Más allá de la inoperancia o de la rigidez ideológica del Gobierno, hay
una matriz institucional que alimenta el autoritarismo y el distribucionismo
clientelar.
El populismo lleva a la Argentina a repetir otra
crisis. Para superarlo, hay que conformar una masa crítica en torno a un
proyecto de consensos básicos que arraigue en instituciones políticas y
económicas inclusivas. Si asumimos los condicionantes que la saga populista
impone al cambio y desafiamos el determinismo cultural negador de alternativas,
podremos hacer realidad los ideales de la democracia republicana, el desarrollo
económico y la justicia social.
¿Lo hacen por ideología o por incapacidad? Esa
pregunta está detrás de muchas críticas a la actual gestión. Para algunos, en
el Gobierno prima la incapacidad. Apuntan a las divisiones dentro del
oficialismo y subrayan la impericia de muchos funcionarios, entre los cuales el
ex secretario Guillermo Moreno fue blanco favorito. Otras críticas hacen
puntería en lo ideológico y disparan contra el núcleo duro que rodea a la
Presidenta, a los conversos de "la razón populista" que, en clave
posmoderna, patrocinan un menú de convergencia entre los totalitarismos
modernos del siglo pasado. Los críticos de la ideología ven en la gestión
oficial un hilo de continuidad consecuente con el "vamos por todo"
para instalar en la Argentina una democracia plebiscitaria-delegativa y un
corporativismo económico, con los amigos del régimen como socios capitalistas.
Para la mayoría de las críticas, ideología e incapacidad comparten culpas concurrentes
en alguna proporción.
Sin embargo, cuando los países están entrampados en
una maraña institucional que retroalimenta el autoritarismo político y la
economía extractiva de rentas con distribucionismo clientelar, muchas medidas
económicas en apariencia irracionales responden a la necesidad del modelo, no a
la ignorancia. Desde esta óptica, Guillermo Moreno, "el malo o
incompetente", tal vez deba ser reconsiderado el más ortodoxo de los
intérpretes de la partitura populista. Y es posible que, de no haber sido por
sus intervenciones para cuidar los dólares del saldo comercial, los tiempos
institucionales de un nuevo "rodrigazo" se habrían precipitado. Es
hora de que los argentinos comprendamos que el problema no es un funcionario, y
ni siquiera el kirchnerismo; el problema es el cepo institucional (político y
económico) que somete a los argentinos y que durante décadas ha inviabilizado
la aplicación de políticas alternativas. La frase que se le atribuye a Bill
Clinton debería ser reformulada en nuestro contexto: "Son las
instituciones, estúpido".
En ¿Por qué fracasan las naciones?, Acemoglu y
Robinson nos invitan a reflexionar sobre los condicionantes institucionales de
ciertas políticas incomprensibles. Entre muchos ejemplos del pasado y del
presente, nos recuerdan la historia de Kofi Busia, primer ministro de Ghana,
que en 1969 asumió el poder en medio de una severa crisis económica heredada de
las políticas de su antecesor el demagogo Kwame Nkrumah. Contra el consejo de
quienes lo asesoraban, Busia insistió en el repertorio populista y, como era de
prever, Ghana pronto empezó a sufrir la escasez de divisas y una crisis de
balanza de pagos. En 1971 tuvo que devaluar y liberar los controles a cambio de
un préstamo condicionado del FMI. Pero las nuevas medidas detonaron una
revuelta popular en Agra, la capital, y el gobierno fue derrocado. Quien lo
sucedió volvió a las viejas prácticas de transferir recursos a algunos grupos
poderosos y exprimir la agricultura para dar comida barata a los centros urbanos
y proveer recursos a un fisco dispendioso que sostenía una estructura
clientelar. El corsé institucional, sostienen los autores, inviabilizaba la
aplicación de las medidas que sugerían las reglas del arte y la experiencia
comparada. Por eso la tesis central del libro plantea la sinergia institucional
entre lo político y lo económico ("instituciones extractivas o
inclusivas"), clave del éxito o del fracaso en los procesos de desarrollo.
¿No estaremos condenados al populismo? Otra idea
interesante del libro citado es el rechazo al determinismo cultural. Se
menciona el ejemplo de la ciudad de Nogales, en el estado de Arizona, y su
homónima del estado de Sonora en México. Las dos ciudades vecinas, asentadas
sobre un mismo valle, tienen muy diferentes niveles de desarrollo económico y
social, pero provienen de un patrimonio cultural e incluso familiar común.
Corea del Norte y Corea del Sur también comparten denominadores culturales de
origen, pero los arreglos institucionales a los que están expuestas han determinado
resultados económicos y sociales muy distintos. Hasta las culturas semejantes
se transforman y modifican en función de las instituciones vigentes. Las
prácticas, normas y valores predominantes en un medio social son influidos y
pueden cambiar con cambios institucionales. Corea del Sur es uno de los países
más ricos del mundo, mientras Corea del Norte lucha contra las hambrunas
periódicas y la pobreza generalizada.
Las crisis recurrentes marcan límites a las
instituciones económicas extractivas que, como el populismo, consumen stocks y
redistribuyen rentas en una estructura clientelar del Estado. Son instituciones
que reprimen la innovación y la productividad, distorsionan los incentivos,
abusan del financiamiento externo o inflacionario, y frenan la inversión y el
desarrollo. Pero el límite económico del agotamiento de un arreglo
institucional extractivo no necesariamente implica su límite político.
Las elites que se sirven de las instituciones
extractivas influyen o controlan las instituciones políticas y, frente a una
nueva debacle, se ocupan de que todo cambie para que nada cambie. Entre
nosotros, populismo por derecha o populismo por izquierda, según los
antecedentes de la última recidiva. La economía se degrada y se agravan las
lacras sociales, pero la política resiste el cambio. Por eso, en la historia y
en la experiencia comparada, los puntos de inflexión institucionales empiezan
en la política. Cuando en una coyuntura crítica se aprovecha la deriva
institucional para coaligar voluntades, intereses y liderazgos que son
catalizadores de políticas inclusivas, crecen las chances de que las
instituciones económicas se transformen.
Si la democracia republicana de la alternancia y de
los consensos se impone definitivamente a la democracia plebiscitaria
personalista y delegativa, en la Argentina también tendremos más posibilidades
de cambiar la institucionalidad económica populista. Pero la batalla política
no está ganada, aunque haya algunas señales auspiciosas, como el creciente
rechazo popular -límites judiciales incluidos- a las reelecciones indefinidas;
la dinámica que empiezan a adquirir las primarias para consensuar programas,
armar listas y dirimir liderazgos; la difusión de mecanismos de boleta única y
voto electrónico en distintos distritos; la participación ciudadana
independiente en la fiscalización de los comicios, y la conformación de foros
de diálogo y consenso como el Acuerdo Democrático y el grupo de ex secretarios
de Energía.
Si prevalece la democracia de la Constitución y se
afianza el Estado de Derecho, habrá que aprovechar la inercia para avanzar en
la transformación de las instituciones económicas para recrear una moneda
estable, consolidar una estructura productiva formal que genere empleo y
promueva la productividad global, erradicar la pobreza y recuperar una
educación de calidad igualadora de oportunidades.
Nuestra historia institucional tuvo puntos de
inflexión. Después del Pacto de San Nicolás, en 1852, con el proyecto plasmado
en la Constitución del 53, bastó una generación para convertir a la Argentina
en un país de vanguardia en el mundo. La ley 1420 de 1884 (educación común,
obligatoria y gratuita), heredera de aquella saga, fue una de las instituciones
más inclusivas en el contexto internacional de su época. Fue el motor del
ascenso social argentino. Es tiempo de volver a sorprender al mundo con un
proyecto que nos una y que nos permita sobreponernos al fracaso populista.
© LA NACION.
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