Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

viernes, 15 de agosto de 2014

Que la oposición no se duerma

Políticas de estado

Por Natalio Botana | LA NACION








Supongamos por un instante que la cuestión de la deuda se solucione en un plazo no mayor a cinco meses, que las negociaciones prosperen y sean vistas como una oportunidad para encarar un replanteo de la gobernanza internacional en materia financiera. Sería una suerte de mundo feliz para un gobierno que siempre ha creído que las apuestas dicotómicas del todo o nada rinden, al cabo, buenos frutos.

En general, esa clase de ensoñaciones se borran rápidamente porque, aun en la utópica circunstancia de una victoria nacionalista contra los enemigos de afuera, nuestro país real permanecería condicionado por un conjunto de fallas estructurales que lo empantanan y le impiden recuperar aliento. En la Argentina de estos días, la palabra "desarrollo" suena a proyecto, a un argumento que no coincide con la realidad de las cosas y con el impacto de una economía estancada, con pérdida de empleo, debilidad fiscal, carencia de infraestructura, inflación creciente y, por tanto degradación del ingreso en los sectores más pobres y vulnerables: el desempleo estructural encubierto por subsidios se acopla pues a la pobreza estructural en una sociedad que acentúa las relaciones de desigualdad.
Todo esto se oculta tras discursos y propaganda organizada desde el poder; pero lo que no puede ocultarse es la erosión sostenida de una población que no logra recuperar el resorte de la integración y el ascenso. Estas carencias deberían inspirar, en los rangos de la oposición, un gran debate en torno a las metas y a los medios conducentes para recuperar el terreno perdido.
¿Por qué aludimos a las oposiciones a la luz de la proliferación de candidaturas? Simplemente porque no es por ahora del todo seguro que en ese conglomerado recaiga en un futuro próximo la responsabilidad del gobierno. Las oposiciones deben ganarse ese laurel. Todavía no lo han hecho mientras el oficialismo especula con que aún podría conservar restos del poder adquirido mediante el triunfo de un candidato más o menos adicto.
Si fracasa en este empeño, la Constitución podría jugar a su favor porque habilita a un presidente con dos mandatos cumplidos a competir de nuevo luego de un período intermedio de cuatro años. Hace un par de décadas a este arreglo lo bauticé "el resuello": un sistema de reeleccionismo atenuado que opera en función de que el presidente saliente conserve una reserva de poder electoral y el presidente electo afronte una gestión difícil derivada de problemas candentes y soluciones postergadas.
El fracaso de estas acechanzas depende de la capacidad de los candidatos opositores para convencer a la opinión pública (cosa por demás sabida) y para ofrecer salidas a un creciente bloqueo de gobernabilidad. Acaso en este último punto resida uno de nuestros mayores desafíos: reimplantar los cimientos de la estabilidad económica y converger alrededor de un repertorio de políticas de desarrollo. ¿Es posible, en efecto, recuperar en la Argentina el dinamismo de la sociedad civil para recrear, con bases materiales asentadas en la inversión y en la clave de las mutaciones tecnológicas de alcance planetario, otra nueva civilización del trabajo?
Esta pregunta lleva implícita la grave cuestión no resuelta de la selección de los medios en la acción política. Hace treinta años sabíamos que en una democracia los medios por excelencia para representar a la ciudadanía y gobernarse en consecuencia eran los partidos políticos. Hoy, en cambio, apostamos a tientas por candidaturas que se arman rápidamente frente a la desarticulación y fragmentación de los partidos.
Si no se pone algún límite a este proceso no es descabellado imaginar que esta desarticulación se traslade al Congreso una vez que se haya apagado el férreo verticalismo que el Poder Ejecutivo impone a los bloques mayoritarios. De ser así el péndulo argentino, que oscila entre los extremos de la hegemonía y el faccionalismo con su carga de ingobernabilidad, volvería a inclinarse sobre este último lado. Ya hay signos ominosos al respecto.
Un panorama de este tipo no satisfaría a nadie salvo a los que restañan las heridas del fracaso y especulan con tomar revancha. Convendría por consiguiente poner manos a la obra desde ahora mismo y seguir trabajando en el diseño de políticas de larga duración que nos permitan superar ese péndulo que sigue girando en medio de extendidas frustraciones. Hacen falta ofertas convincentes en cuya factura concurran partidos y candidatos como, por ejemplo, las propuestas comunes de ex ministros y secretarios de energía que ha firmado el arco opositor. Los espacios en formación (Massa y peronismo disidente, macrismo y UNEN) deberían encarar esta tarea urgente.
El reto de la visión programática de la política se agiganta porque las reglas y los cronogramas vigentes nos proponen un intenso ritmo electoral de carácter escalonado, que habrá de cubrir todo el próximo año. El torneo comenzará con elecciones en varias provincias y seguirá con las PASO en agosto, para afrontar de inmediato, en apenas un par de meses, los comicios definitivos de octubre, sin descontar un ballottage probable al mes siguiente. Al término de esa carrera, el poder se entregaría en pocos días más, el 10 de diciembre. La escena aparenta un embudo: un heterogéneo grupo de candidatos se irá desgranando con sucesivos descartes a medida que esos aspirantes vayan sorteando las pruebas electorales que acabamos de enumerar.
Pese a las dificultades que ofrecen las PASO -unos comicios primarios que no permiten combinar los candidatos ganadores con los perdedores, como, por ejemplo, ocurre en Uruguay-, éstas configuran un régimen propicio para clarificar las opciones aunque prácticamente no dan tiempo a los ganadores dentro de un espacio para presentar sus propuestas en la campaña electoral definitiva entre agosto y octubre. Debido a estas reglas, los más favorecidos serán los candidatos que logren concitar apoyos antes de que se pongan en marcha estos mecanismos electorales tan complejos en su diseño como intensos en su trámite.
El encuadre jurídico de las PASO puede producir, entonces, efectos imprevisibles: lo que se había pensado como una norma inteligente para robustecer la democracia de partidos a través de comicios primarios y obligatorios podría convertirse en un vehículo para ratificar e impulsar la democracia de candidaturas. Antes, ahora y después, la lucha se traba entre candidatos exitosos, apuntalados en la gestión o en triunfos electorales como los recientes del año pasado, a los cuales los expertos y las encuestas "instalan" en la opinión pública.
Es una carrera para atrapar la transmisión de la imagen que mejor calce con las demandas de la población, lanzando consignas amplias contra fallas lacerantes -inflación, inseguridad, corrupción- sin reparar en el análisis de los medios aplicables a tales fines. Por este motivo, los proyectos de políticas públicas y desarrollo -dato positivo- se generan en otro circuito fuera del ámbito de los partidos, como si las deliberaciones y los consensos sobre temas sustantivos se les escaparan de las manos.
Los partidos, los pocos que quedan, deberían quizá tomar nota de esos encuadres, de sus efectos y estilos, y de los asuntos pendientes en materia de gobernabilidad. Pasar de una democracia electoral a una democracia institucional que conjugue el cambio y la alternancia con la duración de las políticas de Estado: de eso se trata.. 

domingo, 10 de agosto de 2014

Entre los escombros



Los radicales de Hamás salen fortalecidos tras los ataques de Israel gracias al rencor, el odio y la sed de venganza que la población de Gaza sentirá después de esta lluvia de muerte y destrucción.




 



Escribo este artículo al segundo día del alto el fuego en Gaza. Los tanques israelíes se han retirado de la Franja, han cesado los bombardeos y el lanzamiento de cohetes, y ambas partes negocian en El Cairo una extensión de la tregua y un acuerdo de largo alcance que asegure la paz entre los adversarios. Lo primero es posible, sin duda, sobre todo ahora que Benjamín Netanyahu se ha declarado satisfecho —“misión cumplida” ha dicho— con los resultados del mes de guerra contra los gazatíes, pero lo segundo —una paz definitiva entre Israel y Palestina— es por el momento una pura quimera.
El balance de esta guerra de cuatro semanas es (hasta ahora) el siguiente: 1.867 palestinos muertos (entre ellos 427 niños) y 9.563 heridos, medio millón de desplazados y unas 5.000 viviendas arrasadas. Israel perdió 64 militares y 3 civiles y los terroristas de Hamás lanzaron sobre su territorio 3.356 cohetes, de los cuales 578 fueron interceptados por su sistema de defensa y los demás causaron solo daños materiales.
Nadie puede negarle a Israel el derecho de defensa contra una organización terrorista que amenaza su existencia, pero sí cabe preguntarse si una carnicería semejante contra una población civil, y la voladura de escuelas, hospitales, mezquitas, locales donde la ONU acogía refugiados, es tolerable dentro de límites civilizados. Semejante matanza y destrucción indiscriminada, además, se abate contra la población de un rectángulo de 360 kilómetros cuadrados al que Israel desde que le impuso, en 2006, un bloqueo por mar, aire y tierra, tiene ya sometido a una lenta asfixia, impidiéndole importar y exportar, pescar, recibir ayuda y, en resumidas cuentas, privándola cada día de las más elementales condiciones de supervivencia. No hablo de oídas; he estado dos veces en Gaza y he visto con mis propios ojos el hacinamiento, la miseria indescriptible y la desesperación con que se vive dentro de esa ratonera.

El conflicto puede extenderse a todo el Oriente Próximo y provocar un cataclismo

La razón de ser oficial de la invasión de Gaza era proteger a la sociedad israelí destruyendo a Hamás. ¿Se ha conseguido con la eliminación de los 32 túneles que el Tsahal capturó y deshizo? Netanyahu dice que sí pero él sabe muy bien que miente y que, por el contrario, en vez de apartar definitivamente a la sociedad civil de Gaza de la organización terrorista, esta guerra va a devolverle el apoyo de los gazatíes que Hamás estaba perdiendo a pasos agigantados por su fracaso en el gobierno de la Franja y su fanatismo demencial, lo que lo llevó a unirse a Al Fatah, su enemigo mortal, aceptando no tener un solo representante en los Gobiernos de Palestina y de Gaza e incluso admitiendo el principio del reconocimiento de Israel que le había exigido Mahmud Abbas, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Por desgracia, el desfalleciente Hamás sale revigorizado de esta tragedia, con el rencor, el odio y la sed de venganza que la diezmada población de Gaza sentirá luego de esta lluvia de muerte y destrucción que ha padecido durante estas últimas cuatro semanas. El espectáculo de los niños despanzurrados y las madres enloquecidas de dolor escarbando las ruinas, así como el de las escuelas y las clínicas voladas en pedazos —“un ultraje moral y un acto criminal”, según el secretario general de la ONU Ban Ki-Moon— no va a reducir sino multiplicar el número de fanáticos que quieren desaparecer a Israel.
Lo más terrible de esta guerra es que no resuelve sino agrava el conflicto palestino-israelí y es sólo una secuencia más en una cadena interminable de actos terroristas y enfrentamientos armados que, a la corta o a la larga, pueden extenderse a todo el Oriente Próximo y provocar un verdadero cataclismo.
El Gobierno israelí, desde los tiempos de Ariel Sharon, está convencido de que no hay negociación posible con los palestinos y que, por tanto, la única paz alcanzable es la que impondrá Israel por medio de la fuerza. Por eso, aunque haga rituales declaraciones a favor del principio de los dos Estados, Netanyahu ha saboteado sistemáticamente todos los intentos de negociación, como ocurrió con las conversaciones que se empeñaron en auspiciar el presidente Obama y el secretario de Estado, John Kerry, apenas este asumió su ministerio, en abril del año pasado. Y por eso apoya, a veces con sigilo, y a veces con matonería, la multiplicación de los asentamientos ilegales que han convertido a Cisjordania, el territorio que en teoría ocuparía el Estado palestino, en un queso gruyère.
Esta política tiene, por desgracia, un apoyo muy grande entre el electorado israelí, en el que aquel sector moderado, pragmático y profundamente democrático (el de Peace Now, Paz Ahora) que defendía la resolución pacífica del conflicto mediante unas negociaciones auténticas, se ha ido encogiendo hasta convertirse en una minoría casi sin influencia en las políticas del Estado. Es verdad que allí están, todavía, haciendo oír sus voces, gentes como David Grossman, Amos Oz, A. B. Yehoshúa, Gideon Levy, Etgar Keret y muchos otros, salvando el honor de Israel con sus tomas de posición y sus protestas, pero lo cierto es que cada vez son menos y que cada vez tienen menos eco en una opinión pública que se ha ido volviendo cada vez más extremista y autoritaria. (Es sabido que en su propio Gobierno, Netanyahu tiene ministros como Avigdor Lieberman, que lo consideran un blando y amenazan con retirarle el apoyo de sus partidos si no castiga con más dureza al enemigo). Cegados por la indiscutible superioridad militar de Israel sobre todos sus vecinos, y en especial, Palestina, han llegado a creer que salvajismos como el de Gaza garantizan la seguridad de Israel.

Los bombardeos contra la población civil de Gaza han tenido en el mundo entero un efecto terrible

La verdad es exactamente la contraria. Aunque gane todas las guerras, Israel es cada vez más débil, porque ha perdido toda aquella credencial de país heroico y democrático, que convirtió los desiertos en vergeles y fue capaz de asimilar en un sistema libre y multicultural a gentes venidas de todas las regiones, lenguas y costumbres, y asumido cada vez más la imagen de un Estado dominador y prepotente, colonialista, insensible a las exhortaciones y llamados de las organizaciones internacionales y confiado sólo en el apoyo automático de los Estados Unidos y en su propia potencia militar. La sociedad israelí no puede imaginar, en su ensimismamiento político, el terrible efecto que han tenido en el mundo entero las imágenes de los bombardeos contra la población civil de Gaza, la de los niños despedazados y la de las ciudades convertidas en escombros y cómo todo ello va convirtiéndolo de país víctima en país victimario.
La solución del conflicto Israel-Palestina no vendrá de acciones militares sino de una negociación política. Lo ha dicho, con argumentos muy lúcidos, Shlomo Ben Ami, que fue ministro de Asuntos Exteriores de Israel precisamente cuando las negociaciones con Palestina —en Washington y Taba en los años 2000 y 2001— estuvieron a punto de dar frutos. (Lo impidió la insensata negativa de Arafat de aceptar las grandes concesiones que había hecho Israel). En su artículo La trampa de Gaza (EL PAÍS, 30 de julio de 2014) afirma que “la continuidad del conflicto palestino debilita las bases morales de Israel y su posición internacional” y que “el desafío para Israel es vincular su táctica militar y su diplomacia con una meta política claramente definida”.
Ojalá voces sensatas y lúcidas como las de Shlomo Ben Ami terminen por ser escuchadas en Israel. Y ojalá la comunidad internacional actúe con más energía en el futuro para impedir atrocidades como la que acaba de sufrir Gaza. Para Occidente lo ocurrido con el Holocausto judío en el siglo XX fue una mancha de horror y de vergüenza. Que no lo sea en el siglo XXI la agonía del pueblo palestino.
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