una posición meticulosamente alejada de los extremos, Roberto Pombo,
director del diario más importante de Colombia, ‘El Tiempo’, coincide en que
habrá firma pero que “el narco seguirá generando violencia”, opinión que
corrobora su competidor más destacado, Fidel Cano, director de ‘El Espectador’,
el gran periódico de Bogotá.
¿Pero por
qué la firma de un acuerdo parece relativamente asequible? Alfredo Molano,
politólogo y folklorista de la lengua lo explica convencido: “Habrá paz, pero
la paz de los derrotados. Todas las estrategias de guerra, del Estado y de la
guerrilla, han fracasado. En las FARC hay una generación de mandos más urbanos
que campesinos, y en las FF. AA. los jefes son también más profesionales, y ya
no formados en los tiempos de la Guerra Fría”. El parecer más extendido es el
de que desde el doble mandato de Uribe (2002-2010) la guerrilla no ha hecho
sino retroceder. El expresidente Ernesto Samper, prohombre del partido liberal,
hoy próximo a Santos, aunque siempre estuvo en buenas relaciones con Uribe,
reconoce el mérito del anterior presidente en la lucha contra la insurgencia y
añade: “Las FARC saben que esta podría ser su última oportunidad de alcanzar un
salida política del conflicto”. El historiador Jorge Orlando Melo, por último,
lo resume dramáticamente: “Las FARC saben que si no firman morirán en la
selva”, y la analista uruguayo-colombiana Laura Gil coincide en que la suerte
de la guerrilla está echada.
Uribe
Vélez acaba de ‘trinar’ (jueves, mediodía hora española) alertando contra “el
inminente anuncio” de un primer acuerdo en La Habana “con los narco-criminales”
sobre restitución de tierras y reforma agraria. Y parece claro que si hay
acuerdo el enfrentamiento entre el líder antioqueño y el presidente se
decantará favorablemente a este último. Pacho Santos, en el mejor estilo del
establecimiento colombiano primo hermano de Juan Manuel, escribía en ‘El Colombiano’
de Medellín: “Trata de mantener (el presidente) la ficción de que preserva el
legado de Uribe, cuando todos los colombianos saben y sienten que traicionó las
ideas que lo eligieron”. Es cierto que Juan Manuel Santos ganó las elecciones
de 2010 presentándose como delfín de Uribe quien, con un optimismo desaforado,
quería ver en su sucesor un clon de sí mismo, casi un presidente delegado. Y le
faltó tiempo a Santos para ‘desuribizarse’ con el denuedo de quien se
descontamina. A las 48 horas de la jura iniciaba un ‘fraternal’ deshielo con el
presidente venezolano Hugo Chávez –fallecido el pasado 5 de marzo- que
facilitaba en gran medida la celebración de las conversaciones de La Habana,
bajo la patriarcal advocación del castrismo; restablecía lucrativas relaciones
comerciales para Bogotá que hoy da de comer a media Venezuela; dejaba caer el
acuerdo para el mantenimiento de siete bases militares norteamericanas en suelo
colombiano; y se autoproclamaba una especie de médium diplomático para
conflictos latinoamericanos; lo más opuesto al rígido posicionamiento, heredado
de la Guerra Fría, de su antecesor.
La
disputa puede asemejarse a una carrera de medio fondo. Alfredo Molano cree que
“Si Santos logra firmar antes de las elecciones –el presidente pretende hacerlo
antes de noviembre- Uribe quedaría muy debilitado. Y las FARC están dispuestas
a favorecer el triunfo del santismo a cambio de alguna flexibilidad en la mesa
de negociación”. Oscar Collazos, novelista barcelonés de origen colombiano,
está incluso convencido de que “la paz intensificaría el enfrentamiento, porque
la implementación de los acuerdos en el campo y marco legal para la
participación política de la guerrilla” crearían una fricción que muchos prevén
intolerable. Todo está en un ‘veremos’, como subraya la periodista
independiente María Teresa Ronderos: “Si se rompe la negociación, no hay que
subestimar la capacidad de Uribe de resucitar políticamente”.
El gran
argumento del expresidente en esta guerra dentro de la guerra es que no se
puede tolerar la impunidad con que se reintegre a la vida civil no solo la
dirigencia insurgente, sino la gran mayoría de asesinos anónimos de la
guerrilla. Siempre Pacho Santos demuestra en ello ser el mejor piloto de
pruebas de su líder: “Una pequeña parte del país acepta (la impunidad) a
regañadientes. Y el costo para el Gobierno será inmenso porque siempre ha
asegurado que no iba a haber impunidad”. Marta Lucía Ramírez es aún más
tajante: “Es imposible que la sociedad acepte que no vaya nadie a la cárcel”.
Hombre, hasta las FARC saben que alguno tendrá que pagar el pato.
En el
realismo crítico se inscriben el periodista Pombo :”Si cae palpablemente la
violencia la opinión admitiría la dosis necesaria de impunidad”, y el
historiador Melo: “Para desmovilizarse las FARC deberán obtener un cierto grado
de impunidad así como recursos materiales para el cambio social”. El
expresidente Samper aunque reconoce que “la opinión no está preparada para
asimilar la impunidad, es tan sensible a la necesidad de paz que entendería que
se aplicaran fórmulas de justicia transicional”; es decir, en el inagotable
campo del juridicismo colombiano, penas que se dictaran pero no se cumplieran.
Todo vale, o casi, como dice Molano: “Entre el derramamiento de sangre y el
perdón, el pueblo acabará por transigir avalando la flexibilidad para parar la
guerra”. Y en ese campo de la reflexión legalista, el profesor Pedro Medellín,
residente en España, es el único que niega que pueda haber impunidad porque
“Colombia suscribió el Tratado de Roma –que excluye esos acomodos- y la
reparación de víctimas es esencial al proceso de paz”.
Ernesto
Samper asegura que con acuerdo en el tema agrario, el 30% de la negociación
está concluida y, por consiguiente, Santos habrá dado un paso importante para
una reelección, que por mucho que se haga de rogar nadie duda que ansía. Hasta
la izquierda canónica que representa Jorge Robledo, también en la mejor línea
colombiana destacado miembro del establecimiento, se esfuerza por criticar
igualmente a Santos que a Uribe, pero ha de preferir la victoria del presidente
en ejercicio porque su partido, el Polo Democrático Alternativo, vería la
victoria del uribismo como un retroceso en la modernización del país. Pero Juan
Manuel Santos, consciente de que la paciencia de la opinión no es infinita,
reunió hace unas fechas en Hatogrande a sus 16 ministros, altos funcionarios, y
su señora, María Clemencia Rodríguez, para exhortarles a lo que los bogotanos
más ‘in’ llamarían ‘resetear’ sus relaciones con la opinión. El presidente les
dijo que aquel “era momento para construir y no dividir y sembrar el pesimismo
de algunos que siguen atrapados en el pasado, vendiéndonos una Colombia
condenada a otros 50 años de violencia”. Fácil adivinar quién. Y lo que
promete, en cambio, es un país Justo, Moderno y Seguro. ¿De quién pueden ser
(JMS) esas iniciales?
El
periodista más español de Colombia y más colombiano de España, Daniel Samper,
hermano de Ernesto -en el establecimiento colombiano todos son amigos o
parientes- resume el enfrentamiento Santos-Uribe como un quiste incurable de la
historia, afirmando que no concluirá hasta que “a uno de los dos le llegue la
cuenta de 10, tendido en la lona”.
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