Rohaní ha buscado
el consenso desde el inicio y ha sido claro en sus objetivos.
ÁNGELES
ESPINOSA/ EL PAÍS
La llegada de Hasan Rohaní a la
presidencia de Irán en el verano de 2013 supuso un alivio para los iraníes y
para el mundo. Después de los ocho años de represión interna y provocaciones a
la comunidad internacional de Mahmud Adhmadineyad, su predecesor, Rohaní inició
su mandato diciendo: “Mi Gobierno va a hacer todo lo posible para fomentar la confianza entre Irán y el resto de los países
del mundo”. Durante la media hora que duró su discurso ante el
Parlamento no pronunció ni una sola vez la palabra “nuclear”, pero todo el
mundo entendió de qué estaba hablando.
Aún no se sabía que diplomáticos
iraníes y estadounidenses se estabanreuniendo en secreto en Omán para tantear
una salida al conflicto nuclear. Todos los esfuerzos europeos realizados desde
que se descubrió el programa atómico secreto de Irán en 2002 habían terminado
en un callejón sin salida. Irán tenía claro que sin la participación directa de
EE. UU. no se iba a ninguna parte y en Washington, el presidente Barack Obama
necesitaba un éxito en política exterior
Rohaní no fue el artífice de las
negociaciones, pero su apuesta clara y decidida por el diálogo ha sido clave en
que se esté más cerca que nunca de alcanzar un acuerdo con el que poner fin a
la la marginación internacional de Irán. Su éxito electoral, ante la competencia de
candidatos presuntamente más cercanos al líder supremo, Ali Jamenei, causó
tanta sorpresa dentro como fuera del país. Pero a pesar de su sonrisa y su
lenguaje moderado, el clérigo que usó la llave como signo de su campaña era y
es un hombre del sistema.
La simplificación a la que con
frecuencia recurrimos los medios ha proyectado una imagen sin matices de Irán
como una autocracia unipersonal en la que, desde 1989, el ayatolá Jamenei
concentra todo el poder. Es cierto que tiene la última palabra en los asuntos
de seguridad nacional y política exterior, pero también que no decide aislado
en una burbuja. Personalmente, Jamenei tal vez recele tanto de EE. UU. y
Occidente como aseguran sus críticos, pero su objetivo es preservar el sistema
islámico y eso requiere escuchar a las distintas voces que lo integran y actuar
con pragmatismo.
En Rohaní, el líder ha tenido el
mejor aliado para esta empresa. Antiguo jefe del equipo negociador durante
mandato del reformista Jatamí, el presidente ha utilizado su moderación para
atraerse el apoyo de muchos desencantados reformistas y sabido evitar las
trampas que le han tendido los ultraconservadores recelosos de cualquier
cambio. Desde el principio ha buscado el consenso y ha sido claro con sus
objetivos.
También ha ayudado que haya elegido a
sus ministros en función de criterios de mérito muy alejados del amiguismo
anterior, en especial en el caso de su ministro de Exteriores, Mohammad Javad
Zarif a quien encomendó la dirección de las negociaciones nucleares, que hasta
entonces recaía en el secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional.
También ha roto con el tabú que veía con sospecha a los educados en Occidente
y, según destacaba recientemente The Economist, su Gobierno tiene más miembros con doctorados en universidades
estadounidenses que los de España, Italia, Francia, Alemania, Japón y Rusia
juntos.
No es una anécdota. Los responsables
conocen los usos internacionales y acuden a las reuniones a negociar, en lugar
de a soltar discursos ideológicos como, de acuerdo con el relato de
diplomáticos europeos, solía ser el caso con sus predecesores. Pero se trata
sobre todo una cuestión de voluntad política. Rohaní ha tenido muy clara su
apuesta y también los límites en los que se movía.
Cuando en su primera conferencia de prensa, un
periodista le preguntó si contemplaba reanudar relaciones con EE. UU.,
interrumpidas desde 1980 y el gran tabú de la República Islámica, enumeró tres condiciones: que se comprometiera
a no interferir en los asuntos internos de Irán; reconociera todos los derechos
de la nación iraní, incluido el derecho a tener un programa nuclear, y pusiera
fin “a sus políticas unilaterales y de acoso”. No había nada nuevo en su
respuesta, pero cambiaba el tono y el contexto. Para entonces, Teherán ya
buscaba una salida al embrollo nuclear que le permitiera no perder la cara.