Como todo
acontecimiento público de importancia, la marcha de
mañana ayuda a revelar el estado de situación de la vida colectiva en el país. En una
Argentina definida por sus niveles de movilización política -puede
enorgullecerse por los modos frecuentes y vigorosos de la protesta social-, se
oyen hoy, sin embargo, voces que critican la convocatoria con razones que
cuesta tomar en cuenta como objeciones de buena fe. Pero haremos el intento.
"La marcha es política", sostienen
algunos, como si alguna marcha pudiera no serlo, y, lo que es peor, como si esa
afirmación descalificara a la marcha, en lugar de calificarla en lo que tiene
de digno: hace décadas que aprendimos a no desautorizar una marcha desde el
embustero lugar de la no-política.
Agregan otros: "Es insólito que los fiscales
marchen. Los fiscales son parte de la Justicia y tienen que dar respuestas en
lugar de hacer reclamos". La queja es pobremente engañosa.
Por supuesto que tiene sentido que quienes están
encargados de administrar justicia se quejen -con documentos, proclamas o
marchas- si reconocen que el poder que debe facilitar su trabajo en realidad lo
bloquea. Por lo demás, la molestia que han expresado algunos fiscales que
convocan a no ir a la marcha resulta algo sorprendente y se hace merecedora de
la respuesta obvia: los fiscales marchan porque un colega suyo, mientras
investigaba al poder, encontró su muerte. Lo extraño es que a usted se le
ocurra no hacerlo, ¿o es que su negativa revela algo más acerca de las
investigaciones que usted ha encubierto?
"Todo se trata de una operación de los
servicios de inteligencia", siguen otros adherentes al Gobierno, tapándose
los ojos frente a lo que gritan los hechos. Los hechos gritan que hace diez
años que el Gobierno utiliza los servicios para el espionaje interno y alimenta
con recursos infinitos y sofisticado aparataje a ese "nido de
víboras". Como colectivo social, somos víctimas de esa decisión
gubernamental (gobernar de la mano de los servicios de inteligencia), como lo
han sido, protagónicamente, los opositores y luchadores sociales que vienen
siendo escrutados desde las cavernas del Estado desde hace años.
De modo similar, quienes se oponen a la marcha han
empezado a examinar con lupa los CV de cada uno de los fiscales convocantes y a
señalar con espanto a este fiscal o a aquel individuo que han decidido sumarse:
"Aquél es golpista", "Este de aquí es un oportunista", nos
gritan horrorizados. Pero, otra vez, la crítica es desafortunada. No sólo
porque está sujeta a una obvia réplica inversa (desconvocan a la marcha desde
el general Milani y Berni hasta el partido nazi argentino), sino porque
fundamentalmente yerra en el blanco. Cuando marchamos por la muerte de María
Soledad -por tomar un caso-, lo hicimos junto con sectores conservadores de la
política y de la Iglesia de Catamarca, y nadie debió sonrojarse ni pedir
disculpas por ello; ni nadie se convirtió en lo que no era (un religioso
ultramontano, pongamos) luego de hacerlo. Estábamos unidos por una muerte y
marchamos con la convicción de que el poder no era ajeno a ella, como nos
ocurre en este momento. Por eso, también, resulta ofensiva la pregunta acerca
de si la marcha "es (o avanza una causa) progresista". Frente a la
muerte intolerable no hay izquierda ni derecha, aunque sí suele haber ideología
partidaria o sectaria detrás de la muerte (en este caso, vinculada con los
servicios de inteligencia).
Por eso tenía sentido marchar en Francia, ante la
masacre provocada por el extremismo religioso, sin necesidad de pedir
previamente el ADN ideológico de quienes marchaban: entonces lo hicieron muchas
personas y figuras públicas con quienes uno no querría compartir una cena. Lo
mismo ocurrirá ahora y es bueno reconocerlo. Pero otra vez: lo que nos une es
otra cosa, la muerte es la que traza el límite, sin por ello "clausurar la
política". El acto de marchar sigue expresando un compromiso público
profundamente político contra la impunidad. (Por lo demás: la lucha contra la
impunidad, frente a la muerte de María Soledad, del fotógrafo Cabezas o del
fiscal a cargo de investigar la masacre de la AMIA, es obviamente
"progresista", por más que, en cada caso, los sectores conservadores
de la Iglesia o la oposición quieran salir beneficiados a partir de ello).
Algunos críticos de la convocatoria dicen que se
pretende "convertir en héroes" a Nisman, a los fiscales convocantes o
a ciertos sectores de la Justicia. En lo personal, y como tantos, no me sentí
seducido nunca por la investigación de Nisman (sobre todo, por el modo en que
el ex presidente Kirchner decidió contaminar desde el primer minuto dicha
investigación al obligar al fiscal especial a trabajar de la mano de los
servicios de inteligencia); ni creo en el carácter angelical o ingenuo de
nuestros jueces y fiscales. No confío, como tantos, en muchos de ellos (y más
allá de los nobles funcionarios que siguen enalteciendo a la Justicia) por lo
que el menemismo y el kirchnerismo quisieron hacer del Poder Judicial durante
veinte años: un mero instrumento al servicio de la impunidad del poder. Basta
revisar los indefendibles nombramientos que, en la gran mayoría de los casos,
promovieron (¿Daniel Reposo venía a servir a la Justicia? ¿Vinieron a hacerlo
los Oyarbide que hoy, más allá de sus nombramientos, son mantenidos firmes en
sus puestos?). No confío en muchos de ellos, además, por los modos en que
menemistas y kirchneristas intervinieron sobre la Justicia, a través del dinero
y del miedo (con ascensos prometidos, "sobres" entregados,
"llamados" y "carpetas" revoleados). Somos muchos los que
marcharemos contra todo ello. Resulta, en todo caso, tan revelador como molesto
que, frente a cualquier acto judicial que no sea servil al Gobierno (un recurso
presentado; un llamado a declaración; una indagatoria; la marcha del 18),
prestos funcionarios y periodistas se atropellen entre sí para revelar los
antecedentes de horror del funcionario judicial ahora impugnado. (Uno se
pregunta entonces: ¿y por qué no mostraron esos antecedentes ayer? ¿Sería que
por entonces todavía sacaban provecho de ellos?)
Otros más se apresuran a señalarnos con el dedo para
denunciar que si marchamos, lo haremos como lo que hicieron "los viejos
golpistas desde los años 40". Como tantos, y por razones de edad, recuerdo
haber marchado en democracia muchas veces, en primer lugar, y pese o por razón
de las simpatías que sentía por él, contra el gobierno de Raúl Alfonsín. Nunca
nadie nos llamó golpistas, aunque entonces sí existían riesgos serios de golpe
de Estado. Marché, como muchos, por María Soledad, por Cabezas, por Arruga, por
Julio López, por Mariano Ferreyra, por Kosteki y Santillán. Como tantos otros,
no necesito que me digan cuándo debo marchar o por qué y en nombre de quién es
que estoy marchando.
Finalmente, he escuchado a cientistas sociales y
periodistas oficialistas decir que si marchamos, volveremos a demostrar que
formamos parte de la "clase media desagradecida", una descalificación
no sólo sociológicamente imprecisa, sino enormemente reveladora de la
mentalidad del momento. Ahora queda en claro: el dinero o las "ventajas
recibidas" estaban llamados a desmovilizarnos. Lo que se buscaba era,
simplemente, comprarnos.
Larga vida a quienes, frente al dolor que padecen,
y sobreponiéndose a éste, salen a la calle a manifestar su protesta, a los
gritos, en silencio o llorando. Frente a la impunidad, la injusticia social y
la muerte, que otros se queden con la algarabía y el canto.
El autor es sociólogo y abogado,
especialista en derecho constitucional.