Políticas de estado
Supongamos
por un instante que la cuestión de la deuda se solucione en un plazo no mayor a
cinco meses, que las negociaciones prosperen y sean vistas como una oportunidad
para encarar un replanteo de la gobernanza internacional en
materia financiera. Sería una suerte de mundo feliz para un gobierno que
siempre ha creído que las apuestas dicotómicas del todo o nada rinden, al cabo,
buenos frutos.
En general,
esa clase de ensoñaciones se borran rápidamente porque, aun en la utópica
circunstancia de una victoria nacionalista contra los enemigos de afuera,
nuestro país real permanecería condicionado por un conjunto de fallas
estructurales que lo empantanan y le impiden recuperar aliento. En la Argentina
de estos días, la palabra "desarrollo" suena a proyecto, a un
argumento que no coincide con la realidad de las cosas y con el impacto de una
economía estancada, con pérdida de empleo,
debilidad fiscal, carencia de infraestructura, inflación creciente y,
por tanto degradación del ingreso en los sectores más pobres y vulnerables: el
desempleo estructural encubierto por subsidios se acopla pues a la pobreza
estructural en una sociedad que acentúa las relaciones de desigualdad.
Todo esto se oculta tras discursos y propaganda
organizada desde el poder; pero lo que no puede ocultarse es la erosión
sostenida de una población que no logra recuperar el resorte de la integración
y el ascenso. Estas carencias deberían inspirar, en los rangos de la oposición,
un gran debate en torno a las metas y a los medios conducentes para recuperar
el terreno perdido.
¿Por qué aludimos a las oposiciones a la luz de la
proliferación de candidaturas? Simplemente porque no es por ahora del todo
seguro que en ese conglomerado recaiga en un futuro próximo la responsabilidad
del gobierno. Las oposiciones deben ganarse ese laurel. Todavía no lo han hecho
mientras el oficialismo especula con que aún podría conservar restos del poder
adquirido mediante el triunfo de un candidato más o menos adicto.
Si fracasa en este empeño, la Constitución podría
jugar a su favor porque habilita a un presidente con dos mandatos cumplidos a
competir de nuevo luego de un período intermedio de cuatro años. Hace un par de
décadas a este arreglo lo bauticé "el resuello": un sistema de
reeleccionismo atenuado que opera en función de que el presidente saliente
conserve una reserva de poder electoral y el presidente electo afronte una
gestión difícil derivada de problemas candentes y soluciones postergadas.
El fracaso de estas acechanzas depende de la
capacidad de los candidatos opositores para convencer a la opinión pública
(cosa por demás sabida) y para ofrecer salidas a un creciente bloqueo de
gobernabilidad. Acaso en este último punto resida uno de nuestros mayores
desafíos: reimplantar los cimientos de la estabilidad económica y converger
alrededor de un repertorio de políticas de desarrollo. ¿Es posible, en efecto,
recuperar en la Argentina el dinamismo de la sociedad civil para recrear, con
bases materiales asentadas en la inversión y en la clave de las mutaciones
tecnológicas de alcance planetario, otra nueva civilización del trabajo?
Esta pregunta lleva implícita la grave cuestión no
resuelta de la selección de los medios en la acción política. Hace treinta años
sabíamos que en una democracia los medios por excelencia para representar a la
ciudadanía y gobernarse en consecuencia eran los partidos políticos. Hoy, en
cambio, apostamos a tientas por candidaturas que se arman rápidamente frente a
la desarticulación y fragmentación de los partidos.
Si no se pone algún límite a este proceso no es
descabellado imaginar que esta desarticulación se traslade al Congreso una vez
que se haya apagado el férreo verticalismo que el Poder Ejecutivo impone a los
bloques mayoritarios. De ser así el péndulo argentino, que oscila entre los
extremos de la hegemonía y el faccionalismo con su carga de ingobernabilidad,
volvería a inclinarse sobre este último lado. Ya hay signos ominosos al
respecto.
Un panorama de este tipo no satisfaría a nadie
salvo a los que restañan las heridas del fracaso y especulan con tomar
revancha. Convendría por consiguiente poner manos a la obra desde ahora mismo y
seguir trabajando en el diseño de políticas de larga duración que nos permitan
superar ese péndulo que sigue girando en medio de extendidas frustraciones.
Hacen falta ofertas convincentes en cuya factura concurran partidos y
candidatos como, por ejemplo, las propuestas comunes de ex ministros y
secretarios de energía que ha firmado el arco opositor. Los espacios en
formación (Massa y peronismo disidente, macrismo y UNEN) deberían encarar esta
tarea urgente.
El reto de la visión programática de la política se
agiganta porque las reglas y los cronogramas vigentes nos proponen un intenso
ritmo electoral de carácter escalonado, que habrá de cubrir todo el próximo
año. El torneo comenzará con elecciones en varias provincias y seguirá con las
PASO en agosto, para afrontar de inmediato, en apenas un par de meses, los
comicios definitivos de octubre, sin descontar un ballottage probable al mes
siguiente. Al término de esa carrera, el poder se entregaría en pocos días más,
el 10 de diciembre. La escena aparenta un embudo: un heterogéneo grupo de
candidatos se irá desgranando con sucesivos descartes a medida que esos
aspirantes vayan sorteando las pruebas electorales que acabamos de enumerar.
Pese a las dificultades que ofrecen las PASO -unos
comicios primarios que no permiten combinar los candidatos ganadores con los
perdedores, como, por ejemplo, ocurre en Uruguay-, éstas configuran un régimen
propicio para clarificar las opciones aunque prácticamente no dan tiempo a los
ganadores dentro de un espacio para presentar sus propuestas en la campaña
electoral definitiva entre agosto y octubre. Debido a estas reglas, los más
favorecidos serán los candidatos que logren concitar apoyos antes de que se
pongan en marcha estos mecanismos electorales tan complejos en su diseño como
intensos en su trámite.
El encuadre jurídico de las PASO puede producir,
entonces, efectos imprevisibles: lo que se había pensado como una norma
inteligente para robustecer la democracia de partidos a través de comicios primarios
y obligatorios podría convertirse en un vehículo para ratificar e impulsar la
democracia de candidaturas. Antes, ahora y después, la lucha se traba entre
candidatos exitosos, apuntalados en la gestión o en triunfos electorales como
los recientes del año pasado, a los cuales los expertos y las encuestas
"instalan" en la opinión pública.
Es una carrera para atrapar la transmisión de la
imagen que mejor calce con las demandas de la población, lanzando consignas
amplias contra fallas lacerantes -inflación, inseguridad, corrupción- sin
reparar en el análisis de los medios aplicables a tales fines. Por este motivo,
los proyectos de políticas públicas y desarrollo -dato positivo- se generan en
otro circuito fuera del ámbito de los partidos, como si las deliberaciones y
los consensos sobre temas sustantivos se les escaparan de las manos.
Los
partidos, los pocos que quedan, deberían quizá tomar nota de esos encuadres, de
sus efectos y estilos, y de los asuntos pendientes en materia de
gobernabilidad. Pasar de una democracia electoral a una democracia
institucional que conjugue el cambio y la alternancia con la duración de las
políticas de Estado: de eso se trata..
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