MADRID- La serie de la
televisión colombiana Escobar, el patrón del mal ha tenido mucho éxito en su
país de origen y no cabe duda de que lo tendrá en todos los lugares donde se
exhiba. Está muy bien hecha, escrita y dirigida, y Ángel Parra, el actor que
encarna al famoso narcotraficante Pablo Emilio Escobar Gaviria, lo hace con
enorme talento. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con otras grandes
series televisivas, como las norteamericanas The Wire o 24, ésta se sigue con
incomodidad, un difuso malestar provocado por la sensación de que, a diferencia
de lo que aquéllas relatan Escobar, el patrón del mal no es ficción, sino la
descripción más o menos fidedigna de una pesadilla que padeció Colombia durante
los años que vivió no bajo el imperio de la ley, sino del narcotráfico.
Porque
los 74 episodios que acabo de ver, aunque se toman algunas libertades con la
historia real y han cambiado algunos nombres propios, dan un testimonio muy
genuino, fascinante e instructivo sobre la violenta modernización económica y
social -un verdadero terremoto- que trajo a la aletargada sociedad colombiana
la conversión, por obra del genio empresarial de Pablo Escobar, de lo que debía
ser en los años setenta una industria artesanal, en la capital mundial de la
producción y comercio clandestinos de la cocaína. Desafortunadamente, este
aspecto de la trayectoria de Escobar -su miríada de laboratorios en la
cordillera y en las selvas, las rutas clandestinas por las que la droga, cuya
materia prima al principio era importada de Perú, Bolivia y Ecuador, y refinada
en Colombia, luego se exportaba de allí a Estados Unidos y al resto del mundo-
está apenas reseñado en la serie, que se concentra en la experiencia familiar
del narcotraficante, su vida pública y clandestina, sus delirios y sus
horrendos crímenes.
Su
ambición era tan grande como su falta de escrúpulos, y los delirios y rabietas
que lo inducían a ejercitar la crueldad con el refinamiento y frialdad de un
personaje del marqués de Sade contrastaban, curiosamente, con su complejo de
Edipo mal resuelto que lo convertía en un corderillo frente a la recia
matriarca que fue su madre, y su condición de esposo modelo y padre amantísimo.
Cuando se antojaba de una "virgencita", sus sicarios le procuraban
una y luego la mandaba matar para borrar las pistas. Siempre se consideró a sí
mismo "un hombre de izquierda" y, cuando regalaba casas a los pobres,
les construía zoológicos y ofrecía grandes espectáculos deportivos, como cuando
hacía explotar coches bomba que despanzurraban a centenares de inocentes,
estaba convencido, según aseguraba en sus retóricas proclamas, de estar
luchando por la justicia y los derechos humanos. Como creó millares de empleos
-lícitos e ilícitos-, era pródigo y derrochador, y encarnó la idea de que uno
podía hacerse rico de la noche a la mañana pegando tiros, fue un ídolo en los
barrios marginales de Medellín y, por eso, a su muerte, millares de pobres lo
lloraron, llamándolo un santo y un segundo Jesucristo. Él, al igual que su familia
y su ejército de rufianes, era católico practicante y muy devoto del Santo Niño
de Atocha.
Su
fortuna fue gigantesca, aunque nadie ha podido calcularla con precisión, y
acaso no fue exagerado que en algún momento se dijera de él que era el hombre
más rico del mundo. Eso lo convirtió en el personaje más poderoso de Colombia,
poco menos que en el amo del país: podía transgredir todas las leyes a su
capricho, comprar políticos, militares, funcionarios, jueces, o torturar,
secuestrar y asesinar a quienes se atrevían a oponérsele (a ellos y a veces
también a sus familias). Lo que es notable es que, ante la alternativa en que
Pablo Escobar convirtió la vida para los colombianos -"plata o
plomo"-, hubiera gente como el periodista Guillermo Cano, dueño y director
del diario El Espectador, y su heroica familia, y un puñado de jueces,
militares y políticos, que no se dejaron comprar ni intimidar y prefirieron
morir, como Luis Carlos Galán y el ministro Rodrigo Lara Bonilla, o arruinarse
antes que ceder a las exigencias demenciales del narcotraficante.
Lo
que produce escalofríos viendo esta serie es la impresión que deja en el
espectador de que, si el poder y la fortuna de que disponía no lo hubieran
empujado en los años finales de su vida a excesos patológicos y a malquistarse
con sus propios socios a los que extorsionaba y mandaba asesinar, y se hubiera
resignado a un papel menos histriónico y exhibicionista, Pablo Escobar podría
haber llegado a ser, hoy, presidente de Colombia o, acaso, el dueño en la
sombra de ese país. Lo perdió la soberbia, el creerse todopoderoso, el generar
tantos enemigos en su propio entorno y producir tanto miedo y terror con los
asesinatos colectivos de los coches bomba que hacía explotar en las ciudades a
las horas pico para que el Estado se sometiera a sus consignas, que sus propios
compinches se apandillaran contra él y fueran un factor principalísimo en su
decadencia y final.
Si
un novelista pusiera en una novela algunos de los episodios que Pablo Escobar
protagonizó, su historia fracasaría estruendosamente por inverosímil. Acaso el
más delirante y jocoso sea el de su "entrega" al gobierno colombiano,
luego de haberle dado gusto éste en firmar decretos garantizando que ningún
colombiano sería jamás extraditado a los Estados Unidos -la justicia
norteamericana era el cuco de los narcos- y de construirle una cárcel privada,
La Catedral, de acuerdo con sus requerimientos y necesidades. Es decir:
billares, piscina, discoteca, un prestigioso chef, equipos sofisticados de
radio y televisión, y el derecho de elegir y vetar a la guardia encargada de
vigilar el exterior de la prisión. Escobar se instaló en La Catedral con sus
armas, sus sicarios, y siguió dirigiendo desde allí su negocio transnacional.
Cuando quería, salía a Medellín a divertirse y, otras veces, organizaba orgías
en la supuesta cárcel, con músicos y prostitutas que le acarreaban sus
esbirros. En la misma cárcel se permitió asesinar a dos destacados socios suyos
del cartel de Medellín porque no quisieron dejarse extorsionar. Como el escándalo
fue enorme y la opinión pública reaccionó con indignación, el gobierno intentó
trasladarlo a una cárcel de verdad. Entonces, Escobar y sus pistoleros,
alertados por los propios guardias a los que tenían en planilla, huyeron.
Todavía alcanzó a desatar una serie de asesinatos ciegos, pero ya estaba
tocado. Los "Pepes" (Perseguidos por Pablo Escobar) habían comenzado
a actuar.
¿Quiénes
eran los "Pepes"? Una asociación de rufianes, varios de ellos ex
socios de Escobar en el tráfico de cocaína, el cartel de Cali que fue siempre
adversario del de Medellín, las guerrillas ultraderechistas (comités de
autodefensa) de Antioquia, y otros enemigos del mundo del hampa que Escobar
había ido generando con sus caprichos y prepotencias a lo largo de su carrera.
Ellos comprendieron que la visibilidad que había alcanzado aquel personaje
ponía en peligro toda la industria del narcotráfico. Asesinaron a sus
colaboradores, prepararon emboscadas, se convirtieron en informantes de las
autoridades. En menos de un año, el imperio de Pablo Escobar se desintegró. Su
final no pudo ser más patético: acompañado de un solo guardaespaldas -todos los
otros estaban muertos, presos o se habían pasado al enemigo- escondido en una
casita muy modesta y delirando con el proyecto de ir a refugiarse en alguna
guerrilla de las montañas, fue al fin cazado por un comando policial y militar
que lo abatió a balazos.
La
muerte de Escobar, ese pionero de los tiempos heroicos, no acabó con la
industria del narcotráfico. Ésta es en nuestros días mucho más moderna,
sofisticada e invisible que entonces. Colombia ya no tiene la hegemonía de
antaño. Se ha descentralizado y campea también en México, América Central,
Venezuela, Brasil, y los que eran sólo países productores de pasta base, como
Perú, Bolivia y Ecuador, ahora compiten asimismo en el refinado y la
comercialización y, al igual que en Colombia, tienen guerrillas y ejércitos
privados a su servicio. La fuente principal de la corrupción, en nuestros días
la gran amenaza para el proceso de democratización política y modernización
económica que vive América latina, sigue siendo y lo será cada vez más el
narcotráfico. Hasta que por fin se abra camino del todo la idea de que la
represión de la droga sólo sirve para crear engendros destructivos como el que construyó
Pablo Escobar y que la delincuencia asociada a ella sólo desaparecerá cuando se
legalice su consumo y las enormes sumas que ahora se invierten en combatirla se
gasten en campañas de rehabilitación y prevención.
© LA NACION.
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