Hay que lamentar que al vencer la ley de
financiamiento de la educación en 2010 no se hiciera una evaluación de sus
resultados educativos, sociales y económicos, y que ella no fuera prorrogada o,
mejor aún, reemplazada por una versión superadora. Algo muy difícil de
comprender y que afianza las dudas de muchos acerca del bajo compromiso
efectivo de los gobernantes con la educación.
Se construyó, en cambio, uno más de los relatos al
uso, de apariencia incuestionable, afirmando el cumplimiento sin atenuantes y
sin precedente de las metas financieras. La realidad es que la inversión en
educación, ciencia y tecnología como porcentaje del producto bruto interno ha
sido un logro de la democracia, de todos nosotros: aumentó sostenidamente, más
allá de inevitables ciclos y pese a los dramáticos avatares socioeconómicos del
país, desde 1983. El incremento fue mayor entre 1980/83 y 2000 (0,13% del PBI
por año) que entre 2000 y 2010 (cuando alcanzó un 0,09 anual).
Más allá de polémicas decimales o sobre los años
correctos a medir, es claro que estamos en presencia de una tendencia y no de
un milagro ocurrido a partir de 2005. Además, si tenemos en cuenta las
circunstancias externas extraordinariamente favorables de la mayor parte de
este siglo, tanto mejores que las soportadas por los gobiernos democráticos
anteriores, los recientes logros de financiamiento de la educación tienen gusto
a poco. Parte de esta confusión surge de las falacias del Indec, que no se
limitan a la inflación y alcanzan también al producto bruto interno. Por
ejemplo, en la versión oficial la meta de invertir 6% del PBI en educación,
ciencia y tecnología se habría cumplido con creces al llegar a 6,23%. Pero
usando una versión más realista del PBI, la inversión verdadera fue 5,76% del
PBI y la meta no se cumplió.
No alcanza hacia el futuro lo establecido en el
artículo 9 de la ley de educación nacional de 2006, que establece que desde
2011 el presupuesto consolidado del Estado nacional, las provincias y la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires destinado exclusivamente a educación no será inferior
al 6% del PBI. Y no alcanza por más que se lo ratifique cada año en el
presupuesto nacional, porque nada se dice de las obligaciones específicas de
cada provincia, ni de las de la Nación, como sí lo hacía la ley de
financiamiento.
Aunque no se ha informado oficialmente, evidencias
parciales indican que se habría cumplido en 2011, pero no en 2012. Para 2013 se
han agregado cláusulas insólitas, como la que dice que hay que asegurar el
reparto automático de los recursos a los municipios para cubrir gastos ligados
a la finalidad educación. Es cierto que, ante las falencias de la Nación y de
las provincias y pese a no ser su función, los municipios están realizando cada
vez más tareas educativas. Pero la cláusula difiere de la ley de financiamiento
original, que se refería sólo a la Nación y las provincias. Sin ley, en fin,
hay también menos reaseguros del cumplimiento de las metas, por ejemplo, por la
desaparición de los recursos coparticipables de las provincias como garantía de
su cumplimiento; la garantía dada por los coparticipables de la Nación estaba
en el proyecto original de 2005, pero fue escamoteada de la ley.
Más importante aún es que las metas propiamente
educativas quedaron incumplidas en gran medida. La escolarización de 12 a 24
años aumentó apenas de 60,5% a 61,7% entre 2001 y 2010. La graduación a tiempo
en la escuela media subió entre 2003 y 2010 tan sólo del 39% al 44%. A los 15
años de edad, sólo un 52% de los chicos comprenden cabalmente lo que leen. En
concordancia, la prioridad de los más pobres está mucho más presente en el
relato que en la realidad, y la participación de la educación básica en el
financiamiento educativo cayó del 38% al 32% entre 2003 y 2010, principalmente
por el aumento de la educación superior. El aumento de los salarios docentes
-cerca de un 30% en términos reales desde 2005- absorbió, puede estimarse,
cerca de un 75% de los recursos. Esta mejora es condición imprescindible para
jerarquizar la profesión y también para lograr los objetivos de escolarización
y calidad educativa. Pero esa participación limitó otras metas y, además, no
tuvo hasta ahora contraprestación en el cumplimiento de otros mandatos de las
leyes que se condicionaron a la negociación colectiva, tales como que los
mejores docentes enseñen en las escuelas y zonas más necesitadas o que ellos
puedan llegar a la máxima jerarquía salarial sin dejar el aula. Sí se logró en
parte más concentración de las horas de los profesores de la enseñanza media en
una o dos escuelas, para acentuar así su compromiso con el proyecto educativo
institucional.
Lo reseñado evidencia que sin una mejora sustancial
de las políticas la educación en la Argentina seguirá perdiendo posiciones aun
en el contexto latinoamericano y no podrá cumplir el rol que le cabe de aportar
a la construcción de una sociedad más justa y con menos exclusión. Se sabe que
el poder de las leyes para transformar la realidad es limitado, pero una nueva
ley, ya no sólo de financiamiento, sino también de justicia y calidad
educativas, colocaría esta cuestión en lo más alto de la agenda pública y
ayudaría al cumplimiento de renovadas metas de inversión ligadas a otras
educativas. Entre ellas, deberían destacarse la efectiva prioridad a los chicos
que viven en contextos más desfavorables, para impulsar su acceso a la
educación inicial; la doble jornada para que todos puedan acceder al desarrollo
físico, la segunda lengua, la tecnología o la expresión artística, así como a
la adquisición de competencias laborales en la enseñanza media, para reducir el
casi millón de jóvenes que no trabajan ni estudian. Esto debería acompañarse
con renovadas políticas de mejora escolar, sólo posibles con evaluaciones
censales de los aprendizajes cada dos años. No es que no se esté "haciendo
nada", ya que hay algunas jurisdicciones que han iniciado estos caminos y,
desde la órbita nacional, se ha lanzado un plan 2012-2016 que contiene algunas
de las metas mencionadas. Pero el ritmo de avance de las políticas nacionales y
de la gran mayoría de las provincias está todavía muy lejos del necesario para
impedir que continúe el retraso educativo del país y, sobre todo, de los más
necesitados.
Más dinero no garantiza mejores resultados
educativos. Pero sin más y mejor financiamiento tampoco habrá más educación
inicial, ni más chicos con doble jornada, ni competencias laborales de los
jóvenes. Decididamente, no alcanza para eso el 6% del PBI. Por eso es digno de
consideración el proyecto de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, de
invertir en la educación la mayor parte de las rentas de las nuevas reservas de
petróleo y gas. La idea es clara: lograr un desarrollo sostenible mediante la
transformación de los recursos no renovables en capital humano que posibilite
una sociedad más justa e inclusiva.
© LA NACION.
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