Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

domingo, 18 de mayo de 2014

Clinton prepara su gran momento



La exjefa de la diplomacia de EE UU, arropada por su marido e hija, entra por primera vez en meses en la pelea política tras los ataques republicanos.



MARC BASSETS Washington 



Hillary Clinton lo habla con pocas personas. Con Bill, su marido, con Chelsea, su hija, y con pocas más. Entre amigos y conocidos, es casi un tabú. Aquello en lo que todos piensan pero que pocos se atreven a preguntar.
“Es muy discreta con esto. Es algo entre ella, su marido y su hija”, decía hace unos días, en Washington, la periodista y empresaria Tina Brown.
Brown acababa de participar con ella en una entrega de premios a proyectos para la infancia en la sede del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El discurso de la ex primera dama, ex senadora y ex secretaria de Estado estuvo dedicado a la educación infantil. Ni una palabra de política. Ni una palabra de lo que todos los asistentes tenían en mente: que allí, en aquel escenario, se encontraba la persona que en menos de tres años puede convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos.
Cuando acabó el acto, Clinton desapareció en seguida. En un corrillo del cóctel posterior, Brown explicó que ella no sabía nada, que los Clinton no abrían la boca sobre el tema, pero que no dudaba de que Hillary Clinton —derrotada por al actual presidente, Barack Obama, en las primarias demócratas de 2008— sería candidata a la Casa Blanca en las elecciones de 2016.
  ¿Se presentará?
—Ya se ha presentado, sonrió Brown.

Todo indica que será la candidata del Partido Demócrata en las presidenciales

Es decir, aunque oficialmente no se haya presentado, todas sus palabras y gestos —incluso aquel anodino discurso en la sede del BID— indican que ella será la candidata del Partido Demócrata para relevar al primer presidente negro de EE UU. Ella ya está en campaña. Siempre lo está.
La respuesta de Brown no es insólita. Otras personas que la conocen coinciden.
Desde California, habla Chris Lehane, pieza clave en las batallas que Bill y Hillary libraron en los años noventa del pasado siglo contra lo que la entonces primera dama llamó la “vasta conspiración de la extrema derecha”. Aquella era una Casa Blanca asediada por los escándalos y con un dramatismo que, en los tiempos de la disciplinada Casa Blanca de Obama, provoca nostalgia.
“¿Está haciendo todo lo que tú harías si estuvieses presentándote a la presidencia? Sin duda”, dice Lehane.
Desde Pakistán, lo corrobora Kim Ghattas, autora del libro The Secretary (La secretaria), una crónica personal sobre su etapa como secretaria de Estado de la Administración Obama:
“A menos que ocurra algo imprevisto, estoy bastante segura de que se presentará. Diría que hay un 80% de posibilidades de que lo haga”, dice Ghattas, corresponsal de la BBC para el Departamento de Estado. Ghattas entrevistó 15 veces a Clinton en sus años de secretaria de Estado, entre 2009 y 2012.
Puede parecer precipitado contemplar una candidatura presidencial cuando, primero, deben celebrarse las elecciones legislativas, en noviembre, y cuando queda más de un año medio para que arranque el proceso de primarias que decidirá el candidato de cada partido a la Casa Blanca en 2016. Antes de las presidenciales de 2008 Clinton, como ahora, era la candidata inevitable y el novato Obama la derrotó. Pero en la actualidad, con el Congreso paralizado por la polarización entre demócratas y republicanos, las posibilidades de una segunda presidencia Clinton monopolizan la atención de periodistas y políticos en EE UU.
Hillary Clinton publicará en junio un libro que la llevará de gira por todo EE UU (en 2006 la gira de presentación del libro La audacia de la esperanza fue, para Obama, un anticipo de lo que sería su campaña triunfal). Amigos y seguidores han puesto en marcha grupos para recaudar fondos y responder a los ataques de la derecha. The Washington Post ha proclamado esta semana en portada que Bill y Hillary “han entrado en el combate partidista”. Bienvenidos.

En su etapa como secretaria de Estado definitivamente dejó de ser 'la mujer de'

Los Clinton han empezado a replicar a los ataques de la derecha, que se han redoblado en los últimos días. “Esto no ha hecho más que empezar”, vaticinó Bill.
La Cámara de Representantes, en manos del Partido Republicano, ha creado un comité para investigar el ataque en Bengasi (Libia), en septiembre de 2012, en el que murió el embajador de EE UU, Chris Stevens. Clinton era entonces secretaria de Estado y responsable de la protección de los diplomáticos norteamericanos en el extranjero y de la respuesta oficial al atentado, que en los primeros días fue confusa.
Karl Rove, cerebro de la Casa Blanca del republicano George W. Bush, ha insinuado que Hillary Clinton esconde algo, que el golpe que sufrió en la cabeza en 2012 le ha dejado secuelas. Rove ha puesto en circulación dos cuestiones delicadas: su salud y edad —tendrá 69 años en el momento de las elecciones— y la tendencia, durante la presidencia de su marido, al secretismo y a la manipulación.
“El plan de los republicanos es el regreso al futuro”, se queja Lehane en alusión a la película de los años ochenta. “No tienen nada que ofrecer para el futuro. Ninguna visión, ninguna idea. Lo único que se les ocurre es reciclar ataques de los noventa”.
Algunos sondeos registran una caída de los niveles de apoyo popular, elevados durante su etapa de secretaria de Estado, un cargo que suele ser inmune a la pelea partidista. La incógnita es si el paso por el Departamento de Estado la ha cambiado.
“La cambió porque le permitió apartarse de la politiquería, alejarse de los focos de los medios de comunicación nacional de EE UU y rodearse de periodistas centrados en los detalles más técnicos de la política exterior”, dice Ghattas. Hillary Clinton adoptó una actitud más relajada, cálida y amable. El cambio le ayudó a “restaurar” su imagen, dañada tras la dura campaña contra Obama en 2008.
Pese a los escasos logros tangibles, Clinton realzó en el Departamento de Estado la imagen de estadista como representante de EE UU en el mundo y adquirió un conocimiento profundo sobre qué representa su país en el mundo. También dejó definitivamente de ser la mujer de.
Bill y Chelsea quieren que sea candidata, cree Tina Brown. “Si no se presenta”, añade, “será un desastre para América y para los demócratas”. 

El regreso del viejo PRI


 
La pregunta de 2012 fue cual PRI volvía, si era el que en el año 2000 transfirió el poder a otro partido en un país democratizado, o si era el anterior.



Era el partido de la revolución institucionalizada, capaz de convertir cada elección en un plebiscito por su monopolio del poder. “Sufragio efectivo, no reelección”, era el lema. El presidente no tenía reelección, pero el final de su sexenio lo convocaba al ritual más solemne: la designación del nuevo candidato, el dedazo. Era una regla de sucesión, una ceremonia que servía para ratificar a la familia revolucionaria. La legitimidad no provenía del voto, este solo la confirmaba a posteriori.
Así la victoria estaba asegurada de antemano. Si había fraude, no era para ganar. Era para que una abrumadora mayoría recreara la mística revolucionaria una vez cada seis años. Había otros partidos que competían, pero nunca al punto de amenazar la hegemonía del PRI. Y había tolerancia a las críticas de la prensa y de los intelectuales, hasta tanto la cooptación del oficialismo los callara, o por lo menos le bajara el volumen a sus voces. Era ese autoritarismo civil y benigno basado en el sutil arreglo de un presidencialismo ilimitado, pero con fecha de expiración, y un clientelismo profundo en todo el territorio.
La máquina dejó de funcionar en los ochenta. La caída del precio del petróleo, la crisis de la deuda y las divisiones dentro del aparato partidario desgastaron su capacidad de gobernar. La elección de 1988 no fue la acostumbrada confirmación de la legitimidad revolucionaria. Una escisión de centro-izquierda del propio PRI—Corriente Democrática, luego PRD—compitió de igual a igual y, según las crónicas de la época, ganó. Esta vez el fraude no fue por la desmedida codicia del partido sino que fue necesario para llegar a Los Pinos. Salinas asumió la presidencia con media cámara de diputados vacía: la legitimidad por el piso, los ritos revolucionarios ultrajados, el poder presidencial diluido antes de comenzar.
Salinas no era parte de la vieja nomenclatura partidaria sino de una nueva tecnocracia con vínculos con el sector privado. La profundización de esos vínculos y una nueva estrategia clientelar fueron los instrumentos para la recuperación del poder presidencial. Privatización y Pronasol (el programa de alivio a la pobreza): corrupción arriba, a cambio de contribuciones monetarias para el partido, y patronazgo abajo, a cambio de una férrea obediencia. Así se construyó el salinismo. Sirvió para extenderle la vida al PRI luego de la debacle de 1988, cuando el certificado de defunción ya había sido escrito, pero a un alto precio. Las divisiones partidarias se multiplicaron. El aparato sindical no confiaba en Salinas desde el arresto de La Quina, líder sindical petrolero nada menos. Los caciques regionales no le perdonarían que los recursos de la maquinaria asistencialista estuvieran centralizados en la presidencia, sin pasar por sus manos. Y las fortunas tradicionales no ocultaron su desprecio por la nueva plutocracia forjada desde la presidencia y a la velocidad del sonido.
Todos estos conflictos se expresarían con brutal nitidez en el asesinato de Colosio en 1994, secretario de desarrollo social a cargo del programa de solidaridad y escogido candidato por Salinas. Sin precedentes e inimaginable, un segundo dedazo fue necesario. Le tocó a Zedillo, secretario de Programación y Presupuesto, quien ganó en agosto. Tal cual le había ocurrido a otros, Zedillo también se encontró con una crisis macroeconómica a comienzo de sexenio. La devaluación y la insolvencia de los bancos, concentrados y mal regulados, consumió la friolera de 15 puntos del producto para ser rescatados durante su gobierno.
Pero Zedillo también tuvo la lucidez de darse cuenta que el sistema político estaba quebrado y solo tenía una solución posible: la democratización en serio. A eso se abocó, construyendo un sistema electoral transparente y eficiente. Su “traición”, según los viejos apparatchiks, le permitió al PAN ganar la elección de 2000 y la supuesta indispensabilidad del PRI llegó a su fin. Otro partido ejerció el poder, y no ocurrió ninguna de las calamidades vaticinadas por el mito que solo el PRI podía gobernar México.
La calamidad que sí ocurrió, sin embargo, fue que durante los doce años del PAN el país se volvió más violento y más fragmentado, con el poder político y los organismos de seguridad permeados por el crimen organizado, especialmente a nivel subnacional. Doce años y setenta mil muertos más tarde, el PRI volvió al poder en diciembre de 2012. La pregunta de entonces fue cual PRI volvía, si era el que en el año 2000 le entregó el mando a otro partido en un país democrático, o el anterior.
Pero con Peña Nieto también volvió el salinismo, constituido ahora en un grupo político autónomo, enraizado en los grandes negocios y con poder transversal, es decir, en diferentes partidos simultáneamente. La receta de gobierno es casi idéntica a la de 1988: algún gesto altisonante—el arresto de Elba Gordillo, poderosa líder del sindicato de maestros—espectaculares decisiones económicas—la apertura del petróleo a la inversión privada—y la iniciativa política constante—el pacto, que no termina de dilucidarse y del cual se sospecha solo otorgará beneficios electorales al partido oficialista.
Todo esto para reconstruir el poder presidencial y en medio de una crisis profunda de los partidos de oposición; el PRD en lo que parece ser una división interminable y el PAN, luego de colapsar en su desempeño electoral, en una crisis de liderazgo que no acaba de resolverse. Y esto es grave, porque el debilitamiento de la oposición nunca es bueno para la salud de un sistema democrático, pero mucho menos lo es cuando el partido que gobierna es el PRI, con sus instintos autoritarios y su cultura de la perpetuación.
La pregunta de 2012 comienza a tener respuesta: es el viejo PRI el que está de regreso. El problema es que el viejo México le ha dado lugar a uno nuevo, violento, fragmentado por la criminalidad, sin presencia estatal en vastas áreas de su territorio y con un nuevo actor en el escenario, un narcotráfico con profunda capilaridad. El partido hegemónico de entonces combinado con la violencia de hoy resultará en un autoritarismo cada vez menos civil y mucho menos benigno que el original. Si Peña Nieto ha venido a salvar a México, como aseguró la revista Time, evitar esa combinación debería ser el centro de su plan de salvataje. No está claro que así lo vea él.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.