El Ejército ofrece
garantías al Pentágono de que solo se mantendrán lo suficiente para asegurar la
transición.
ANTONIO
CAÑO Washington
El presidente de EE.UU., Barack Obama en la Universidad de Soweto de Johannesburgo, Sudáfrica.
Barack Obama manifestó este miércoles su “profunda preocupación por la
decisión de las Fuerzas Armadas egipcias de destituir al presidente Morsi y
suspender la Constitución”, pero no condena expresamente el golpe de Estado,
aunque llama a una revisión –no suspensión- de la ayuda que Estados Unidos
presta a Egipto, esencial para la supervivencia de ese país.
El presidente norteamericano pide a los militares que procedan “rápida y
responsablemente a devolver toda la autoridad a un Gobierno civil
democráticamente elegido, a través de un proceso incluyente y transparente”.
Igualmente, destaca la necesidad de que se eviten “las arbitrarias detenciones
del presidente Morsi y de sus seguidores”.
Obama afirma, en un comunicado hecho público anoche, que el deseo de su
Gobierno es que exista una plena democracia en Egipto con respeto a los
derechos humanos y a la pluralidad de credos e ideologías. “No apoyamos a
ningún individuo ni partido político en particular, sino que estamos
comprometidos con el proceso democrático y el respeto al imperio de la ley”,
añade.
No apoyamos a ningún
individuo ni partido político en particular, sino que estamos comprometidos con
el proceso democrático”
Obama
La vaguedad de las palabras del presidente, en las que expresa malestar
por lo que, obviamente, es la interrupción forzosa de un proceso democrático,
pero, al mismo tiempo, reconoce legitimidad a los militares para conducir la
transición, es un reflejo de la difícil posición en la que esta crisis ha
dejado a la Administración estadounidense: satisfecha por deshacerse de un
interlocutor incómodo, como Morsi, pero sin alternativas ni influencia
determinante sobre el futuro.
El regreso de las fuerzas armadas al primer plano de la política egipcia
no es, necesariamente, una mala noticia para EE UU. Los militares egipcios
están estrechamente vinculados a sus colegas norteamericanos, de los que
reciben dinero, formación y constante intercambio de información. Tanta es la
proximidad entre ambas instituciones que cuesta creer que el Ejército egipcio
haya actuado sin haber antes contado con el visto bueno del Departamento de
Defensa de EE UU.
De hecho, fuentes oficiales citadas este miércoles por la agencia AP
informaron de que los militares egipcios han ofrecido garantías a los mandos
del Pentágono de que no están interesados en gobernar su país por un largo
tiempo y que se mantendrán al frente únicamente lo necesario
para organizar una transición hacia un nuevo presidente elegido
democráticamente.
El secretario de Defensa, Chuck Hagel, y el jefe del Estado Mayor de las
Fuerzas Armadas de Estados Unidos, general Martin Dempsey, han estado, según
esas fuentes, en contacto en las últimas horas con los mandos militares
egipcios, quienes, al parecer, les han mantenido al corriente de sus movimientos y sus intenciones.
La destitución de Mohamed Morsi supone, al mismo tiempo, un cierto
alivio para el Gobierno estadounidense, que nunca había llegado a entender ni a
entenderse con un dirigente de formación y militancia islámica cuyos
propósitos y programa, sobre todo en política exterior, no eran exactamente del
gusto de Washington.
La vaguedad de las palabras del presidente es
un reflejo de la difícil posición en la que esta crisis ha dejado a la
Administración estadounidense
Pero, la interrupción del proceso democrático en El Cairo es también un
cierto revés para Obama, en la medida en que no ha sido capaz de sostenerlo ni
de encontrar en su trayecto al aliado ideal para EE UU. Sin haber llegado nunca
a establecer una relación de confianza con Morsi, la Casa Blanca tampoco tiene
ahora una alternativa clara entre la oposición.
Como dijo Obama, EE UU intenta no pronunciarse abiertamente a favor de
ninguno de los bandos que se disputan el poder en Egipto, uno de sus
principales aliados en Oriente Próximo, y trata de manejar la situación de
forma que le quede margen de presión sobre cualquiera de los actores en juego,
cosa que por ahora consigue malamente.
La agudización de la crisis egipcia ha
cogido a la Administración norteamericana por sorpresa, como ocurrió hace dos años con la insurrección popular que acabó con
Hosni Mubarak, lo que ratifica su pérdida de influencia en un país
que antes controlaba con comodidad. Todo lo que puede hacer ahora Washington es
tratar de que la situación no se desborde aún más, que se evite un baño de
sangre y se consiga una cierta estabilización, por precaria que sea.
Una de las vías para conseguirlo sería la de intentar actuar de árbitro
en una crisis en la que, realmente, no se atisban otros que puedan cumplir ese
papel. Conservando sus lazos con los militares, EE UU quizá tiene aún algún
espacio para intentar un compromiso que en estos momentos se antoja difícil.
La estabilización de Egipto, el país con el mayor Ejército del mundo
árabe y el de mayor población, no solo es importante para EE UU por sí misma,
sino por la enorme influencia de esa nación en Oriente Próximo y, por tanto, de
cara a la solución de otras crisis de la región, como la guerra civil en Siria
o la reanudación del diálogo entre palestinos e israelíes.
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