EL PAÍS
Que la UE abandone
al 'denunciante' supone renunciar a sus principios.
El 12 de octubre de 2012 la Unión Europea recibió el Premio Nobel de la
Paz por “su contribución a la promoción de la paz, la reconciliación, la
democracia y los derechos humanos en Europa”. Así, Europa debe estar a la
altura y demostrar su voluntad de defender la libertad de información,
cualesquiera que sean los temores a las presiones políticas de su mejor aliado,
Estados Unidos. Ahora que Edward Snowden, el joven estadounidense que reveló la
existencia del programa de vigilancia mundial PRISM, pidió asilo a una veintena
de países, los Estados de la Unión, principalmente Francia y Alemania, deben
darle la mejor acogida, bajo cualquier estatus. Pues si Estados Unidos sigue
siendo uno de los países del mundo que ponen en lo más alto el ideal de la
libertad de expresión, la actitud que adopta respecto a los “informantes”
mancilla claramente la Primera Enmienda de su Constitución.
Desde 2004 el relator especial de las Naciones Unidas para la Libertad
de Opinión y Expresión, el representante de la Organización para la Seguridad y
la Cooperación en Europa (OSCE) para la Libertad de los Medios de Comunicación
y el relator especial de la Organización de Estados Americanos (OEA) para la
Libertad de Expresión hacían un llamamiento conjunto a los Gobiernos para proteger
a los “denunciantes” (whistleblowers) frente a “sanciones
legales, administrativas o laborales siempre que hayan actuado de ‘buena fe”.
Se definía a los denunciantes como “aquellos individuos que dan a conocer
información confidencial o secreta, a pesar de que tienen la obligación
oficial, o de otra índole, de mantener la confidencialidad o el secreto”. En
2010 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa sostuvo: “La definición de
revelaciones protegidas debe incluir todas las advertencias de buena fe contra
diversos tipos de actos ilícitos”. La resolución 1729 pedía que las leyes
cubrieran “a los denunciantes de los sectores público y privado, incluidos los
miembros de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia”.
El perfil del
informático es el de los informantes a los que amparan las leyes y normas
internacionales
Con excepción de los aficionados a la caza del hombre que lo acusan de
ser un traidor a la patria y de los sofistas que enredan el debate en argucias
jurídicas, ¿quién puede cuestionar seriamente la calidad de denunciante de
Edward Snowden? El exinformático permitió que la prensa internacional —The Washington
Post, The Guardian y Spiegel— diera a conocer un
programa de vigilancia de decenas de millones de ciudadanos, especialmente
europeos. Blanco de un dispositivo que atenta a la vez contra su soberanía y sus
principios, los países de la Unión Europea le deben a Snowden sus revelaciones,
claramente de interés público. El joven no puede ser abandonado en una zona
internacional del aeropuerto de Moscú sin que esto signifique para los países
europeos un abandono de sus principios y de una parte de la razón de ser de la
Unión Europea. Sería inconsecuente poner el grito en el cielo a niveles
diplomáticos y abandonar al autor de estas revelaciones.
Más allá de la necesaria protección de los denunciantes, la protección
de la vida privada corresponde claramente al interés público, en especial
tratándose de la libertad de información. En un informe del 3 de junio pasado,
Frank LaRue, relator especial de las Naciones Unidas sobre la promoción y
protección del derecho a la libertad de opinión y expresión, consideraba que
“la protección de la vida privada es un corolario necesario para la libertad de
expresión y de opinión”. El carácter confidencial de los intercambios entre los
periodistas y sus fuentes es una condición necesaria para el ejercicio de la
libertad de información. Cuando las fuentes de los periodistas se ven afectadas
—como sucedió con las de la agencia Associated Press—, cuando Estados Unidos
abusa de la espionage act (ley de espionaje) —desde su
adopción, que data de 1917, la ley se ha empleado en nueve ocasiones contra
“informantes”, seis de ellas bajo el mandato de Barack Obama—, cuando Wikileaks
es amordazado por un bloqueo financiero, cuando los colaboradores y amigos de
Julian Assange no pueden franquear la frontera estadounidense sin sufrir un
registro integral, cuando el fundador y los colaboradores de este sitio web
corren el riesgo de afrontar procesos legales en territorio estadounidense, no
es solo la democracia estadounidense lo que está en peligro, es el ejemplo
democrático de Thomas Jefferson y Benjamin Franklin lo que pierde su esencia.
¿En nombre de qué Estados Unidos estaría exonerado de respetar los
principios que exige se apliquen en otros países? En enero de 2010, en un
discurso histórico, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, hizo de la libertad
de expresión en línea una piedra angular de la diplomacia estadounidense. Una
posición reafirmada en febrero de 2011: la misma Hillary Clinton recordaba
entonces que sobre la cuestión de la libertad en Internet se ponía del lado de
la apertura. Bellas palabras, tan alentadoras para los resistentes en Teherán,
Pekín, La Habana, Asmara, Asjabad, Moscú y tantas otras capitales. Pero, ¿cómo
ocultar la decepción cuando la skyline de los rascacielos de
la vigilancia estadounidense parece competir con la Gran Muralla tecnológica de
China o la Internet nacional del régimen del mulá? El mensaje de democracia y
promoción de los derechos humanos de la Casa Blanca y del Departamento de
Estado han perdido mucho crédito. Signo del pánico general, el sitio web de Amazon registró en
Estados Unidos un aumento de 6.000% de las ventas del best seller de
George Orwell1984.
Big Brother (Gran Hermano) nos observa desde las afueras, en Washington.
Las instituciones que garantizan la democracia estadounidense deben ejercer su
papel de contrapoder frente al Ejecutivo y sus abusos. El sistema de controles
y contrapesos no es solo un eslogan para los fervientes lectores de Tocqueville
y Montesquieu. Los miembros del Congreso deben encausar lo más rápido posible
los terribles desvíos securitarios de la patriot act reconociendo
la legitimidad de esos hombres y mujeres que hacen sonar la alarma. La Whistleblower
Protection Act (ley de protección de los denunciantes) debe ser enmendada y
ampliada para garantizar una protección eficaz de los denunciantes que actúan
bajo un legítimo interés público, que no tiene nada que ver con los intereses
nacionales inmediatos interpretados por los servicios de inteligencia.
Julian Assange es fundador de Wikileaks y Christophe Deloire es
secretario General de Reporteros sin Fronteras
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