Obama, ante un
dilema desgarrador en el que se juega su lugar en la historia.
ANTONIO
CAÑO Washington
Obama comparece en presencia de su vicepresidente Biden / AFP
En las horas más críticas
de su presidencia, cuando ha decidido lanzar un ataque en
la región más explosiva del mundo, Barack Obama se juega su lugar en la
historia como el incompetente que condujo a su país a otra guerra innecesaria o
como el líder firme que se plantó ante la actuación salvaje de un tirano.
Tendrá primero que convencer a un Congreso hostil y una opinión pública
escéptica. Pero, frente a aquellos que este sábado se manifestaban en las
puertas de la Casa Blanca con pancartas para que EE UU no ponga sus manos en
Siria, el presidente que ganó las elecciones con la promesa de paz tiene ahora
que defender la necesidad de la guerra.
Obama se ha visto
ante la responsabilidad de acatar el veredicto de silencio de la ONU y quedarse
quieto o actuar fuera de la única legalidad internacional que se conoce. El
dilema es desgarrador. Como decía el viernes el secretario de Estado, John
Kerry, al presentar las pruebas que, según él, vinculan al régimen de Bachar el
Asad con el ataque químico, “todo el mundo advierte de los peligros de una
intervención, pero ¿alguien ha pensado en el peligro de no hacer nada?”.
Un ataque a Siria, pese a que Obama ha prometido que será de carácter
“limitado”, es decir, corto y sobre objetivos muy concretos, engendra un alto
riesgo de propagación del conflicto en la zona y en la propia Siria, con la
posibilidad de que EE UU se vea obligado a otros y más prolongados ataques en
una espiral infernal.
Pero no hacer nada supone, desde la perspectiva de Washington, no sólo sancionar el uso de armas químicas
en Siria, sino enviar a Irán, Corea del Norte o cualquier otro país
que quiera escucharlo el mensaje de que no existen límites en el grado de
crueldad que el mundo está dispuesto a soportar de forma impasible. Es cierto
que ya han muerto más de 100.000 personas desde que la guerra civil en Siria
estalló hace más de dos años, y que un millar más de cadáveres, por mucho que
las armas con las que murieron fueran químicas, no parece cambiar mucho el
balance de la tragedia. Pero Obama lo ha planteado como una cuestión de
límites. EE UU no puede intervenir en todos los conflictos ni impedir todas las
catástrofes humanas, pero el uso de armas de destrucción masiva constituye una
línea roja que el propio Obama marcó en su día y que El Asad han traspasado
groseramente ahora, según los datos que exhibe la Administración.
Este momento es particularmente angustioso para Obama, que construyó su
leyenda sobre las cenizas de un predecesor arrogante y belicista. También es
especialmente desconcertante para el resto del mundo ver al frente de esta
nueva aventura militar al hombre en quien se creyó para construir la paz.
El propio Obama admitió el viernes que “mucha gente, entre la que me
encuentro, está harta de guerra”, teniendo en cuenta las experiencias de Afganistán y de Irak. Pero añadió que también “hay mucha gente
que dice que hay que hacer algo y luego nadie hace nada”. “Es importante tener
en cuenta que, cuando más de 1.000 personas son asesinadas, incluyendo
centenares de niños inocentes, por el uso de armas químicas, de las que el 98%
o el 99% de la humanidad cree que no deberían utilizarse, si no hay una
respuesta estamos enviando una señal que pone en peligro nuestra seguridad
nacional”.