La visión sobre
América Latina difiere según se mire desde los Andes peruanos o los volcanes
mexicanos. Frente a una mayor madurez, hay corrupción, criminalidad y una
perversa propensión al liderazgo carismático.
Hace un par de meses, Mario Vargas Llosa y yo sostuvimos un diálogo
sobre América Latina en la Universidad de Princeton. A lo largo de su vida y en
su obra, su visión ha sido pesimista, a veces incluso fatalista, pero en
tiempos recientes ha ido cambiando y ese cambio, me parece, tiene fundamentos
en la realidad. En la charla confrontamos nuestras respectivas impresiones. Él
ve el vaso medio lleno, yo el vaso medio vacío.
En una idea básica coincidimos: nuestros países han hecho progresos
notables en los últimos años. Basta un mínimo de memoria para apreciar que,
comparada con los tiempos de los golpes de Estado, los regímenes militares y
las guerrillas, los años de las inflaciones estratosféricas y las
espectaculares quiebras, América Latina ha desplegado (en lo general) una
madurez sin precedente en su azarosa historia. Nuestra proclividad a la
anarquía y la dictadura ha derivado en un respeto al menos formal por la
democracia electoral. Igualmente alentador ha sido el desempeño económico en
medio de la crisis global: hemos sufrido sus efectos, pero muchas economías han
mostrado una solidez tan inesperada como envidiable. Además, muchos Gobiernos
han aprendido la lección de no relegar los problemas sociales hasta que
estallen, e instrumentan programas de atención a la población más pobre y
marginal.
Para Vargas Llosa, el mejor ejemplo de progreso es su propio país, Perú,
que fue siempre motivo de mortificación y ahora lo es de orgullo. No es para
menos. El país crece, la democracia se sostiene, los programas sociales
funcionan. Mencionó algunos ejemplos de ascenso social alucinantes, casos de
familias que han pasado de la pobreza al éxito global (por ejemplo en la
industria textil). Lo más sorprendente de todo —dijo— es la forma en que el
progreso material está limando las duras aristas del racismo peruano: “Ahora
los protagonistas de la economía, visibles en el comercio y la industria, son cholos”, es
decir, los mestizos (hijos de indios de origen inca y blancos de raíz española)
siempre relegados por la arrogante aristocracia. Y aún los indígenas están
bajando de sus guaridas milenarias en los Andes a integrarse al crisol nacional.
Perú está muy lejos de ser el Edén mitológico que representó alguna vez para la
imaginación europea (hay intensas protestas sociales en el sector minero y
casos serios de corrupción), pero está —no hay duda— en el camino a ser un país
menos pobre, dividido y desigual de lo que por siglos ha sido.
La charla tocó deprisa varios países. Uruguay, donde un Gobierno
socialdemócrata de izquierda moderada no solo pone ejemplo de responsabilidad
económica y continuidad democrática, sino que ocupa un lugar de vanguardia en
temas delicados como la liberalización del uso de la marihuana. Brasil, el
gigante de la región, cuyo impresionante desarrollo en los últimos años se
debe, en parte, a la continuidad de tres sucesivos líderes de una izquierda
reformista y moderna: un teórico exmarxista (Fernando Henrique Cardoso), un
líder obrero radical (Lula da Silva) y una exguerrillera (Dilma Rousseff).
Colombia, el infierno del narcotráfico, la guerrilla revolucionaria y el poder
paramilitar, ha acotado la violencia y probablemente logrará firmar la paz con
el más antiguo grupo guerrillero. Chile, que a pesar de las cicatrices
políticas que dejó el golpe contra Allende y la dictadura de Pinochet cosecha
los frutos de su casi bicentenaria tradición republicana.
Vargas Llosa argumentó que el llamado “socialismo del siglo XXI”
inventado por Hugo Chávez, no tiene atractivo para las jóvenes generaciones en
el continente. Ya nadie sueña con emular al Che Guevara. Recordó asimismo la
aguda crisis económica de Venezuela y la resistencia de los obreros venezolanos
a las medidas de un régimen que se sostiene mediante la mentira pública
sistemática, el saqueo del petróleo y la corrupción que ha envenenado al propio
ejército. Pero esa situación, recalcó, no puede durar.
En su visión mencionó dos señales de alarma: la criminalidad y la
corrupción. Solo cabe combatirlas persistiendo en la construcción de
instituciones sólidas donde se respete el Estado de derecho. Pero remató con
una nota positiva: “En América Latina ya podemos hablar de un consenso sobre la
democracia y la libertad de mercado, ya sea en su variante liberal o
socialdemócrata”.
Mi postura general fue algo distinta. Creo que, por razones culturales e
ideológicas profundas, el populismo en sus diversas variantes (del peronismo al
chavismo) es una realidad y todavía una tentación permanente en América Latina.
La propensión al liderazgo carismático es tan profunda que la legendaria Evita
Perón sigue gobernando a Argentina (por la interpósita persona de Cristina
Kirchner) y Chávez habla por las noches al errático presidente Maduro. Es
verdad que ALBA, la organización supranacional ideada por Chávez con la
participación de países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua, se ha desdibujado
tras la muerte del caudillo, pero sus respectivos presidentes pueden
eternizarse en el poder sin que nadie lo impida. En ese contexto, la situación
en Venezuela es particularmente triste y el papel de la OEA es imperdonable.
Los mismos países que hace unos años levantaron su voz airada en el golpe de
Honduras, han permitido que en Venezuela y otros países de ALBA se ahoguen las
libertades cívicas hasta volver impracticable a la democracia.
“¿Y México? ¿Cómo va México?”, preguntó Vargas Llosa. “¿Hay peligro de
que el narco infiltre al poder político?”. Lo que tuve que decir no lo alegró.
Por un lado, expliqué cómo regiones enteras de México están ocupadas ya por el
crimen (en todas sus variantes), de modo que los criminales no necesitan
infiltrar un poder que ya tienen en los hechos. Por otra parte, le señalé la
persistente discordia política. La euforia por la transición democrática del
año 2000 quedó en el olvido. Tras el fracaso de los dos Gobiernos sucesivos del
PAN, la vuelta del PRI se ha vivido, por algunos, como una regresión. Y la
izquierda, que en las elecciones de 2012 pudo y a mi juicio debió tener su
turno, prefirió un liderazgo radical a uno moderado que hubiese atraído las
simpatías de todo el espectro político.
Fue una oportunidad perdida porque en América Latina (como en España con
el PSOE) las grandes reformas las han hecho, por lo general, Gobiernos de
izquierda que abandonan toda retórica revolucionaria a cambio de la vía
reformista, adoptando esquemas liberales o socialdemócratas. México no ha
tenido esa suerte, México no ha tenido un Cardoso, un Lula o una Rousseff. En
este año que termina, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha pasado varias
reformas importantes que pueden modernizar la economía y alentar el
crecimiento, pero en la percepción nacionalista de muchos mexicanos su Gobierno
es siervo del capitalismo internacional. El de 2014 será el año crucial: de la
instrumentación eficaz y pronta de las reformas, de su transparencia y sus
resultados dependerá continuidad de la democracia mexicana.
¿Y Cuba? Ni Vargas Llosa ni yo hablamos de Cuba. Fue una omisión
importante, por su enorme valor simbólico. Los conflictos entre Estados Unidos
y América Latina comenzaron en 1898 en la guerra contra España y se acumularon
hasta estallar en Cuba en 1959. La Revolución Cubana fue el motor o la
inspiración de los virajes revolucionarios de los setenta y ochenta, que
enfrentaron a los atroces regímenes militares de Chile, Argentina y
Centroamérica. En las dos últimas décadas los conflictos (y el antiamericanismo
asociado a ellos) decrecieron, pero el chavismo los reavivó. La Administración
de Obama puede escribir el último acto del libreto latinoamericano: el fin del
embargo contra Cuba a cambio de una apertura política sería un final feliz, la
antesala de algo nunca visto en América Latina: todo un continente democrático.
Todavía se ve remoto.
El público en Princeton dejó la sala, silencioso. Desde los Andes
peruanos, el porvenir de América Latina se ve medio lleno; desde los volcanes
mexicanos, se ve aún medio vacío.
Enrique Krauze es escritor, director de la revista Letras Libres.