Aunque se trata de un fenómeno multicausal, la ola
de robos que padeció Córdoba mostró la fragilidad del contrato social y,
además, los límites del nuevo estilo amigable del Gobierno
El renovado
temor de que todo puede descomponerse de un momento a otro y la comprobación de
que 12 años después del gran colapso el contrato social es todavía frágil. Ésos
son quizá los mensajes más angustiantes que envió Córdoba a todo el país. Justo
Córdoba, cuna de la Reforma Universitaria y del golpe del 55, escenario del
Cordobazo, provincia de anticipos.
El
fenómeno de los saqueos, de modalidades variables, suele ser
multicausal, pero cualquier argentino sabe que, cuando aparece, corresponde
inquietarse, sobre todo si hay muertes. Reflejo de Pavlov de signo inverso,
aplicado a la fisiología local: en la memoria colectiva, saqueos expandidos
significa 2001, el infierno, como machacaba Kirchner, quien había entendido
bien la persistencia del trauma. Fenómeno subcutáneo por naturaleza, cuando
aparece no hay certidumbre sobre las réplicas. Sólo cabe esperar la
singularidad.
Porque descifrar los saqueos nunca es sencillo. Su
componente orgánico no aparece discriminado de la parte espontánea. Todavía hoy
se discute qué sucedió en 2001. Aunque pasó casi inadvertido, Cristina
Kirchner, horas después de los saqueos de diciembre de 2012 en Bariloche, se
pronunció en favor de la tesis de que los hechos que enmarcaron la caída de De
la Rúa estuvieron provocados por activistas peronistas. Dijo saber cómo empezó
todo, cómo se organizó, quiénes fueron. Pero no brindó detalles. Los voceros
del gobierno nacional le reprocharon ayer al gobernador José Manuel de la Sota
no haber previsto de antemano una situación que se conocía. ¿Quién la conocía?
¿Cómo se utiliza la información de inteligencia sobre la intranquilidad social,
que ciertamente manejan los espías del Estado, con el fin, se supone, de
adelantarse a los hechos? ¿No se comparte la sospecha de un estallido
inminente?
Desde luego que el vandalismo silvestre se
entremezcla en estas ocasiones con la delincuencia de mayor oficio. Algunos
actúan más organizados que otros. Pero es la política, que asoma casi siempre a
través de punteros y barrabravas todoterreno, la que empuja el análisis al
campo infinito de las conspiraciones. Lo corriente en la calle es pensar que
las motivaciones sólo son dos: o son saqueadores "con hambre",
supuestamente más respetables en la visión pedestre, o se trata de hordas con
las necesidades básicas satisfechas, sujetos más despreciables. Acaso se trata
de categorías yuxtapuestas por la confusión del polvo que levantan a su paso:
la de los actores, la de sus manipuladores y la de las condiciones socioambientales
que ponen el escenario.
Lo que estalló anteayer en Córdoba también puede
ser visto como algo diferente, un experimento antropológico: dado que la
policía se dedicó a hacer huelga, eso convirtió a la ciudad en tierra de nadie
y la orfandad desafió la rutina de los habitantes y los incitó a dividirse
entre asaltantes y asaltados. ¿Sin patrocinios?
Primera conclusión, el derecho a huelga de los
policías -otra cosa es el derecho a agremiarse o a celebrar paritarias- parece
tan contraindicado como el de los pilotos en vuelo. Tal vez resulte apresurado
colegir que en toda población urbana privada de policía siempre habrá quien
corra a saquear supermercados, negocios, casas, a destruir lo que encuentre a
su paso y se tirotee con la parte de la población que esté decidida a defender
sus bienes. Pero no pasaría en cualquier lado. Un trastrocamiento de valores
subyace en esta clase de arrojo delincuencial, seguramente emparentado con la
pobreza y la marginación.
Ahora hay, como dice el historiador Luis Alberto Romero,
un mundo de la pobreza que antes no existía, conformado por un cuarto o un
tercio de la población, dentro de una sociedad más segmentada. "Se ha
consolidado un tipo de sociabilidad comunitaria, una forma de entender la vida
y un conjunto de valores y expectativas singulares -escribió Romero en estas
mismas páginas- que ya no dependen de la falta de empleo. Ni el trabajo estable
ni la educación ocupan un lugar central, y la ley tiene una significación
relativa. Pero, en cambio, son sólidas las jefaturas personales, de referentes
o de «porongas»."
Y luego está el aspecto político-institucional.
Debieron sentirse decepcionados ayer quienes creyeron que el gobierno nacional,
domesticado por las derrotas electorales de junio y octubre, ingresó por fin,
hace pocas semanas, en una sostenida fase contemporizadora. Jorge Capitanich se
ocupó por la mañana de pulverizar las ilusiones remanentes. Recordó que la
esencia kirchnerista está intacta. En realidad, no lo recordó, sino que lo
dramatizó. Sin pruritos, como quien recibe una instrucción precisa, acicateó
con todo el poder del Estado -al retacearle el envío de la Gendarmería- al
gobernador cordobés, el menos alineado de los gobernadores peronistas. Aparte
del recurso adolescente de decir que su celular no había sonado, Capitanich,
hay que admitirlo, fue sincero (tanto como lo había sido la Presidenta cuando
para aguijonear a Daniel Scioli puso en riesgo la estabilidad bonaerense). Sólo
faltó que dijera "ésta la aprendimos de Lanusse". Pensaba el dictador
Juan Carlos Onganía, décadas atrás, que, como comandante en jefe del Ejército,
el general Lanusse había demorado en 1969 la ayuda de tropas militares que el
presidente le había solicitado para reprimir el Cordobazo, con el propósito de
desgastarlo y hacerle pagar el costo de los sucesos, tal como luego ocurrió.
Quizás al castigarlo con la retención de los
gendarmes la Presidenta no quiso solamente culpar a De la Sota para rebajarle
sus pretensiones presidenciales. Los adversarios peronistas son su primera
obsesión, pero ella también teme, seguramente con motivo, el riesgo de que
algún día los saqueos puedan hacer metástasis, lo cual invalidaría el argumento
estrenado en Bariloche de que sólo suceden por culpa de la autoridad local. De
allí el interés por insistir en el mal procesamiento de la crisis policial, en
la ausencia del gobernador y en la insólita justificación de que De la Sota
nunca llamó. Como si en la Casa Rosada no hubiera por lo menos un televisor que
le permitiera ver a Capitanich -o a algún asistente- lo que medio país estaba
viendo: la ciudad de Córdoba en estado preanárquico.
Mauricio Macri salió contento, el martes, de la
Casa Rosada, porque todo lo que el Gobierno antes le negaba se lo consintió
entre derroches de cortesía. Es el "diálogo" que vino con la era
Capitanich, según dijo el oficialismo. Una ronda en la que incluir a De la Sota
requerirá, como mínimo, conseguir que logren hablar por teléfono para concertar
la cita.
© LA NACION.