Las protestas en
Brasil y Turquía repudian la corrupción de las élites.
Un fantasma recorre el mundo: la revuelta de las clases medias. En el
último episodio, las ciudades de Brasil y Turquía han sido escenario de un
levantamiento contra las élites políticas y económicas protagonizado por
jóvenes, convocado mediante las redes sociales y provocado inicialmente por un
conflicto urbano, las tarifas de transporte en São Paulo o la remodelación de
un parque en Estambul. Se trata en ambos casos de países con Gobiernos
democráticos y economías robustas, de manera que las protestas no pueden
atribuirse a la ausencia absoluta de libertad o a la desesperación de la
miseria; pero sí son revueltas contra el autoritarismo y corrupción de las
élites, así como frente a la creciente desigualdad social y la erosión de las
expectativas de las clases medias emergentes. Asuntos propios de la
Administración municipal, como una subida de 0,20 reales (siete céntimos de
euro) en el billete de autobús o una licencia de construcción en el centro, han
desencadenado perturbadoras crisis políticas, poniendo en cuestión la
legitimidad de los Gobiernos de Dilma Rousseff y Recep Tayyip Erdogan, cuyo
origen democrático no excluye la necesidad de refrendarse de continuo mediante
el adecuado ejercicio del poder. De hecho, ha sido precisamente esta colisión
entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio la que acaba de
provocar la caída de Mohamed Morsi en Egipto.
En Brasil, la elevada inflación y el desplome de las tasas de
crecimiento hacen imposible satisfacer las demandas sociales creadas por el
auge económico de la última década, y la frustración ciudadana se vuelve contra
unas élites percibidas como corruptas, al tiempo que cuestiona el coste colosal
de eventos como el Mundial de fútbol, estimado en 10.000 millones de euros, y
que ni siquiera promoverá, en muchas de las sedes del campeonato, las
infraestructuras de transporte prometidas. Y en Turquía, donde el persistente
conflicto kurdo y la guerra de Siria dificultan su proyección hacia Oriente
Próximo y su ambición de servir de referencia para los países de la primavera
árabe, la batalla urbanística del parque Gezi y la plaza de Taksim —con la
población enfrentada a un proyecto tan rigurosamente legal como perfectamente
representativo del actual boom inmobiliario— ha movilizado a las clases medias
frente a los reflejos autoritarios y la deriva confesional del régimen, sea
mediante la ocupación del parque en riesgo de desaparición, sea mediante la
presencia silenciosa e inmóvil en la plaza Taksim de los hombres en pie, una
acción de singular dramatismo que inició el coreógrafo Erdem Gündüz.
Hay quienes
subrayan el carácter frecuentemente efímero de unas movilizaciones reacias a la
organización estable
Con el carácter pacífico y festivo que caracterizó a los indignados de
Europa y Estados Unidos, y en la estela de otros movimientos de protesta que
han sacudido recientemente el globo, desde Indonesia o India hasta Bulgaria o
Israel —y estos días trágicamente en Egipto, con el desenlace ya conocido—, la
eclosión simultánea de los levantamientos en Brasil y Turquía ha hecho que
periodistas como David Rohde escriban en The Atlantic sobre The revolt of the
global middle class o revistas como The Economist dediquen su portada a The
march of protest, juzgando 2013 un hito histórico comparable a los de 1968 y
1989, las revoluciones culturales de la insurrección juvenil y las revoluciones
negociadas provocadas por el fin de la guerra fría.
En lo que respecta a las revueltas contemporáneas, muchos analistas
destacan en ellas dos rasgos característicos: una mejor comprensión de la
naturaleza del poder por parte de los jóvenes que las promueven, y un uso más
eficaz de las nuevas tecnologías de la comunicación. Otros, sin embargo,
subrayan el carácter frecuentemente efímero de unas movilizaciones reacias a la
organización estable, hostiles a los partidos políticos, y que prefieren
manifestar la protesta antes que ejercer la oposición; y ponen énfasis en la
naturaleza ambigua de las redes sociales y los instrumentos de comunicación,
que pueden servir tanto para difundir vídeos de denuncia y convocar concentraciones
como para identificar a los participantes mediante el control de sus teléfonos
móviles o a través de las herramientas informáticas de reconocimiento de
rostros.
Brasil y Turquía están siendo laboratorios de la protesta digital,
escenarios de la exigencia de una mejor vida urbana, y acaso también ejemplos
de la rebelión de las nuevas clases medias contra las élites extractivas. Los
que acuñaron el término, el economista turco Daron Acemoglu y el politólogo
estadounidense James Robinson, ponen en duda que las demandas democráticas en
Brasil y Turquía tengan origen en el auge económico experimentado por ambos
países, en línea con su escepticismo respecto a la teoría de la modernización
de Martin Seymour Lipset, que vincula automáticamente prosperidad y democracia.
Para los profesores del MIT y Harvard (que también ponen en cuestión el
protagonismo de las clases medias en el cambio político, subrayando por el
contrario el papel de las movilizaciones de los marginados y excluidos), la
democracia es en buena medida independiente de la prosperidad, y encuentra
menos estímulos en el crecimiento que en la crisis. Si tienen razón, la actual
catástrofe económica en España podría llevar en su seno la semilla de la
regeneración política: tal como están las cosas, no sería el peor desenlace.
Luis Fernández-Galiano es arquitecto.