México vive entre el surrealismo y una capacidad para vivir
en tiempos políticos distintos al mundo.
ANTONIO NAVALÓN
Hubo un tiempo en el
que un fantasma llamado marxismo recorrió Europa; ahora el enojo social es el
que recorre el mundo como forma de expresión política. El último ejemplo de
estos tiempos modernos que aglutinan fuerzas antisistema, enfado colectivo y
reino de las redes sociales han sido las elecciones a gobernador en 12 Estados
de la República mexicana. En esos comicios del 5 de junio, las encuestas no
sólo fueron incapaces de detectar las intenciones de los votantes, sino que
tampoco previeron que el mismo fenómeno que ha aupado a la coalición Unidos
Podemos como la segunda fuerza política en España, a Donald Trump y a Bernie
Sanders en el proceso electoral de Estados Unidos y a un candidato de extrema
derecha que se quedó a sólo 30.000 votos de convertirse en presidente de
Austria, también ha llegado a México.
Lo que ocurre es que
el Estado mexicano vive instalado entre el surrealismo y una capacidad para
vivir en tiempos políticos y sociales completamente distintos al resto del
mundo con una traducción muy sui generis de los grandes movimientos que imperan
en el planeta. Un país gobernado por un partido cuyo nombre (Partido
Revolucionario Institucional) es ya en sí mismo una paradoja dialéctica es
capaz de lograr cualquier cosa.
En ese sentido, los
primeros análisis electorales sostienen que un partido gana y otro pierde. Una
lectura tramposa, en mi opinión, porque lo único que sucede es que en el
sistema político mexicano si uno no está en un partido, no tiene presupuesto y
si no se forma parte del entramado institucional no hay manera de competir. Es
más, los ganadores no han sido los representantes de una ideología ni de unos
colores. Han ganado quienes, a pesar de militar, por ejemplo, en el Partido de
Acción Nacional (PAN) —con dos presidentes salidos de sus filas y 12 años de
poder absoluto— lograron encarnar a los antisistema dentro de su organización
política a pesar de no tener apoyo, como el gobernador electo de Chihuahua,
Javier Corral. Otro ejemplo es Quintana Roo, donde el vencedor, Carlos Joaquín
González, tuvo que darse de baja en el PRI, que le impedía presentarse, para
pasarse a la alianza formada por el PAN y el PRD (Partido de la Revolución
Democrática).
Así que el fenómeno
está claro: no ganaron los partidos, ganaron los antisistema. Pero ese
entramado también nos permite establecer una relación entre la crisis de los
medios de comunicación tradicionales y la de los sistemas políticos. La
realidad se ha vuelto tan virtual que resulta más real lo que pasa en las redes
sociales —aunque la mayoría de las veces sea mentira— que la realidad misma. Y
en ese fenómeno de depreciación de los sistemas y desprecio hacia el imperio de
la corrupción, está perjudicando a los viejos medios.
Gracias a las nuevas
tecnologías, el empoderamiento ciudadano no sólo recrea el espíritu del ágora
ateniense y da al pueblo la oportunidad de que su voz se escuche primero, sino
que además se cuestiona la autoridad de una prensa a la que muchas redes
sociales aspiran ya claramente a sustituir, representante de otro tipo de
casta, último refugio de un mundo que se resiste a desaparecer. Un mundo en el
que aún se espera que una mañana al despertar se haya terminado la pesadilla de
Twitter, de Facebook o de Instagram y pueda pasarse de la comunicación política
de los emoticones a aquella que transmiten la radio, la televisión y los
periódicos. Y así poder instaurar un análisis más profundo y un entorno menos
pasional, menos emocional y teóricamente más reflexivo.