Durante décadas
ambos países han sido los motores de la economía latinoamericana.
En menos de dos años hemos transitado del milagro carioca a la
resurrección mexicana. A ojos de la prensa internacional y de multitud de
especialistas financieros, Brasil ha pasado de ser ejemplo de equilibrio entre
Estado y mercado a ser un país ineficiente, demasiado orientado al mercado
interno y paralizado por una ola inesperada de protestas sociales y de ataques
especulativos. Gracias a unos pocos meses de alto crecimiento económico apoyado
en las exportaciones y por una redescubierta retórica reformista, México lo ha
sustituido como la joya latinoamericana y el modelo a seguir. Los adalides de
la apertura no han tardado en ensalzar la voluntad mexicana de profundizar las
reformas neoliberales y firmar nuevos acuerdos comerciales. Sin ir más lejos,
el exministro de Finanzas de Chile y contrastado especialista en desarrollo
económico, Andrés Velasco, alababa hace no mucho el compromiso mexicano con la
reducción de aranceles, la integración con Estados Unidos y las políticas
macroeconómicas ortodoxas, y recomendaba al resto de países de la región que
aprendieran de México.
Sin embargo, la validez de este tipo de comparaciones basadas en
comportamientos de corto plazo y en simplificaciones sobre las políticas
adoptadas es cuestionable. Nuestra búsqueda de modelos exitosos a imitar nos
lleva con demasiada frecuencia a confundir los retos estructurales y las
condiciones coyunturales, a olvidar las trayectorias de largo plazo y a obviar
las similitudes entre países en el proceso de desarrollo.
De hecho, desde una mirada de largo plazo, el rendimiento económico de
Brasil y México no es tan distinto. Entre 1960 y 2011, el PIB real per cápita
creció a una tasa media anual del 3% en Brasil y del 2,3% en México. Si
exceptuamos unos pocos años de alto crecimiento en Brasil al final de los
sesenta, la trayectoria es todavía más similar. Durante décadas ambos países
han sido los motores de la economía latinoamericana, convirtiéndose, además, en
líderes en la producción de automóviles y algunas otras manufacturas. Ambos se
han comprometido con la estabilidad macroeconómica y llevan años combinando
baja inflación y superávits fiscales primarios.
Brasil y México se enfrentan también a algunos retos comunes. Sus
niveles de ahorro y, sobre todo, inversión son muy inferiores a los del sureste
asiático y difícilmente podrán garantizar un crecimiento económico rápido o
saltos significativos en la competitividad y la productividad agregada. A pesar
de una década de mejoras distributivas, ambos países siguen siendo enormemente
desiguales y sus élites controlan una enorme cantidad de recursos, además de
acceso privilegiado al diseño de las políticas públicas. Los niveles de
corrupción son elevados en ambos casos, las infraestructuras deficientes y la
calidad burocrática sin duda mejorable.
El reto del siglo
XXI es la consolidación de Estados más activos, más inteligentes y más
comprometidos con la equidad
No se me malinterprete, no quiero decir con ello que se trate de países
iguales. Sin duda, sus modelos son distintos en muchas áreas. Mientras que
México ha optado por facilitar el acceso incondicional a sus mercados y
proteger los intereses de las empresas transnacionales, Brasil ha sido mucho
más cauto en su estrategia de incorporación al mercado internacional y ha
protegido mucho más su propia economía y a sus empresas. En política
industrial, México se ha limitado a promocionar las exportaciones a través de
algunos incentivos fiscales, mientras que Brasil, en cambio, ha sido mucho más
agresivo en su apoyo a grandes y medianas empresas a través de incentivos y del
crédito concedido por su gran banco de desarrollo. México saca mejor nota en el ranking del Doing
Business del Banco Mundial, pero Brasil lo hace en el índice de
competitividad mundial de Davos.
Lo que mantengo es que estas diferencias deben enmarcarse dentro de una
perspectiva regional más amplia y una visión histórica más profunda. Más aún,
estas diferencias no deben servirnos para alabar a uno u otro país según
nuestras preferencias ideológicas o la coyuntura política y económica en la que
nos encontremos. Deben servirnos, más bien, para entender que la agenda de
reforma futura debe ser necesariamente distinta en los dos gigantes
latinoamericanos. En México, el objetivo prioritario no debería ser más
liberalización sino el apoyo a la economía informal, la creación de más
encadenamientos entre el sector exportador y el resto de la economía y la mejora
de la capacidad de aprendizaje e innovación a través de una alianza estratégica
entre un Estado más activo y el sector privado. Brasil, en cambio, tiene que
buscar nuevas formas de frenar el proceso de desindustrialización y reducir la
regulación excesiva en muchos sectores. El crecimiento económico brasileño
depende, sobre todo, de la capacidad del Estado para utilizar las rentas de los
recursos naturales con el objetivo de fomentar nuevas manufacturas y mejorar la
competitividad de los sectores no transables.
No se trata, en definitiva, de seguir cayendo en el debate de siempre
entre mercado y Estado e ir eligiendo un nuevo país ejemplar cada mes. El reto
del siglo XXI, al menos en América Latina es más bien la consolidación de
Estados más activos, más inteligentes y más comprometidos con la equidad y
mercados más eficientes y justos, entendiendo las circunstancias y necesidades
específicas de cada país, pero también considerando semejanzas e historia
compartida.
Diego Sánchez Ancochea es profesor de Economía
Política de América Latina en la Universidad de Oxford.
No hay comentarios:
Publicar un comentario