EVANESCENCIAS DE LA DUALIDAD
Extracto del Libro “Fragmentos Esfumados de la Complejidad ”
El siglo XXI está asistiendo a una transformación crucial en la naturaleza, características, y modalidades del elemento estructurante de la lucha política en el siglo que le precedió. La relativización y debilitamiento del trabajo como factor de desarrollo individual y colectivo, y, más grave aún, como expresión identitaria que dotaba al trabajador de un sentido de pertenencia colectivo, que le asignaba un lugar y una función en la estructura social y que le reconocía un valor social sustantivo a su contribución, está conduciendo a una desestructuración de la sociedad clásica, aquella erigida sobre los cimientos del Contrato Social de la modernidad, cuya premisa básica era la formación y aceptación general y sin reservas de un pacto social tácito que incluía e involucraba a toda una sociedad (el pueblo), pero también a cada uno de sus integrantes (los ciudadanos), bajo el imperio de una ley (el Estado).
Esto suponía que cada persona participara activamente de la vida pública, pero también de los procesos económicos y sociales que de ella derivaran, que tuviera derechos y obligaciones, en suma que fueran ciudadanos - en tanto constructores de la autoridad soberana- y súbditos - en tanto estaban igualmente sometidos a normas superiores, aquellas que fundan una República.
Hoy, ese sentido de pertenencia se ha puesto en jaque, o directamente se ha perdido para millones de personas en el mundo, son los llamados eufemísticamente “excluídos del sistema”, de este sistema social que dominó la modernidad durante más de dos siglos.
Es cierto que en los inicios del capitalismo industrial los trabajadores sufrían todo tipo de explotación y expoliación, no justificable bajo ningún punto de vista; pero, a pesar de ello, y con todo lo que ello implica, eran ineluctablemente necesarios, formaban parte del sistema, aunque su labor y su función no fueran reconocidas.
El conflicto estaba planteado entre el patrón - o si se quiere la empresa-, y el empleado – o si se prefiere el trabajador-. La lucha estaba dada por la mejora continua y progresiva de las condiciones laborales, por la participación del movimiento obrero en las decisiones empresariales, por la superación de la condición social del trabajador que condujera a su liberación, o al menos a su dignificación humana, y, en última instancia, por la distribución más equitativa de la plusvalía que generaba el proceso económico, principalmente el fabril.
El gran drama de la sociedad contemporánea es el carácter fútil, superfluo, y hasta prescindible, del trabajo; ni que hablar del trabajo en términos hegelianos, aquel que es la exteriorización en la materialidad objetiva de lo que crea o produce que permite la realización del sujeto.
Ya, ni tan siquiera el trabajador de los servicios o de lo intangible escapa a esta situación general, pues como bien dice Gorz los resultados de su trabajo “son evanescentes, consumidos al mismo tiempo que se realizan”.
Ya no hay conflicto, parecía decir Fukuyama en su primer best seller, pero no porque el capitalismo haya resuelto el nudo gordiano de la historia, como emergía de su tesis hoy descartada, sino simple y fatalmente porque uno de los contendientes históricos había implosionado.
En este caso el que parece derrumbarse es el trabajo. Pero esto no autoriza a pensar que el conflicto se haya resuelto, ni siquiera mínimamente, o que esté en vías de extinción por la forzada desaparición de uno de sus actores centrales, como pretenden algunos osados. Muy por el contrario, se profundizó y agravó a límites inimaginables hasta hace sólo poco tiempo.
Lo que realmente sucede es que su eje se ha desplazado, la contradicción central sigue vigente, pero sus expresiones, sus actores y sus posiciones en relación al sistema han cambiado.
Ahora no se trata de la clásica dicotomía marxista que planteaba la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como motor de los procesos históricos, donde la dialéctica estaba íntimamente ligada a los procesos de transformación de la realidad que, aún con sus contradicciones y asimetrías entre quienes formaban parte del sistema - los propietarios del capital y los obreros-, determinaban un resultado histórico garantido: la redención del proletariado.
Hoy el problema está centrado en el hecho que las masas proletarias no forman parte del sistema, están excluidas del proceso económico y social, y su número creciente no distingue raza, sexo, ideología ni religión. El capital, especialmente el capital financiero, se reproduce automáticamente, no necesita del trabajo para obtener su plusvalía, su espacio es virtual en el rico mundo de los negocios, su composición en el portafolio de activos es crecientemente intangible, su carácter dominante por naturaleza llegó hasta el punto de autonomización de las situaciones laborales, sociales y ambientales que lo condujo a un aislamiento casi total de la vida, su condición es anónima en el gran sistema financiero nacional e internacional, y su expresión visible en moneda como signo representativo del valor de las cosas está a punto de desaparecer.
Y no es que tenga, o haya tenido, vida propia, sino que su razón instrumental ha mutado. Lo que se ha roto definitivamente es la relación capital- trabajo, y se instauró una nueva lucha, mucho más sorda y lejana para los oídos del capitalismo, pero mucho más potente y cercana para los tímpanos de millones de seres humanos que en el orbe han perdido su oportunidad de realización.
Se ha establecido, y nada parece que vaya a cambiar ese rumbo, una conflictividad mucho más densa y más compleja, cuya piedra de toque se encuentra en los términos inclusión- exclusión y cuya expresión nodal está en los pliegues mismos de la humanidad. Y éste es el centro del debate.