JULIO PATÁN/EL PAÍS
El delegado de Coyoacán, Mauricio Toledo, empuñó el Blackberry, tecleó (sic)
“Si publicas algo te mando matar cabrón” y pulsó el botón desend. El
mensaje lo recibió el abogado Rodolfo Reus, que llevaba la causa de una
inmobiliaria a la que, según hizo público, Toledo había exigido una fuerte
cantidad de dinero para darle el permiso de construir un edificio.
Toledo ni fundó el Partido de la Revolución Democrática (PRD), ni es
–vaya que no– uno de los basamentos morales o intelectuales de la izquierda
mexicana, ni parece destinado a conducir hasta la victoria al progresismo
nacional. Pero, por las peores razones, se ha convertido en una de las caras
habituales de esa izquierda, una izquierda que en los últimos años ha acumulado
ganchos mediáticos al hígado por aparentes pecados de toda índole. Pecados,
primero, de fraude electoral, como el de las elecciones internas de 1999
–descalificadas por el padre fundador mismo de la izquierda reciente,
Cuauhtémoc Cárdenas–, o las de 2007. Enseguida, pecados de corrupción, sobre
todo, justamente, entre los delegados (una especie de alcaldes que gobiernan
las 16 demarcaciones en que está dividida la capital mexicana), como los que,
mucho antes de los días de Toledo, se le achacaron a Dolores Padierna por su
teórica complicidad con los dueños de los giros negros, o sea los
antros al filo de la ilegalidad, y particularmente con Alejandro Iglesias, es
decir, el dueño del Cadillac, recientemente tomado por la policía bajo cargos
de tráfico de personas, y también del Lobombo, donde hace años murieron en un
incendio 22 personas sin que nadie le cobrara a Iglesias la falta de respeto a
cualquier medida de seguridad.
Por fin, supuestos pecados, no podía ser de otro modo en este México, de
vínculos con el crimen organizado, como los que se atribuyeron en su día a
Gregorio Sánchez Greg, presidente municipal de Benito Juárez, en
Cancún, y a Julio César Godoy, medio hermano del entonces gobernador de
Michoacán, Leonel Godoy, y presidente municipal de Lázaro Cárdenas él mismo,
que mientras era diputado del Congreso de la Unión fue evidenciado en
conversaciones y negociaciones criminales con La Tuta, el líder de los
Caballeros Templarios, una de las organizaciones criminales más poderosas del
país, esa a la que hoy se enfrentan las llamadas “autodefensas” en el estado de
Michoacán.
En fin: muchos, muchos pecados. Ninguno fue documentado como sería
deseable; ninguno permitió, a la corta o a la larga, dejarse caer con
conclusiones irrevocables, señalar culpables sin márgenes de duda, establecer
procesos legales. Bien está, por lo tanto, que los señalados estén libres y
muchos de ellos trabajando (no Godoy, que está en ese limbo llamado “prófugo de
la justicia”). Todos los casos, sin embargo, tenían la suficiente verosimilitud
como para merecer investigaciones periodísticas, policiacas o judiciales de
profundidades. Una verosimilitud reforzada por el hecho de que todos los
mexicanos vimos en la televisión a René Bejarano, brazo derecho de Andrés
Manuel López Obrador en sus días de jefe de Gobierno de la capital, y a Carlos
Ímaz, baluarte de la izquierda moderada y antiguo líder estudiantil, en el acto
videograbado –los llamados videoescándalos– de recibir montañas de
efectivo del empresario Carlos Ahumada. Y reforzada también por nuestras
experiencias cotidianas con la corruptela de funcionarios con diferentes
galones, con la peste de los taxis piratas que circulan
impunes porque dejan dinero al gobierno capitalino, y con la de los vendedores
ambulantes que se adueñan relajadamente de las calles, y con la de los
franeleros autorizados por las delegaciones a hacer lo que
siempre han hecho, secuestrar el espacio público, es decir, cobrar a los
ciudadanos por el derecho a estacionar el coche.
La izquierda mexicana está mucho más poblada de facciones, de tribus,
que las praderas del viejo Oeste. Tribus que se alían, se traicionan,
intercambian militantes y posiciones sin límites ni pudores, de modo que
clasificarlas y distinguirlas requiere al menos de una beca de varios años –de
eso y de una inusual adicción al aburrimiento. Con todo, Toledo, a pesar de que
ha merecido el protagonismo mediático por intercambiar golpes, literalmente,
con sus compañeros de partido, por acusaciones repetidas de corrupción y por
enviar a la policía contra manifestantes pacíficos en barrios de clase media
alta sin motivos razonables, es integrante del PRD, es decir, parte de lo que
con ambigüedad habremos de llamar izquierda moderada, la parte másmedida de
la izquierda institucional, la más propensa al apego a las leyes y menos
proclive a la trinchera. Una izquierda que obtuvo resultados notables en las
últimas elecciones generales, particularmente en la ciudad de México, donde el
jefe de gobierno Miguel Ángel Mancera logró una mayoría aplastante, pero cuya
buena imagen se ha deteriorado gradual aunque imparablemente, cierto que con
subidas y bajadas, desde su irrupción en el escenario a fines de los 80, de la
mano de Cuauhtémoc Cárdenas, y que parece decidida a dispararse en el pie cada
vez que está en condiciones de apuntar hacia la cumbre del sistema político
mexicano: la presidencia.
Porque mucho menos escandaloso pero igualmente digno de estudio es el
caso de dilapidación de capital político –disculpas por el
terminajo atroz– que ha exhibido Mancera, en lo que tal vez valga calificar
como un pecado de frivolidad. A su antecesor en el cargo, Marcelo Ebrard, se le
pueden reprochar abundantes errores o cálculos políticos un poco pasados de
pragmatismo, pero tuvo a la ciudad bajo un relativo control de los crímenes,
eso en medio de un país bañado en sangre, al tiempo que se tomó ciertas
molestias para acotar a los vendedores ambulantes y los franeleros, adecentó el
servicio de taxis (las probabilidades de ser secuestrado no llegaron a cero
pero bajaron sensiblemente), impulsó la despenalización del aborto e hizo algo
por la de las drogas. Ah, claro, y llenó la ciudad de bicicletas, una idea
virtuosa que, hoy lo sabemos, también puede ser ejecutada muy viciosamente (los hispters de
la colonia Condesa se han convertido en amenazas serias, porque nadie les
explicó que las leyes también se aplican a los ciclistas de clase media alta
que van a salvar al mundo de la catástrofe ambiental) y que, al parecer, es
casi la única medida a la que Mancera le ha dado una continuidad eficaz.
Ahora bien, si la izquierda moderada no las ha tenido todas consigo, a
punta de disparos autoinfligidos, qué decir de la otra, la radical, la que
tensa al extremo los márgenes legales; es decir, la que solía encabezar con
brío y como mejor puede todavía encabeza Andrés Manuel López Obrador, noqueado
por un problema cardiaco del que no se ha terminado de levantar. Esta izquierda
lleva también unos cuantos disparos en el pulgar, desde los famosos
videoescándalos hasta el eterno latigazo de leche Beti que se pasó por la
garganta hace años Martí Batres, ex perredista y actual líder de Morena, el
Movimiento de Regeneración Nacional encabezado por Obrador, para demostrarnos
que no, que la leche no estaba llena de partículas fecales y que sí, que sí la
distribuían a precio de ganga por el bien del pueblo, tan necesitado
a causa del neoliberalismo depredador. Los laboratorios, que ignoran la
política, consignaron otra cosa.
Dirán los lectores con más fe progresista que todavía en tiempos
preelectorales el movimiento de Obrador estaba vivo y coleando, que en realidad
el Peje es víctima de las circunstancias, que su evidente desplome se debe a
que el gran líder sufre una situación adversa. Es cierto. Pero hay algo que
quizá no terminan de entender sus correligionarios, y es que, si las cosas van
bien, los líderes como López Obrador, los hombres providenciales que llegan a
arreglar todos los problemas de la patria (en algún momento de
la campaña presidencial aseguró que, sic, con él todos seríamos
felices), dan tanto como quitan, porque la radicalización del discurso llena
plazas y atrapa un voto duro que no se va, pero al precio de alejar para
siempre a los indecisos. Vean sino los lectores lo que ha pasado luego de las
agresiones y a veces hasta violencias de sus bases y adláteres juveniles, como
el movimiento estudiantil de los 132, contra ciudadanos disidentes, figuras de
los medios que no se apegaban al discurso del supremo líder o candidatos de
otros partidos. Lo que ha pasado es la retirada masiva de votantes moderados,
las manchas grises de concreto cada vez más grandes en plazas que antes estaban
atiborradas del multicolor de la gente apiñada, la huida discreta de opinadores
que no solían escatimar en elogios y mejor hicieron mutis (pocos han reconocido
sus errores).
Eso, decíamos, es lo que pasa con tales líderes si las cosas van bien.
Porque cuando van mal, como ahora, lo que queda es un vacío irrellenable. Los
caudillos no dejan discípulos ni instituciones, sólo operadores que obedecen y
estructuras jerárquicas que se desploman no cuando les fallan los pies, sino
cuando se quedan sin cabeza. Es lo que sucede con Morena. Obrador, que se echó
el movimiento a los hombros y recorrió a pie la patria entera para llevar su
palabra, dejó al movimiento en el pasmo. En un México en el que tantas cosas
parecen moverse a velocidad de banda ancha, nada parece tan congelado como
Regeneración Nacional. Mérito obradorista: nunca habíamos visto una
regeneración estática.
El aspecto un tanto ruinoso de nuestras izquierdas, su imagen que o
simplemente no es o es simplemente mala, sus bajones en términos de intención
de voto, no se deben al compló de los medios, como lo llama
López Obrador con esa impagable pronunciación sureña, ni a los millones de
ciudadanos que supuestamente le dieron la espalda a cambio de los beneficios
corruptos del Partido Revolucionario InstitucionaI, hoy en el poder. Se deben a
que la izquierda carga pecados abundantes y a veces francamente pesados, y ya
no es capaz de moverse con ligereza. Ni en bicicleta, ni a pie.
Periodista y escritor mexicano. Autor, entre otros, de El libro
negro de la izquierda mexicana. (Ediciones Temas de Hoy, 2012)
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