Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

martes, 1 de abril de 2014

México: los pecados de la izquierda



JULIO PATÁN/EL PAÍS

El delegado de Coyoacán, Mauricio Toledo, empuñó el Blackberry, tecleó (sic) “Si publicas algo te mando matar cabrón” y pulsó el botón desend. El mensaje lo recibió el abogado Rodolfo Reus, que llevaba la causa de una inmobiliaria a la que, según hizo público, Toledo había exigido una fuerte cantidad de dinero para darle el permiso de construir un edificio.
Toledo ni fundó el Partido de la Revolución Democrática (PRD), ni es –vaya que no– uno de los basamentos morales o intelectuales de la izquierda mexicana, ni parece destinado a conducir hasta la victoria al progresismo nacional. Pero, por las peores razones, se ha convertido en una de las caras habituales de esa izquierda, una izquierda que en los últimos años ha acumulado ganchos mediáticos al hígado por aparentes pecados de toda índole. Pecados, primero, de fraude electoral, como el de las elecciones internas de 1999 –descalificadas por el padre fundador mismo de la izquierda reciente, Cuauhtémoc Cárdenas–, o las de 2007. Enseguida, pecados de corrupción, sobre todo, justamente, entre los delegados (una especie de alcaldes que gobiernan las 16 demarcaciones en que está dividida la capital mexicana), como los que, mucho antes de los días de Toledo, se le achacaron a Dolores Padierna por su teórica complicidad con los dueños de los giros negros, o sea los antros al filo de la ilegalidad, y particularmente con Alejandro Iglesias, es decir, el dueño del Cadillac, recientemente tomado por la policía bajo cargos de tráfico de personas, y también del Lobombo, donde hace años murieron en un incendio 22 personas sin que nadie le cobrara a Iglesias la falta de respeto a cualquier medida de seguridad.
Por fin, supuestos pecados, no podía ser de otro modo en este México, de vínculos con el crimen organizado, como los que se atribuyeron en su día a Gregorio Sánchez Greg, presidente municipal de Benito Juárez, en Cancún, y a Julio César Godoy, medio hermano del entonces gobernador de Michoacán, Leonel Godoy, y presidente municipal de Lázaro Cárdenas él mismo, que mientras era diputado del Congreso de la Unión fue evidenciado en conversaciones y negociaciones criminales con La Tuta, el líder de los Caballeros Templarios, una de las organizaciones criminales más poderosas del país, esa a la que hoy se enfrentan las llamadas “autodefensas” en el estado de Michoacán.
En fin: muchos, muchos pecados. Ninguno fue documentado como sería deseable; ninguno permitió, a la corta o a la larga, dejarse caer con conclusiones irrevocables, señalar culpables sin márgenes de duda, establecer procesos legales. Bien está, por lo tanto, que los señalados estén libres y muchos de ellos trabajando (no Godoy, que está en ese limbo llamado “prófugo de la justicia”). Todos los casos, sin embargo, tenían la suficiente verosimilitud como para merecer investigaciones periodísticas, policiacas o judiciales de profundidades. Una verosimilitud reforzada por el hecho de que todos los mexicanos vimos en la televisión a René Bejarano, brazo derecho de Andrés Manuel López Obrador en sus días de jefe de Gobierno de la capital, y a Carlos Ímaz, baluarte de la izquierda moderada y antiguo líder estudiantil, en el acto videograbado –los llamados videoescándalos– de recibir montañas de efectivo del empresario Carlos Ahumada. Y reforzada también por nuestras experiencias cotidianas con la corruptela de funcionarios con diferentes galones, con la peste de los taxis piratas que circulan impunes porque dejan dinero al gobierno capitalino, y con la de los vendedores ambulantes que se adueñan relajadamente de las calles, y con la de los franeleros autorizados por las delegaciones a hacer lo que siempre han hecho, secuestrar el espacio público, es decir, cobrar a los ciudadanos por el derecho a estacionar el coche.
La izquierda mexicana está mucho más poblada de facciones, de tribus, que las praderas del viejo Oeste. Tribus que se alían, se traicionan, intercambian militantes y posiciones sin límites ni pudores, de modo que clasificarlas y distinguirlas requiere al menos de una beca de varios años –de eso y de una inusual adicción al aburrimiento. Con todo, Toledo, a pesar de que ha merecido el protagonismo mediático por intercambiar golpes, literalmente, con sus compañeros de partido, por acusaciones repetidas de corrupción y por enviar a la policía contra manifestantes pacíficos en barrios de clase media alta sin motivos razonables, es integrante del PRD, es decir, parte de lo que con ambigüedad habremos de llamar izquierda moderada, la parte másmedida de la izquierda institucional, la más propensa al apego a las leyes y menos proclive a la trinchera. Una izquierda que obtuvo resultados notables en las últimas elecciones generales, particularmente en la ciudad de México, donde el jefe de gobierno Miguel Ángel Mancera logró una mayoría aplastante, pero cuya buena imagen se ha deteriorado gradual aunque imparablemente, cierto que con subidas y bajadas, desde su irrupción en el escenario a fines de los 80, de la mano de Cuauhtémoc Cárdenas, y que parece decidida a dispararse en el pie cada vez que está en condiciones de apuntar hacia la cumbre del sistema político mexicano: la presidencia.
Porque mucho menos escandaloso pero igualmente digno de estudio es el caso de dilapidación de capital político –disculpas por el terminajo atroz– que ha exhibido Mancera, en lo que tal vez valga calificar como un pecado de frivolidad. A su antecesor en el cargo, Marcelo Ebrard, se le pueden reprochar abundantes errores o cálculos políticos un poco pasados de pragmatismo, pero tuvo a la ciudad bajo un relativo control de los crímenes, eso en medio de un país bañado en sangre, al tiempo que se tomó ciertas molestias para acotar a los vendedores ambulantes y los franeleros, adecentó el servicio de taxis (las probabilidades de ser secuestrado no llegaron a cero pero bajaron sensiblemente), impulsó la despenalización del aborto e hizo algo por la de las drogas. Ah, claro, y llenó la ciudad de bicicletas, una idea virtuosa que, hoy lo sabemos, también puede ser ejecutada muy viciosamente (los hispters de la colonia Condesa se han convertido en amenazas serias, porque nadie les explicó que las leyes también se aplican a los ciclistas de clase media alta que van a salvar al mundo de la catástrofe ambiental) y que, al parecer, es casi la única medida a la que Mancera le ha dado una continuidad eficaz.
Ahora bien, si la izquierda moderada no las ha tenido todas consigo, a punta de disparos autoinfligidos, qué decir de la otra, la radical, la que tensa al extremo los márgenes legales; es decir, la que solía encabezar con brío y como mejor puede todavía encabeza Andrés Manuel López Obrador, noqueado por un problema cardiaco del que no se ha terminado de levantar. Esta izquierda lleva también unos cuantos disparos en el pulgar, desde los famosos videoescándalos hasta el eterno latigazo de leche Beti que se pasó por la garganta hace años Martí Batres, ex perredista y actual líder de Morena, el Movimiento de Regeneración Nacional encabezado por Obrador, para demostrarnos que no, que la leche no estaba llena de partículas fecales y que sí, que sí la distribuían a precio de ganga por el bien del pueblo, tan necesitado a causa del neoliberalismo depredador. Los laboratorios, que ignoran la política, consignaron otra cosa.
Dirán los lectores con más fe progresista que todavía en tiempos preelectorales el movimiento de Obrador estaba vivo y coleando, que en realidad el Peje es víctima de las circunstancias, que su evidente desplome se debe a que el gran líder sufre una situación adversa. Es cierto. Pero hay algo que quizá no terminan de entender sus correligionarios, y es que, si las cosas van bien, los líderes como López Obrador, los hombres providenciales que llegan a arreglar todos los problemas de la patria (en algún momento de la campaña presidencial aseguró que, sic, con él todos seríamos felices), dan tanto como quitan, porque la radicalización del discurso llena plazas y atrapa un voto duro que no se va, pero al precio de alejar para siempre a los indecisos. Vean sino los lectores lo que ha pasado luego de las agresiones y a veces hasta violencias de sus bases y adláteres juveniles, como el movimiento estudiantil de los 132, contra ciudadanos disidentes, figuras de los medios que no se apegaban al discurso del supremo líder o candidatos de otros partidos. Lo que ha pasado es la retirada masiva de votantes moderados, las manchas grises de concreto cada vez más grandes en plazas que antes estaban atiborradas del multicolor de la gente apiñada, la huida discreta de opinadores que no solían escatimar en elogios y mejor hicieron mutis (pocos han reconocido sus errores).
Eso, decíamos, es lo que pasa con tales líderes si las cosas van bien. Porque cuando van mal, como ahora, lo que queda es un vacío irrellenable. Los caudillos no dejan discípulos ni instituciones, sólo operadores que obedecen y estructuras jerárquicas que se desploman no cuando les fallan los pies, sino cuando se quedan sin cabeza. Es lo que sucede con Morena. Obrador, que se echó el movimiento a los hombros y recorrió a pie la patria entera para llevar su palabra, dejó al movimiento en el pasmo. En un México en el que tantas cosas parecen moverse a velocidad de banda ancha, nada parece tan congelado como Regeneración Nacional. Mérito obradorista: nunca habíamos visto una regeneración estática.
El aspecto un tanto ruinoso de nuestras izquierdas, su imagen que o simplemente no es o es simplemente mala, sus bajones en términos de intención de voto, no se deben al compló de los medios, como lo llama López Obrador con esa impagable pronunciación sureña, ni a los millones de ciudadanos que supuestamente le dieron la espalda a cambio de los beneficios corruptos del Partido Revolucionario InstitucionaI, hoy en el poder. Se deben a que la izquierda carga pecados abundantes y a veces francamente pesados, y ya no es capaz de moverse con ligereza. Ni en bicicleta, ni a pie.
Periodista y escritor mexicano. Autor, entre otros, de El libro negro de la izquierda mexicana. (Ediciones Temas de Hoy, 2012) 

Razones de una catástrofe




Hollande no ha logrado conectar con la realidad ni establecer una auténtica relación de confianza con los ciudadanos. La gran ironía es que el castigo a los socialistas procede del electorado popular y de izquierdas.




La segunda ronda de las elecciones municipales del domingo 30 de marzo ha confirmado los resultados de la primera ronda del 23 de marzo. Es una catástrofe dolorosa para el Partido Socialista. Se pueden extraer varias lecciones de esta votación. Sociológicamente, la mayoría de los jóvenes (dentro de la categoría de edad que comprende entre los 18 y los 30 años), gran parte del electorado popular (asalariados y la clase obrera) y la clase media, o bien se han abstenido de forma masiva o bien han votado contra el Partido Socialista. El conjunto de abstenciones gira en torno al 37%, algo que no se había visto jamás en una elección local, no nacional, en la que la proximidad con el candidato electo tiene en general una influencia mayor que las afiliaciones ideológicas. Es inconcebible que todos los alcaldes y consejeros municipales que han perdido se lleven comportando mal desde hace cinco años; en realidad, son las decisiones del Gobierno y de François Hollande las que han sido sancionadas.
Varios motivos explican esta derrota. En primer lugar, François Hollande, quien había sido elegido por defecto en 2012 tras la autodefenestración de Dominique Strauss-Kahn, no ha logrado establecer una auténtica relación de confianza con el pueblo francés. Falta de profesionalidad, gobierno cacofónico, asuntos escandalosos (corrupción del que fuera ministro de Hacienda, Jérôme Cahuzac, errores tácticos en cuanto al modo de gestionar las cuestiones de la sociedad, entre otras, el matrimonio gay...), se le reprochan todas estas reclamaciones, a veces de forma infundada, lo que ha socavado su autoridad moral. Muchos, y sobre todo la derecha tradicional, no han dejado escapar la oportunidad de utilizar estos temas durante la campaña electoral, que se ha desarrollado con el desempleo masivo, el bajo nivel de vida, la deflación salarial y la precariedad social como telón de fondo.

La gran vencedora de las elecciones es la derecha conservadora, a pesar de sus carencias y problemas

A todo esto se añade la desconexión con la realidad. Desde hace cerca de dos años, mientras el país se halla en situación de insurrección latente, el Gobierno da la impresión de no oír los gritos populares, de no analizar las advertencias sindicales, creyendo siempre lograr, al final, la aceptación de decisiones económicas y sociales no explicadas a los franceses, que contradicen de forma violenta las promesas electorales. Desde luego, los problemas son profundos, la adaptación de la economía francesa a la mundialización es dolorosa, pero François Hollande gobierna de manera táctica, sin visión de conjunto, siempre con la creencia de que podrá esquivar el peligro. Helo aquí, víctima de sus propias contorsiones y de un fuerte rechazo de la opinión pública (menos del 20% de índice de aprobación). Sin duda no merece tanta severidad, pero el resultado está ahí.
La gran vencedora de las elecciones es la derecha conservadora. La UMP cosecha los frutos del descontento y disfruta de la fuerte movilización de su electorado frente a la desmovilización del electorado de la izquierda. El ascenso del Frente Nacional como tercera fuerza política en Francia es desde luego muy importante, pero la UMP ha sabido resistir. El ex primer ministro gaullista Alain Juppé, que fue elegido en Burdeos desde la primera ronda, trabaja a la espera de este plazo.
La victoria de la derecha es aún más profunda al producirse en un contexto desfavorable para ella. No tiene una dirección que sea reconocida por todos (batalla mortal entre los líderes) ni programa de Gobierno. Sin embargo, se beneficia del rechazo de la política del Partido Socialista y, sobre todo, ha sabido desarticular la trampa en la que François Mitterrand la había encerrado desde 1986: apoyar durante la segunda ronda al candidato republicano frente al Frente Nacional o ser acusada de renegar de los valores republicanos. En respuesta a esto, Nicolas Sarkozy había inventado en 2011 la estrategia del “ni, ni”, es decir, el rechazo de elegir entre la izquierda y la extrema derecha al tiempo que retomaba una amplia parte del discurso del Frente Nacional, sobre todo en cuanto a inmigración y al reconocimiento de los derechos de los homosexuales.
Es esta contraestrategia la que definitivamente ha ganado este domingo. A lo que hay que añadir la evolución de la imagen y del discurso del Frente Nacional bajo la dirección de Marine Le Pen, quien ha limado hábilmente las asperezas más importantes, rancias y xenófobas, de la ideología de la extrema derecha. ¿Qué hará la derecha tradicional con esta victoria? Iniciará una guerra de posiciones a la espera de las presidenciales. Empujará hacia una mayor liberalización económica y tratará de yugular al FN y de solucionar su problema de liderazgo.
Por último, la victoria del Frente Nacional: la implantación de este partido es ya profunda en el país. Se ha convertido en la tercera fuerza política, después de la UMP y del PS. Ha conquistado grandes ciudades: Béziers, Fréjus, Hénin-Beaumont y el 7º sector de Marsella que comprende ¡150.000 habitantes! En resumen, 12 ciudades medias y alrededor de 1.200 consejeros municipales en el país, todo ello convirtiéndose en árbitro en centenares de consejos municipales. Es una victoria indiscutible.

¿Es necesario precisar que no todos los que han votado por el candidato del FN son fascistas?

Su retórica estaba centrada en la inseguridad y la inmigración; Marine Le Pen ha añadido, después de dos años, la denuncia del paro, de la destrucción de servicios públicos, de la violación de la soberanía nacional por parte de la Comisión de Bruselas y de la crítica mordaz de la mundialización liberal. Esta evolución del FN se corresponde con una tendencia profunda e ineludible. La victoria del candidato de la extrema derecha en Hénin-Beaumont en la primera ronda, ciudad minera del norte de Francia, cruelmente azotada por el paro y la desesperanza social y que desde hacía casi 100 años era gestionada por la izquierda, es un claro ejemplo de esta evolución. ¿Es necesario precisar que no todos aquellos que han votado por el candidato del FN son fascistas?
El FN electo de hoy en día ha arraigado en las ciudades medias y extiende su influencia desde el Nord-Pas de Calais al sudeste, pasando por el este, por Bretaña y el suroeste (tierra tradicionalmente de izquierdas). El FN es ahora el principal partido popular en Francia. Es también el portavoz, lejos de su base tradicional neofascista, de las aspiraciones sociales e identitarias que reflejan los deseos de amplios sectores de la población. Es su gran victoria y tanto la derecha como todos los republicanos y demócratas tendrían una enorme responsabilidad dejándolo prosperar entre estas clases sociales.
Ante este desastre electoral, ¿cómo va a reaccionar Hollande? Puede continuar en la misma vía, únicamente recomponiendo o cambiando su Gobierno para dar la impresión de que ha entendido el mensaje de los electores. Pero entonces la vuelta a la realidad será igual de feroz en las próximas elecciones. Además, no hay que descartar el estallido en las calles. O puede cambiar de rumbo, aunque para ello le haría falta enfrentarse a las potencias financieras de Francia y, más aún, obligar a Alemania a renegociar el Tratado de Estabilidad y Cooperación (adoptado en junio de 2012).
Pero esta reorientación, que muchos en Francia y en Europa creían posible en el momento de la victoria de Hollande en las presidenciales, no forma parte ni de su temperamento ni de los intereses que defiende, como tampoco del sentir de la mayoría del Partido Socialista, aunque la izquierda de este partido se manifestará contra él tras estas elecciones. Por tanto, es muy probable que cuando haya pasado la emoción de la derrota, el Gobierno siga por el mismo camino, haciendo de la lucha contra el Frente Nacional un objetivo, una cortina de humo, dejando atrás el dramático problema del paro. Lo trágico en estas elecciones es que ha sido el electorado popular y de izquierdas el que ha sancionado al Partido Socialista. ¡Qué ironía de la historia!
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Su último libro es ¿Por qué se rebelan? (Clave Intelectual, 2013). 

Le Pen o el triunfo de la desafección



Los resultados en las municipales muestran que más de la mitad de la población rechaza el sistema político.




MIGUEL MORA París 


Más que un éxito de Marine Le Pen; más que una victoria indiscutible de un centroderecha envuelto en los escándalos y sin proyecto; e incluso más que el hundimiento clamoroso de un Partido Socialista sin rumbo ni liderazgo, el análisis de los resultados de las municipales francesas parece demostrar que el primer vencedor de las elecciones es la desafección política y el populismo del pesimismo que recorre Europa.
La abstención alcanza finalmente el 36,3%, la cifra más alta nunca registrada en un segundo turno en Francia, y si a ese dato se le suman los votos bancos y nulos (que en el primer turno fueron del 3,5%), y el apoyo recibido por los partidos cuyos programas rechazan frontalmente el sistema bipartidista y las políticas europeas —Frente Nacional, Partido Comunista y Partido de Izquierda—, la cuenta final afirma que al menos seis de cada diez franceses se sitúan de perfil respecto a la oferta clásica PS/UMP, a la manera en que el voto antisistema reunido por Beppe Grillo en las últimas elecciones italianas aglutinó a la vez la rabia contra la ineficacia de la casta política y el descontento cont las recetas austericidas de Bruselas.

La desdiabolización de la extrema derecha parece un hecho

El discurso nacionalista, eurohostil y antisistema del Frente Nacional solo ha podido llegar en estas elecciones a uno de cada tres franceses porque Le Pen apenas logró reunir 597 listas, con todo su mejor marca en los 42 años de vida del partido. Allá donde se presentaba en el segundo turno, el partido gana una decena de ciudades y suma alrededor del 15% de los votos; el resultado está en la línea de lo que sucedió en las presidenciales de hace dos años, cuando Le Pen llegó tercera con el 17,9% en la primera vuelta. Su crecimiento es significativo respecto a las municipales de 2008, porque entonces el FN no tenía una sola alcaldía.
Pero históricamente, el resultado del FN significa un regreso, mejorado, a sus niveles locales de 1995, cuando logró casi un millar de concejales, unos 300 menos que ahora. El mérito de Le Pen, en todo caso, ha consistido en resucitar una oferta política —y antipolítica— que parecía muerta a nivel local, aprovechando, como ha subrayado el politólogo Dominique Reynié, “que entre un cuarto y un tercio de la población se siente abandonada por el Estado. Muchos buscan una salida, y no la encuentran en los partidos tradicionales. Les queda elegir al Frente Nacional o no votar”.
La desdiabolización de la extrema derecha, en todo caso, parece un hecho. Más del 40% de los franceses se declaran dispuestos a tener un alcalde del FN, cuando hace diez años la cifra no superaba el 20%. Le Pen dijo el domingo que esta vez el voto a su partido ya no es un voto de protesta, sino de adhesión. Reynié ha subrayado que la hija de Jean-Marie Le Pen ha sabido cabalgar los temas sociales y nacionales con mucha más astucia que su padre. Atizando el miedo a la globalización y a la ausencia de soberanía económica o monetaria, poniendo el acento en la seguridad y en la crispación cultural e identitaria, y aprovechando el envejecimiento de la población, la falta de esperanza de los jóvenes y el agotamiento del Estado del Bienestar, el FN se ha transformado en un producto interclasista y en una maquinaria de poder local. La amenaza de contagio de cara a las europeas de mayo parece muy seria. Pero, más allá, la ola azul Marine no es todavía un tsunami. Y lo inquietante es que solo uno de cada dos electores acepta la actual democracia.