Majestuoso testimonio de un poder agostado
domingo, 6 de noviembre de 2016
El cisma que creó Trump
Si gana el candidato
republicano, habrá un riesgo mayor para la democracia, porque intentará
convertirse en el primer dictador de la historia estadounidense. El daño a la
nación ya está hecho: un cisma político y social tan grave como el de la Guerra
Civil.
ENRIQUE
KRAUZE/el país
EVA VÁZQUEZ
Gane quien gane, el daño está hecho, y es inmenso. Nunca, en 240 años de
continuidad, la democracia estadounidense corrió un riesgo semejante. La Guerra
Civil de 1861 a 1865 tuvo un saldo de casi 800.000 muertos, pero su origen no
fue un conflicto en torno a la democracia sino al pacto federal, desgarrado
entre dos bandos irreconciliables por el tema de la esclavitud. La crisis
actual dejará un cisma no menos grave: un cisma político, social, étnico,
cultural y a fin de cuentas moral, que solo el tiempo, los cambios
demográficos, el relevo de las generaciones y una sabiduría política suprema
podrán, quizá, reparar.
Las teorías de cómo pudo llegar Estados Unidos a este extremo llenarán
bibliotecas. Se argumentarán causas económicas, efectos perversos de la
globalización, irrupción de zonas profundas e irracionales en el pueblo
estadounidense (racismo, xenofobia, “supremacismo” blanco, aislacionismo),
rechazo de los políticos y hartazgo de la política. Todas son válidas, pero
ninguna se equipara al efecto letal que tiene en un pueblo —efecto comprobado
una y otra vez en la historia— de abrir paso a un demagogo.
Todos los demagogos que aspiran al poder o lo alcanzan son iguales, aunque
sus filiaciones ideológicas sean distintas y aun opuestas. Como su raíz lo
indica, irrumpen en la escena pública a través de la palabra que halaga al
pueblo. En nuestro tiempo, el medio específico es la televisión, que convirtió
a Trump en una “celebridad” mucho antes de que soñara con contender para la
Casa Blanca. Una vez posicionado, el demagogo (primero en creer en su
advocación) esparce su venenoso mensaje que invariablemente comienza por
dividir al pueblo entre los buenos (que lo siguen) y los malos (que lo
critican). Más ampliamente, los malos son “los otros”. En el caso de Trump, los
mexicanos (violadores, asesinos), los afroamericanos, los musulmanes, los
discapacitados, los que no nacieron en Estados Unidos (sobre todo si tienen la
piel oscura) y las mujeres, esa mitad del electorado que ha dicho “respetar
como nadie” pero que en realidad desprecia como nadie.
A partir de ese daltonismo político y moral, todo demagogo recurre a la
teoría conspiratoria: “Detrás” de los hechos, en la penumbra, trabajan los
poderes que urden la aniquilación de los buenos y la entronización de los
malos. Para “probar” su teoría no es necesaria ninguna evidencia. Más aún, las
evidencias estorban. Para los adeptos, proclives a creerle todo, sus
elucubraciones son dogmas, artículos de fe. Y así se va abriendo paso una
mentalidad no solo ajena sino opuesta a la razón, la demostración empírica, la
verdad objetiva.
Para el demagogo la verdad es algo que se siente, se intuye, se decreta, se
revela, no algo que se busca, demuestra, refuta o verifica. Lo que importa es
el discurso de la emoción, de la pasión, que con facilidad deriva en la insidia,
el insulto, la descalificación, la violenta condena de quien piensa distinto.
Analizando la cuenta de Twitter de Trump, The New York Times compiló
6.000 insultos, todo un récord de excrecencia.
El sustrato psicológico habitual del demagogo es triple: megalomanía,
paranoia y narcisismo. Tres palabras significativas (o sus equivalentes) no
faltaron nunca en las histéricas concentraciones de Trump: “Grande” (big, bigly, great, huge);“enemigos” acechantes (China, México, el islam)
y, por supuesto, la palabra clave: YO (o su hipócrita sinónimo: NOSOTROS). De
la combinación de las tres el demagogo arma su monótono mensaje: solo YO os
haré grandes y enfrentaré a los enemigos, solo YO sé cómo instaurar un orden
nuevo y grandioso sobre las ruinas que los enemigos dejaron. La historia
comienza o recomienza conmigo. El borrón y cuenta nueva es otro rasgo
distintivo del demagogo.
Lo que sigue siempre, en el camino del demagogo, es el asalto a las
instituciones republicanas y democráticas. Trump no respetó (y seguramente no
respetará, gane o pierda) una sola: fustigó a la prensa supuestamente “vendida”
a las élites, sugirió que tomaría acciones contra los medios que lo han
criticado, expresó de mil formas su desprecio por el sistema judicial:
encarcelaría a Hillary, alentaría la práctica de la tortura, forzaría la
elección de una persona conservadora para llenar el puesto vacante en la
Suprema Corte, lo cual provocaría un retroceso de décadas para toda la
legislación liberal (incluida en primer término la reforma migratoria).
El presidente Trump (y aún no creo que he escrito
estas tres palabras) daría la mayor latitud posible al poder ejecutivo:
destruiría probablemente o minaría a la OTAN, desquiciaría el orden mundial,
acosaría dramáticamente a México (su chivo expiatorio). En el frente interno,
intentaría gobernar al margen del Congreso y convertir su presidencia en un interminable reality show, un
litigio en el que él, y solo él, al final, gana. El Grand Old Party, el
antiguo gran partido, ha sido otra institución arrasada por ignorar las
enseñanzas de los Founding Fatherssobre el riesgo de
las tiranías. No se repondrá fácilmente de haberse convertido en un indigno
títere de Trump. Pero quizá la institución más lastimada sea la propia
democracia cuyo mecanismo esencial, el sufragio confiable, Trump —en un acto
sin precedentes— ha puesto en entredicho, y cuya premisa fundamental —la
convivencia cívica, el respeto elemental hacia el otro y lo otro— ha pisoteado.
El daño está hecho, el cisma es profundo, pero en el caso de que gane
Hillary la democracia resistirá con menor dificultad. A Trump lo habrá vencido
su soberbia, su pasado borrascoso, su actitud irredimible, todas las facetas de
su execrable persona, expuestas por dos protagonistas colectivos que habrán
salvado el honor de esa confundida nación: la prensa escrita (sobre todo The New York Times y The Washington Post) y las
mujeres que lo han denunciado. El instinto natural de libertad, aunado a la
experiencia histórica, permitiría en este caso abrigar esperanzas en una
recuperación progresiva de una vida cívica normal que abra paso a nuevos
liderazgos en ambos partidos y dé inicio a un proceso de honda retrospección
nacional que permita vislumbrar un futuro digno del sueño americano.
¿Y si gana Trump? Entonces Estados Unidos estará —como ellos mismos dicen,
utilizando una frase extraída del béisbol— frente a “un juego totalmente
nuevo”. El riesgo de supervivencia democrática será mucho mayor porque Trump
intentará ser, con toda probabilidad, el primer dictador de la historia
estadounidense. Un país dividido reeditará, con menos violencia pero con igual
encono, el momento más oscuro de su historia, el cuatrienio terrible de la
Guerra Civil.
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras
libres.
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