Echar leña al fuego
Foto: LA NACION
Las democracias forman una vasta galería de
experiencias; ascienden y decaen al influjo de fenómenos históricos y enfrentan
cotidianamente el desafío de gobernar sociedades en las cuales impactan, hoy
más que nunca, las transformaciones de la economía. Ahora que el mundo navega
de lleno sobre una ola de fáusticas innovaciones tecnológicas y productivas, la
economía es un fantasma que acosa sin cesar a los gobernantes.
Hace treinta años, recién inaugurada en 1983
nuestra democracia, el entonces ex gobernador de California Jerry Brown (que ha
vuelto a ejercer ese cargo en 2011) nos advirtió a un grupo de visitantes que,
si de veras estábamos dispuestos a defender la democracia, deberíamos practicar
el exigente oficio de gobernar con recursos escasos, con situaciones fiscales
que suelen desbordarse y, por tanto, con las demandas crecientes de una
ciudadanía siempre insatisfecha.
Tengo la impresión de que en América latina este
consejo sigue dando vueltas en torno a dos tipos de democracia. En el campo de
las democracias republicanas acertaron los países que saben sumar y restar. No
es tan difícil, pero del discernimiento con que los gobernantes atiendan las
variables de la macroeconomía y logren pactar políticas de Estado dependerán su
acierto y, al cabo, la consolidación del régimen democrático.
En la vereda de enfrente, la democracia electoral
suele emprender en nuestra región otro camino cuando los electorados apuestan a
favor de un populismo que encarnan líderes sobresalientes, ubicados con
envolvente carisma por encima de las leyes que deberían limitarlos, y
entregados por entero al ejercicio hegemónico del poder. De Venezuela a la
Argentina, pasando por Ecuador y Bolivia, esa matriz del poder, tan antigua
como resistente, sigue produciendo episodios reeleccionistas y despertando el
fervor popular.
¿A qué se debe esta vigencia? Convengamos en que,
como también es el caso de las democracias republicanas, el populismo político
de esos gobernantes puede combinarse con diferentes programas económicos. Si el
populismo político se combina con un populismo económico de corte consumista,
poco atento a la inversión, deficitario en términos fiscales, de controles
monetarios y resultados inflacionarios, es probable que nos sacuda la tormenta
de la crisis.
Venezuela es el ejemplo más saliente al respecto,
mientras la Argentina permanece en los bordes de este escenario debido al
choque entre las intenciones hegemónicas y los vetos de un electorado capaz de
votar negativamente. Si el reeleccionismo ha sucumbido, también lo hace un
populismo económico que no ha sabido tomar en cuenta las lecciones que se
desprenden de Bolivia, una experiencia tan radical y hegemónica en el plano
político como cauta en el terreno económico. A la vista de los recientes
resultados electorales, Bolivia estaría reproduciendo en parte el cuadro de la
Argentina de Perón allá por los años 1951-1954 y a su regreso, en 1973: un
apoyo electoral para Evo Morales del 60% (los de Perón eran superiores en pocos
puntos) y una oposición dividida que no alcanza el 40%. Abrumadora mayoría,
para soñar.
No obstante, estas caudalosas adhesiones pueden
diluirse rápidamente si no cuentan con el sustento de una sólida base material.
Evo Morales inyectó en la mayoría de la población boliviana sentimientos de
pertenencia: un hombre igual a muchos que se empinó como el primer presidente
surgido del fondo de los pueblos originarios, que no dudó en cambiar la
Constitución y en incorporar a su texto y práctica la plurinacionalidad; que
nacionalizó las empresas energéticas; que controló con mano dura los medios de
comunicación; que estuvo a punto de abrir un grave conflicto con Santa Cruz de
la Sierra; que, amante de la polarización, condena al neoliberalismo y al
imperialismo y hasta se atreve a romper lanzas con los Estados Unidos y
suspender las relaciones diplomáticas.
Evo es pues un populista de acciones y de símbolos,
reeleccionista, omnipresente, que quiere dar vuelta la página sobre una Bolivia
de derecha, para él definitivamente superada por su proyecto de izquierda.
Empezó desde abajo y sigue creciendo junto con el medio millón de bolivianos
que han salido de la pobreza en un país donde ese atributo ha sido (lo es
todavía) un dato persistente a lo largo de dos siglos de privaciones e
injusticias. La inmigración boliviana en la Argentina atestigua esta fractura
que contribuye a expulsar poblaciones en procura de un mejor destino.
El ascenso parecería estar a la orden del día en la
república que fundó Bolívar. Pero no hay ascenso posible si no se tienen los
pies plantados en la tierra y Evo parece tenerlos. Desde 2006, Bolivia tiene un
crecimiento anual acumulado del 5%, la inflación es baja (4%) y el respaldo
fiscal, alto. A partir de 2005, las exportaciones se incrementaron nueve veces:
Bolivia tiene atesoradas las mayores reservas del mundo en proporción al tamaño
de su población, lo que le permite endeudarse a tasas razonables.
Cuando el populismo político descansa sobre esta
clase de política económica suele producirse una paradoja del éxito:
contrariamente a una apertura que conduzca a mejorar la calidad republicana de
la democracia, el conjunto de indicadores, propios de una economía estable,
robustecen el carácter hegemónico del poder que avizora un régimen
reeleccionista sin mayores frenos. Algo semejante, con apoyo en una ambiciosa
reforma educativa y sin soberanía monetaria (dado que la moneda que allí se
adoptó es el dólar), ocurre en estos días en el Ecuador del presidente Rafael
Correa.
Obviamente, nuestra circunstancia no se compadece
mucho con estos ensayos populistas. Más que la paradoja del éxito se está
gestando entre nosotros una paradoja del fracaso, incomprensible para no pocos
observadores. Un populismo político a medio hacer con fuerte capacidad
decisoria se ha acoplado a una visión del populismo económico con mirada y
patas cortas. Por un lado, se proclaman con énfasis los logros de una década;
por otro, los fracasos cunden. ¿Por qué esta pereza para entender ciertas nociones
fundamentales del buen gobierno? ¿Por qué esta arrogancia en empeñarse en ser
diferentes cuando las bases del progreso humano están unidas a una manera
decente y sobria del ejercicio del poder en las antípodas de corrupciones y
estridencias?
Hasta los populistas más combativos han sabido
responder en parte a estas preguntas, pese a que sobrevuele en los últimos
meses el presagio de que se estaría agotando un período con notables
incrementos en el precio de las commodities. Nosotros, en cambio, no lo hemos
hecho. Procuramos tapar esta defección con una hiperactividad consistente en
echar más leña al fuego, como si esos contratiempos fuesen efecto del
infortunio que nos viene de afuera o -clásico argumento incrustado en el
universo autoritario- de una conspiración de poderes ocultos y malignos.
Sobrevivimos, por consiguiente, instalados sobre una ficción elaborada desde el
poder. De no modificar el curso en el turbulento pasaje entre ficción y
realidad, asistiremos durante un largo año a los estremecimientos de este
fracaso. Razón de más para que las oposiciones despierten y no dejen la
iniciativa en manos del oficialismo.