Genial, pero humano
MÉXICO.- En un libro que acaba de aparecer, Isaac &
Isaiah ( The Cover Punishment of a Cold War Heretic ),
David Caute contrasta las vidas, ideas y destinos de Isaac Deutscher e Isaiah
Berlin, dos ensayistas que en los años 50 y 60 alcanzaron gran prestigio y
tuvieron mucha influencia política en el ámbito intelectual en Europa y América
del Norte. Se parecían en muchas cosas, pero sus ideas representaban dos polos
irreconciliables: Deutscher, el marxismo revolucionario, y Berlin, la
democracia liberal.
Ambos eran judíos no creyentes, de la misma
generación, y habían tenido que huir de sus respectivos países arrojados por el
totalitarismo (el soviético en el caso de Berlin, nacido en Letonia, y el nazi
en el de Deutscher, que era polaco). Ambos terminaron exiliados en Londres y
naturalizados británicos. La única coincidencia ideológica que hubo entre
ellos, y sólo por algunos años, fue el apoyo al sionismo, al que, luego,
Deutscher atacaría con severidad, llamando a Israel un mero peón del
imperialismo norteamericano durante la Guerra Fría.
Isaiah Berlin alcanzó los más altos reconocimientos
en el ámbito académico -casi toda su vida transcurrió en Oxford y llegó a
presidir la Royal Academy y a ser nombrado sir por la Reina-
en tanto que Isaac Deutscher, aunque dictó seminarios y fue profesor invitado
en importantes universidades, fue sobre todo un periodista (en la más alta
acepción intelectual de la palabra) y un escritor independiente. Su único
intento de ser contratado por una universidad británica, la de Sussex, se
frustró, según señala David Caute, por culpa de Isaiah Berlin, y de ahí el
subtítulo un tanto tramposo del libro: "El castigo encubierto de un
herético de la Guerra Fría". Digo tramposo porque aunque hay indicios de
que la opinión hostil de Berlin contra la obra y la posición política de
Deutscher influyera en la decisión de la Universidad de Sussex de no
contratarlo, el asunto está lejos de ser claro, y, en todo caso, Berlin siempre
negó aquella acusación, incluso en dos cartas explicatorias sobre su
intervención en el asunto a la viuda del autor de las célebres biografías de
Stalin y de Trotsky.
El libro es interesante, seriamente documentado,
pero no simpático, por la antipatía que profesa Caute a Isaiah Berlin y que
asoma con frecuencia, sobre todo cuando, al paso, se empeña en subrayar sus
frivolidades, cultivar la amistad de los poderosos y de los millonarios, y
mostrarse a veces algo fatuo y soberbio con la gente. Y, también, algo mucho
más grave, dando a entender de manera subrepticia que algunas de las mayores
aportaciones de Berlin a la cultura de la libertad, como su teoría sobre la
libertad "negativa" y la "positiva", su división entre los
intelectuales "erizos" y "zorros" y la clara demarcación
entre un liberal y un conservador, no fueron ni originales ni importantes. La
verdad es otra: Berlin es uno de los más importantes pensadores políticos de
nuestro tiempo y uno de los pocos cuya obra deslinda con perfecta y sistemática
coherencia el liberalismo recortado y sectario de quienes lo entienden como una
exclusiva doctrina económica de defensa del mercado, de quienes, como él mismo,
ven en él una doctrina en la que la tolerancia, la coexistencia política, los
derechos humanos, el espíritu crítico, la cultura y la fiscalización del poder
son tan importantes como la propiedad privada y la economía de mercado para
estimular el progreso social.
Berlin y Deutscher sólo se vieron dos veces en la
vida y nunca polemizaron directamente, aunque, tal como sostiene Caute, las
cosas que defendían y criticaban eran casi siempre incompatibles y, al mismo
tiempo, de una gran solidez intelectual y una equivalente elegancia expositiva.
Con los años que han corrido y las cosas que en ellos han pasado, hoy sabemos
que ese debate lo ganó Isaiah Berlin en toda la línea, como lo demuestra la
desaparición de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo autoritario.
Ahora bien, que todas las profecías y anhelos
políticos de Deutscher se frustraran, no quita el menor valor a buena parte de
su obra ni resta méritos al coraje y a la honestidad con que defendió siempre
sus ideas. Él fue un marxista antitotalitario; esa rareza fue la razón por la
que el Partido Comunista polaco lo expulsó de sus filas y la causa de que se
convirtiera en la bestia negra de los estalinistas de la URSS y del Occidente.
Él nunca negó los terribles crímenes que se cometieron bajo Stalin y los libros
y ensayos que dedicó a éste y a Trotsky los documentan con rigor. Pero siempre
estuvo convencido de que, pese a todo eso, el comunismo se reformaría a la
corta o a la larga de sus taras, y que, retornando a las fuentes primigenias
del marxismo, establecería sociedades más justas, más humanas, más decentes,
que el capitalismo cuyo éxito exigía la explotación de los más por los menos y
era constitutivamente injusto y condenado por eso, tarde o temprano, a
extinguirse. La famosa reforma interna de la URSS que tanto esperó Deutscher
nunca se hizo realidad y, al final, fue el comunismo el que dejó de existir,
por lo menos como una alternativa tangible a las democracias liberales.
Pero en su condena del colonialismo, de la
corrupción y los abusos que el poder económico podía llegar a cometer en los
países capitalistas, en la necesidad de no cifrar el progreso exclusivamente en
el crecimiento económico, en dotar a la democracia de un contenido creativo y
constantemente renovado por un ideal de justicia y solidaridad con los pobres,
los discriminados, los marginados, las ideas de Deutscher tienen perdurable
vigencia. Y es verdad, también, como dice Caute, que su vida fue un modelo de
coherencia, lo que le exigió sacrificios enormes. Pero también se equivocó
muchas veces, como cuando creyó ver, en el movimiento contra la guerra de
Vietnam en los Estados Unidos, la gestación de un socialismo que uniría a los
estudiantes y a los obreros norteamericanos en una revolución contra el
capitalismo.
¿Por qué profesó siempre Isaiah Berlin esa
antipatía tan profunda a Deutscher que lo lleva a veces, en su correspondencia,
a usar contra él términos que eran insólitos en su lenguaje, como
"repelente" y "despreciable »? Ciertamente, no era por la diferencia
de ideas que los separaba. Berlin dedicó más tiempo a tratar de entender a los
enemigos de la libertad que a sus valedores, y dedicó ensayos escrupulosamente
honestos a Marx, a Comte, a Herder, a Hobbes, a Sorel, y a muchos más de esta
corriente, de modo que la razón de la antipatía no era ideológica. Ni tampoco
personal, pues apenas se vieron en dos ocasiones. David Caute da a entender que
la razón podría ser una reseña negativa que publicó Deutscher contra el ensayo
de Berlin sobre "la inevitabilidad histórica", pero parece un
episodio demasiado pequeño para merecer tanto odio personal.
No menos sorprendente es el desprecio que Berlin
sintió siempre por Hannah Arendt, una amante de la libertad no menos
comprometida que él en la lucha contra el comunismo y el fascismo (que conoció
en carne propia, pues fue torturada durante nueve días y nueve noches por la
Gestapo antes de poder huir de Alemania), y cuya obra casi entera está dedicada
a estudiar las raíces del totalitarismo, sus orígenes culturales e históricos,
y las iniquidades que ha causado. En sus cartas, Berlin habla de ella de manera
profundamente despectiva, negándole competencia filosófica y acusándola -muy
injustamente- de escribir mamotretos incomprensibles.
Quizá no haya respuestas para estas preguntas. O tal
vez sí las haya, pero sean poco satisfactorias por su generalidad. Los grandes
hombres -e Isaiah Berlin sí que lo fue- son también seres humanos, no
superhombres, y, por lo mismo, sujetos a las pequeñeces y miserias que, por
ejemplo, nos desmoralizan cuando escarbamos en la vida íntima de un Picasso o
de un Victor Hugo, o de cualquier otra genialidad. Eran grandes cuando
escribían, componían, filosofaban o pintaban; pero en lo demás estaban hechos
del mismo barro que nosotros, el resto de los pobres mortales.
© LA NACION.
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