Majestuoso testimonio de un poder agostado
domingo, 20 de noviembre de 2016
La decadencia de occidente
El ‘Brexit’ y el
triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de esa muerte lenta en la que se
hunden los países que pierden la fe en sí mismos y renuncian a luchar.
FERNANDO VICENTE
MARIO
VARGAS LLOSA/ EL PAÍS
Primero fue el Brexit y, ahora, la
elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Sólo falta que
Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que
Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los
grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha
atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó “la llamada de la tribu”
—el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el
racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o
retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las manecillas del reloj.
No hay novedad alguna en las medidas que
Donald Trump propuso a sus compatriotas para que votaran por él; lo
sorprendente es que casi sesenta millones de norteamericanos le creyeran y lo
respaldaran en las urnas. Todos los grandes demagogos de la historia han
atribuido los males que padecen sus países a los perniciosos extranjeros, en
este caso los inmigrantes, empezando por los mexicanos atracadores, traficantes
de drogas y violadores y terminando por los musulmanes terroristas y los chinos
que colonizan los mercados estadounidenses con sus productos subsidiados y
pagados con salarios de hambre. Y, por supuesto, también tienen la culpa de la
caída de los niveles de vida y el desempleo los empresarios “traidores” que
sacan sus empresas al extranjero privando de trabajo y aumentando el paro en
Estados Unidos.
No es raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que
crean en ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida
tradición democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere
llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta.
La esperanza de muchos, ahora, es que el Partido Republicano, que ha vuelto
a ganar el control de las dos cámaras, y que tiene gentes experimentadas y
pragmáticas, modere los exabruptos del nuevo mandatario y lo disuada de llevar
a la práctica las reformas extravagantes que ha prometido. En efecto, el
sistema político de Estados Unidos cuenta con mecanismos de control y de freno
que pueden impedir a un mandatario cometer locuras. Pues no hay duda que si el
nuevo presidente se empeña en expulsar del país a once millones de ilegales, en
cerrar las fronteras a todos los ciudadanos de países musulmanes, en poner
punto final a la globalización cancelando todos los tratados de libre comercio
que ha firmado —incluyendo el Trans-Pacific Partnership en gestación— y
penalizando duramente a las corporaciones que, para abaratar sus costos, llevan
sus fábricas al tercer mundo, provocaría un terremoto económico y social en su
país y en buen número de países extranjeros y crearía serios inconvenientes
diplomáticos a Estados Unidos.
El ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones demuestra que es
algo más que un simple demagogo.
Su amenaza de “hacer pagar” a los países de la OTAN por su defensa, que ha
encantado a Vladímir Putin, debilitaría de manera inmediata el sistema que
protege a los países libres del nuevo imperialismo ruso. El que, dicho sea de
paso, ha obtenido victoria tras victoria en los últimos años: léase Crimea,
Siria, Ucrania y Georgia. Pero no hay que contar demasiado con la influencia
moderadora del Partido Republicano: el ímpetu que ha permitido a Trump ganar
estas elecciones pese a la oposición de casi toda la prensa y la clase más
democrática y pensante, muestran que hay en él algo más que un simple demagogo
elemental y desinformado: la pasión contagiosa de los grandes hechiceros
políticos de ideas simples y fijas que arrastran masas, la testarudez obsesiva
de los caudillos ensimismados por su propia verborrea y que ensimisman a sus
pueblos.
Una de las grandes paradojas es que la sensación de inseguridad, que de
pronto el suelo que pisaban se empezaba a resquebrajar y que Estados Unidos
había entrado en caída libre, ese estado de ánimo que ha llevado a tantos
estadounidenses a votar por Trump —idéntico al que llevó a tantos ingleses a
votar por el Brexit— no corresponde para nada a
la realidad. Estados Unidos ha superado más pronto y mejor que el resto del
mundo —que los países europeos, sobre todo— la crisis de 2008, y en los últimos
tiempos recuperaba el empleo y la economía estaba creciendo a muy buen ritmo.
Políticamente el sistema ha funcionado bien en los ocho años de Obama y un 58%
del país hacía un balance positivo de su gestión. ¿Por qué, entonces, esa
sensación de peligro inminente que ha llevado a tantos norteamericanos a
tragarse los embustes de Donald Trump?
Porque, es verdad, el mundo de antaño ya no es el de hoy. Gracias a la
globalización y a la gran revolución tecnológica de nuestro tiempo la vida de
todas las naciones se halla ahora en el “quién vive”, experimentando desafíos y
oportunidades totalmente inéditos, que han removido desde los cimientos a las
antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían
inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más
audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a
pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño. Ese
nuevo panorama significa, simplemente, que el de nuestros días es un mundo más
justo, o, si se quiere, menos injusto, menos provinciano, menos exclusivo, que
el de ayer.
Ahora, los países tienen que renovarse y recrearse constantemente para no
quedarse atrás. Ese mundo nuevo requiere arriesgar y reinventarse sin tregua,
trabajar mucho, impregnarse de buena educación, y no mirar atrás ni dejarse
ganar por la nostalgia retrospectiva. El pasado es irrecuperable como
descubrirán pronto los que votaron por el Brexit y por
Trump. No tardarán en advertir que quienes viven mirando a sus espaldas se
convierten en estatuas de sal, como en la parábola bíblica.
El Brexit y Donald Trump —y la Francia del Front
National— significan que el Occidente de la revolución industrial, de los
grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de
prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue
el pionero del mundo, ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que
otros para enfrentar el futuro —todo lo contrario— sino por su propia
complacencia y cobardía, por el temor que siente al descubrir que las
prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario,
ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa
aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas
tecnológicas han puesto por primera vez al alcance de todas las naciones.
El Brexit y el triunfo de Trump son un síntoma
inequívoco de decadencia, esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden
la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en
brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de
las peores desgracias que ha experimentado el Occidente a lo largo de la
historia, ahora resucita y parece esgrimir como los chamanes primitivos la
danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que quieren derrotar a la
adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la miseria. Trump y el Brexit no solucionarán ningún problema, agravarán
los que ya existen y traerán otros más graves. Ellos representan la renuncia a
luchar, la rendición, el camino del abismo. Tanto en Gran Bretaña como en
Estados Unidos, apenas ocurrida la garrafal equivocación, ha habido
autocríticas y lamentos. Tampoco sirven los llantos en este caso; lo mejor
sería reflexionar con la cabeza fría, admitir el error, retomar el camino de la
razón y, a partir de ahora, enfrentar el futuro con más valentía y
consecuencia.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL
PAÍS, SL, 2016.
© Mario Vargas Llosa, 2016.
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