La pregunta de 2012 fue cual PRI volvía, si era el que en el año 2000 transfirió el poder a otro partido en un país democratizado, o si era el anterior.
Era el partido de la revolución institucionalizada, capaz de convertir
cada elección en un plebiscito por su monopolio del poder. “Sufragio efectivo,
no reelección”, era el lema. El presidente no tenía reelección, pero el final
de su sexenio lo convocaba al ritual más solemne: la designación del nuevo
candidato, el dedazo. Era una regla de sucesión, una ceremonia que servía para
ratificar a la familia revolucionaria. La legitimidad no provenía del voto,
este solo la confirmaba a posteriori.
Así la victoria estaba asegurada de antemano. Si había fraude, no era
para ganar. Era para que una abrumadora mayoría recreara la mística
revolucionaria una vez cada seis años. Había otros partidos que competían, pero
nunca al punto de amenazar la hegemonía del PRI. Y había tolerancia a las
críticas de la prensa y de los intelectuales, hasta tanto la cooptación del
oficialismo los callara, o por lo menos le bajara el volumen a sus voces. Era
ese autoritarismo civil y benigno basado en el sutil arreglo de un
presidencialismo ilimitado, pero con fecha de expiración, y un clientelismo
profundo en todo el territorio.
La máquina dejó de funcionar en los ochenta. La caída del precio del
petróleo, la crisis de la deuda y las divisiones dentro del aparato partidario
desgastaron su capacidad de gobernar. La elección de 1988 no fue la
acostumbrada confirmación de la legitimidad revolucionaria. Una escisión de
centro-izquierda del propio PRI—Corriente Democrática, luego PRD—compitió de
igual a igual y, según las crónicas de la época, ganó. Esta vez el fraude no
fue por la desmedida codicia del partido sino que fue necesario para llegar a
Los Pinos. Salinas asumió la presidencia con media cámara de diputados vacía:
la legitimidad por el piso, los ritos revolucionarios ultrajados, el poder presidencial
diluido antes de comenzar.
Salinas no era parte de la vieja nomenclatura partidaria sino de una
nueva tecnocracia con vínculos con el sector privado. La profundización de esos
vínculos y una nueva estrategia clientelar fueron los instrumentos para la
recuperación del poder presidencial. Privatización y Pronasol (el programa de
alivio a la pobreza): corrupción arriba, a cambio de contribuciones monetarias
para el partido, y patronazgo abajo, a cambio de una férrea obediencia. Así se
construyó el salinismo. Sirvió para extenderle la vida al PRI luego de la
debacle de 1988, cuando el certificado de defunción ya había sido escrito, pero
a un alto precio. Las divisiones partidarias se multiplicaron. El aparato
sindical no confiaba en Salinas desde el arresto de La Quina, líder sindical
petrolero nada menos. Los caciques regionales no le perdonarían que los
recursos de la maquinaria asistencialista estuvieran centralizados en la
presidencia, sin pasar por sus manos. Y las fortunas tradicionales no ocultaron
su desprecio por la nueva plutocracia forjada desde la presidencia y a la
velocidad del sonido.
Todos estos conflictos se expresarían con brutal nitidez en el asesinato
de Colosio en 1994, secretario de desarrollo social a cargo del programa de
solidaridad y escogido candidato por Salinas. Sin precedentes e inimaginable,
un segundo dedazo fue necesario. Le tocó a Zedillo, secretario de Programación
y Presupuesto, quien ganó en agosto. Tal cual le había ocurrido a otros,
Zedillo también se encontró con una crisis macroeconómica a comienzo de
sexenio. La devaluación y la insolvencia de los bancos, concentrados y mal
regulados, consumió la friolera de 15 puntos del producto para ser rescatados
durante su gobierno.
Pero Zedillo también tuvo la lucidez de darse cuenta que el sistema
político estaba quebrado y solo tenía una solución posible: la democratización
en serio. A eso se abocó, construyendo un sistema electoral transparente y
eficiente. Su “traición”, según los viejos apparatchiks, le permitió al
PAN ganar la elección de 2000 y la supuesta indispensabilidad del PRI llegó a
su fin. Otro partido ejerció el poder, y no ocurrió ninguna de las calamidades
vaticinadas por el mito que solo el PRI podía gobernar México.
La calamidad que sí ocurrió, sin embargo, fue que durante los doce años
del PAN el país se volvió más violento y más fragmentado, con el poder político
y los organismos de seguridad permeados por el crimen organizado, especialmente
a nivel subnacional. Doce años y setenta mil muertos más tarde, el PRI volvió
al poder en diciembre de 2012. La pregunta de entonces fue cual PRI volvía, si
era el que en el año 2000 le entregó el mando a otro partido en un país
democrático, o el anterior.
Pero con Peña Nieto también volvió el salinismo, constituido ahora en un
grupo político autónomo, enraizado en los grandes negocios y con poder
transversal, es decir, en diferentes partidos simultáneamente. La receta de
gobierno es casi idéntica a la de 1988: algún gesto altisonante—el arresto de Elba
Gordillo, poderosa líder del sindicato de maestros—espectaculares decisiones
económicas—la apertura del petróleo a la inversión privada—y la iniciativa
política constante—el pacto, que no termina de dilucidarse y del cual se
sospecha solo otorgará beneficios electorales al partido oficialista.
Todo esto para reconstruir el poder presidencial y en medio de una
crisis profunda de los partidos de oposición; el PRD en lo que parece ser una
división interminable y el PAN, luego de colapsar en su desempeño electoral, en
una crisis de liderazgo que no acaba de resolverse. Y esto es grave, porque el
debilitamiento de la oposición nunca es bueno para la salud de un sistema
democrático, pero mucho menos lo es cuando el partido que gobierna es el PRI,
con sus instintos autoritarios y su cultura de la perpetuación.
La pregunta de 2012 comienza a tener respuesta: es el viejo PRI el que
está de regreso. El problema es que el viejo México le ha dado lugar a uno
nuevo, violento, fragmentado por la criminalidad, sin presencia estatal en
vastas áreas de su territorio y con un nuevo actor en el escenario, un
narcotráfico con profunda capilaridad. El partido hegemónico de entonces
combinado con la violencia de hoy resultará en un autoritarismo cada vez menos
civil y mucho menos benigno que el original. Si Peña Nieto ha venido a salvar a
México, como aseguró la revista Time, evitar esa combinación
debería ser el centro de su plan de salvataje. No está claro que así lo vea él.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.
No hay comentarios:
Publicar un comentario