Vida y obra de Robert A. Dahl
Robert Dahl murió el 5 de febrero, a los 98 años. Fue tal vez el
politólogo más importante del siglo pasado y, desde luego, fue uno de los
sociólogos más destacados. Recibió innumerables galardones y títulos
honoríficos, como el primer Johan Skytte Prize, creado en 1995 para compensar
el hecho de que no existiera un Premio Nobel de Ciencias Políticas. Los textos
de Dahl aparecen citados en decenas de miles de ocasiones, infinitamente más
que los de sus contemporáneos. Muchas de las principales figuras actuales de la
profesión estudiaron con él.
Nacido en 1915 en Inwood, Iowa, Dahl creció en Alaska, se graduó en la
Universidad de Washington en 1936, obtuvo su doctorado en Yale en 1940 y
entonces se alistó para contribuir al esfuerzo de guerra. Prestó servicio en la
Junta de Producción de Guerra y luego como teniente en el ejército, y fue condecorado
con la Estrella de Bronce con hojas de roble por servicios distinguidos. Tras
un breve periodo en la administración de Roosevelt, regresó a Yale, ya como
profesor, en 1946. Impartió clases durante 40 años y se jubiló con el título de
Catedrático Emérito Sterling en 1986. Permaneció en activo y dedicado a sus
estudios otros 20 años más.
En muchos sentidos, Dahl creó la disciplina de la ciencia política
moderna. El estudio especializado de la política se remonta por lo menos a la
antigua Grecia, desde luego. Y Dahl no era Platón, ni Aristóteles, ni Thomas
Hobbes, pero aportó un elemento nuevo al estudio aficionado y salpicado de
anécdotas reveladoras en que había consistido la actividad desde hacía milenios:
el uso sistemático de las pruebas para valorar unas afirmaciones teóricas
rigurosas. Desde la aparición de los innovadores trabajos de Dahl en los años
cincuenta y sesenta, varias generaciones de sucesores suyos han desarrollado
teorías y métodos empíricos que siguen múltiples direcciones, a veces poco
coincidentes con él. Pero pocos podrían negar que él fue la base de todo.
A Dahl suele considerársele el fundador de la escuela conductista en
ciencia política. El motivo es que dio mucha importancia a la conducta
observable en uno de sus primeros trabajos teóricos sobre el poder y el
comportamiento de las élites urbanas en ¿Quién gobierna?, su
estudio sobre la toma de decisiones en New Haven. Sin embargo, es engañoso
identificar a Dahl con una u otra escuela metodológica. Parte de su labor era
conceptual, dirigido a comprender cosas como la naturaleza del poder y la
democracia. Parte era institucional; estudió la viabilidad y la eficacia de la
separación de poderes, si la democracia podía sobrevivir sin una economía de
mercado y si una empresa democrática podía ser eficiente. Pero también se hizo
preguntas de tipo normativo, cuya intención era determinar qué sistema de
representación político es el mejor, si delegar el poder político a los
expertos es buena idea y qué grado de desigualdad es deseable. Era un estudioso
interesado por los problemas, que abordaba los grandes interrogantes de su
época y escogía los métodos más apropiados para la tarea.
Una manera de comprender mejor la forma de estudiar de Dahl es observarle
como su hubiera mantenido durante toda su vida un diálogo con James Madison.
Dahl sentía enorme respeto por la generación de los fundadores del país. La
afirmación de Madison en el número 10 de los Federalist Papers de
que la existencia de múltiples facciones podía hacer que la democracia fuera
viable a gran escala es quizá la primera manifestación de la lógica de las
divisiones transversales y superpuestas sobre la que Dahl elaboraría su teoría
pluralista de la democracia. En contraste con los racionalistas seguidores del
economista estadounidense Kenneth Arrow, para quienes la inestabilidad del
gobierno de la mayoría era un problema, el análisis de tipo madisoniano que
hacía Dahl era que la inestabilidad es una virtud, porque hace que las mayorías
siempre sean fluidas y, por tanto, impiden que la política se convierta en una
rivalidad a vida o muerte en la que lo mejor que pueden hacer los derrotados es
echar mano a la pistola.
Ahora bien, las teorías institucionales de los fundadores eran otra cuestión.
El libro más agudo de Dahl desde el punto de vista analítico, Un prefacio a
la teoría democrática, publicado en 1956, es una crítica mordaz de la
separación de poderes en general, la revisión judicial en particular, y el
sistema de representación que los fundadores concibieron en su intento, que
resultó en vano, de evitar una guerra civil a propósito de la esclavitud.
Después destacar que el lema tan repetido que expuso Madison en el Federalist
Paper número 51 de que “es necesario que la ambición contrarreste la
ambición” estaba muy bien como muestra retórica pero no indicaba cómo se podía
llevar a la práctica, Dahl mantuvo que los fundadores y muchísimos seguidores
suyos se equivocaban al pensar que el orden constitucional estadounidense era
el responsable de que sobreviviera la democracia en Estados Unidos. En su
opinión, era el carácter pluralista de la sociedad lo que permitía que
sobreviviera el orden constitucional.
En un artículo fundamental de 1957, Dahl se centró en la revisión
judicial, para afirmar que los datos de que se disponían no apoyaban la idea
tradicional de que el Tribunal Supremo protegía los derechos de las minorías.
Otros estudios empíricos posteriores han confirmado la afirmación de Dahl.
Tanto si nos fijamos en Estados Unidos a lo largo de su historia como en las
comparaciones entre distintos países o en democracias que han pasado de no
tener el mecanismo de revisión judicial a instituirlo, podemos comprobar que
Dahl tiene razón al decir que el peso fundamental recae sobre la democracia, no
sobre los tribunales constitucionales. Los dirigentes autoritarios ignoran a
jueces y tribunales con impunidad, y el establecimiento de tribunales en las
democracias no tiene consecuencias visibles en la protección de las libertades
civiles ni los derechos de las minorías. Y a pesar de todo, curiosamente,
seguimos insistiendo en que se creen aparatos judiciales independientes para
hacer cumplir los derechos en las nuevas democracias.
También han surgido obras importantes a partir de la crítica de las
instituciones republicanas que hizo Dahl en Un prefacio a la teoría
democrática y otras obras. Una escuela se centra en las consecuencias
de multiplicar las instancias con capacidad de veto en las estructuras de
gobierno. Los seguidores de Dahl han demostrado que eso no solo inclina la
balanza en favor del statu quo, sino también en favor de los que más recursos
tienen. Hace falta mucha fuerza para mover a un elefante que no quiere moverse.
Dahl generó también mucha literatura sobre la representación. Su
escepticismo sobre la obsesión por complacer a las minorías intensas resiste
bien el paso del tiempo. Los detractores de la democracia consociativa y otros
programas diseñados para ese fin han demostrado que esa actitud tiende a
atrincherar a las partes y a provocar las divisiones y antipatías que
pretendían mejorar. A Dahl, en concreto, le preocupaba la excesiva
representación de los estados pequeños en el Senado de Estados Unidos, el único
elemento de la constitución norteamericana que es imposible enmendar.
Dahl estudió las democracias de todo el mundo, pero solía recurrir a
Estados Unidos como punto de referencia. Aunque discrepaba profundamente de
Madison en muchos aspectos, pensaba que la mayoría de los errores de los
fundadores se debían al reto que había supuesto crear una democracia de gran
dimensión por primera vez en la historia, sin las ventajas que hoy tenemos de
contar con las pruebas acumuladas y poder juzgar en retrospectiva. A Dahl le
satisfizo descubrir que la experiencia política de Madison después de los Federalist
Papers le hizo abandonar su antipatía hacia los partidos políticos y, al
final, incluso su hostilidad hacia el gobierno de la mayoría. En el epílogo de
Dahl a la edición conmemorativa del 50º aniversario de Un prefacio a la
teoría democrática, destacaba y valoraba el hecho de que en 1833, tres
años antes de morir, Madison declarase que quienes criticaban el gobierno de la
mayoría “deben unirse a los defensores declarados de la aristocracia, la
oligarquía o la monarquía, o bien buscar una Utopía que muestre una perfecta
homogeneidad de intereses, opiniones y sentimientos, como no se ha visto nunca
en las comunidades civilizadas”.
Dahl era también decididamente madisoniano en su preocupación por las
consecuencias de la desigualdad para la democracia. Así como Madison acabó
temiendo que los intereses del dinero que propugnaba Alexander Hamilton a
principios de la década de 1790 pudieran destruir el incipiente orden
democrático americano, cuando Dahl publicó La igualdad política, en
2006, se preguntaba si las crecientes desigualdades políticas que veía a su
alrededor podrían “hundir a algunos países --incluido Estados Unidos-- por
debajo del umbral de lo que consideramos ‘democrático’”. Su labor activa de
investigación terminó con la publicación de este libro, pero acontecimientos
posteriores han demostrado que en ese aspecto, como en tantos otros, las
inquietudes de Dahl estaban bien fundadas.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado previamente por Foreign Affairs