La
probabilidad de que el acuerdo de Ginebra descarrille a causa de los
extremistas es muy alta.
Hasan
Rohaní , el presidente de Irán, tiene más ministros con títulos de doctorado de
universidades de Estados Unidos que los que tiene Barack Obama. Rohaní también
tiene más doctores graduados de universidades estadounidenses que los gabinetes
presidenciales de Japón, Alemania, España o Italia. Mohammad Nahavandian, por
ejemplo, es el jefe de Gabinete del presidente de Irán. Vivió en Washington
muchos años y se graduó en la Universidad de George Washington. Javad Zarif, el
ministro de Exteriores y principal negociador del reciente acuerdo nuclear
entre su país y un grupo de seis poderosas naciones, estudió en la Universidad
de San Francisco y luego en la de Denver, donde obtuvo un doctorado. Vivió
cinco años en Nueva York como embajador de su país en la ONU. El ministro de
Estado para Energía Atómica tiene un título en ingeniería nuclear del Instituto
Tecnológico de Massachusetts. Mahmud Vaezi, ministro de Comunicaciones, estudió
ingeniería eléctrica en dos universidades de California y luego siguió estudios
de doctorado en la universidad de Luisiana. También tiene un doctorado en
relaciones internacionales de la universidad de Varsovia. Muchos de sus colegas
en el Gabinete del presidente Rohaní cuentan con títulos de posgrado de
universidades de Irán y otros países. Abbas Ahmad Akhundi, ministro de
Transporte, se graduó en la universidad de Londres. El propio presidente Rohaní
tiene un título de otra universidad británica, la Glasgow Caledonian. El nuevo
Gobierno de Teherán debe ser de los más tecnocráticos del mundo.
¿Y eso
qué importa? En principio quizás no mucho. Después de todo, varios de los
doctos integrantes del actual Gabinete también participaron activamente en
gobiernos anteriores y han sido participes de políticas que han dado una
merecida mala fama a la teocracia de los ayatolás. Y no hay que olvidar que
quien manda es el líder supremo, el ayatolá Ali Jameneí. O que el contrapunto a
las prestigiosas credenciales académicas internacionales del Gabinete del
presidente Rohaní son las también muy internacionales credenciales del general
Qassem Suleimani. El general no tiene un título superior y parece que solo
terminó los estudios de secundaria en un pequeño pueblo del interior de Irán.
Pero es tremendamente respetado dentro y fuera de Irán, tanto por sus aliados y
admiradores como por sus más acérrimos enemigos. El general ha sido durante 15
años el jefe de la Fuerza Quds, una unidad especial de los Guardianes de la
Revolución que depende directamente al líder supremo. La misión oficial de este
grupo es exportar la revolución islámica y encargarse de “operaciones
extraterritoriales”. A Suleimani se le reconoce por su éxito al transformar Hezbolá
en una temible fuerza militar, en controlar la situación en Irak después de la
invasión que derrocó a Sadam Husein y hacerle la vida imposible al Ejército de
EE UU o, más recientemente, por lograr que las fuerzas leales al Gobierno sirio
recuperasen el terreno perdido frente a las fuerzas de la oposición. John
Maguire, un exagente de la CIA, le dijo al periodista Dexter Filkins que
“Sulemani es hoy el más poderoso jefe de operaciones en Oriente Próximo”.
Detrás de
esta exploración sobre los distintos actores que definen las actuaciones del
Gobierno de Teherán, está la gran pregunta de las últimas semanas, que surge
del acuerdo firmado en Ginebra por Irán y seis potencias. ¿Es este otro truco
más de los iraníes para ganar tiempo, seguir trabajando para obtener armas
nucleares y aliviar el devastador impacto de las sanciones económicas? ¿O es,
en cambio, un profundo e histórico cambio en la estrategia que ha guiado la
política exterior de Teherán por décadas? Nadie lo sabe. Nadie excepto, por
supuesto, Israel, Arabia Saudí y otros países vecinos del golfo Pérsico, y los
líderes del Partido Republicano en EE UU. Todos ellos están seguros de que el
acuerdo de Ginebra fue un error histórico que traerá consecuencias
catastróficas.
Frente a
quienes están seguros, se encuentran los escépticos, que, si bien no están
seguros de las intenciones de Irán, saben que seguir con la situación vigente
es más peligroso que buscar un cambio, con todos los peligros que conlleva.
La
probabilidad de que el acuerdo de Ginebra —llamado un “primer paso”—
descarrille a causa de los extremistas en ambos lados es muy alta, al cabo de
los seis meses que las partes se dieron de plazo para avanzar hacia un pacto
permanente de acuerdos que limiten lo que Irán puede y no puede hacer con su
programa nuclear. Pero la esperanza de que los doctores de Teherán —incluido su
presidente— puedan mantener a raya a los fundamentalistas de su lado, y de que
Barack Obama y los otros líderes que lo acompañan en esta iniciativa hagan lo
propio con sus más radicales críticos no es una postura ingenua. Una mayor
ingenuidad puede ser suponer que la peligrosa situación que se está intentado
desactivar era sostenible y más deseable. Ya veremos si los doctores de Teherán
pueden cambiar al mundo.
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