El atentado que bandas armadas
perpetraron en el domicilio rosarino deAntonio
Bonfatti, gobernador de Santa Fe, es otra muestra del suelo
pantanoso en que se desenvuelve nuestra política. Si observamos la realidad
circundante tras las vicisitudes de la
salud de la Presidenta, afortunadamente bien resueltas, o el
sube y baja de las encuestas electorales, la imagen que retenemos es la de una
aceleración continua de palabras, mensajes y consignas que contrasta con la dureza implacable de los
acontecimientos ligados a la inseguridad. Muchos son los
pretendientes para los cargos en disputa el próximo domingo 27; pocos, los
hipotéticos triunfadores; ancho, el campo de la incertidumbre con vistas a la elección presidencial
de 2015.
En el grupo de quienes se interesan por la
política, se exaltan los ánimos y los mercados. Son los movimientos rápidos de
los que viven de la política, de los que persiguen y fabrican noticias y de los
que especulan en el mercado bursátil descontando lo que vendrá. Sobre esta
superficie de la acción, las cosas corren de prisa en busca del mejor
posicionamiento en las urnas, de la novedad impactante o de la información
precisa para apuntalar o demoler candidatos.
Con la mirada puesta en este momento de sonidos y furias
teatrales, teñido por los colores de un debate ideológico tonante y dicotómico,
podríamos llegar a la conclusión de que lo que se juega en la Argentina es una
encarnizada lucha por el poder. Importa, antes que nada, quedarse con el trofeo
electoral para después obtener, de ser posible, el premio mayor de la victoria
en las elecciones presidenciales.
Se trata pues de capturar el título de la
legitimidad del poder en cuanto a su origen electoral. El combate, o en
términos más benignos, la competencia, vale para acumular el mayor número de
votos. Así, en esta operación pacífica, se condensa en una democracia el
"porqué" del poder. Obviamente, esta legitimidad de origen adquiere
más dramatismo en el caso de una elección presidencial, la gran meta que, en nuestro
país, atrae toda clase de ambiciones. Por este motivo, estos comicios
intermedios son semejantes a un apronte o al inicio de una carrera por etapas.
Las normas constitucionales y las leyes electorales
ayudan al respecto. El electorado es convocado cada dos años, según una
secuencia de elecciones primarias obligatorias, elecciones definitivas y una
doble vuelta electoral si, en la carrera presidencial, ningún candidato obtiene
más del 45% o más de un 40% con diez puntos de diferencia con el candidato que
le sigue. No es descartable suponer, en este sentido, que dentro de dos años
podríamos participar, entre agosto y noviembre, en tres elecciones.
A este ritmo, impuesto por nuestras propias leyes,
la intensidad de la praxis electoral está a la vuelta de cada esquina. Faltan
aún dos años y la atención se aplica, obsesivamente, al año 2015 cuando un
presidente electo tendrá por delante apenas quince o dieciséis meses sin las
urgencias electorales derivadas de una nueva elección intermedia -la de 2017-
con sus correspondientes PASO. Hemos montado, pues, una democracia de alta
frecuencia electoral para dar respuesta al "porqué" del poder.
¿Es acaso suficiente? En rigor, cuando recorremos
los datos que diariamente nos afligen, deberíamos reconocer que la pregunta
acerca del "para qué" del poder es tan importante como los
interrogantes en torno al "porqué" del poder. El en cruce de estas
dos dimensiones estallan los reclamos de la ciudadanía: no sólo exigimos
elecciones, lo cual representa una magnífica adquisición luego de la sombría
época del autoritarismo, sino también demandamos resultados de gobierno, leyes
de duración prolongada e instituciones capaces de ofrecer el marco para que al
ejercicio electoral no lo dilapide una conjunción de incompetencias, corrupciones
y resortes estatales oxidados.
Hay, por consiguiente, un tiempo corto, propio de
los procesos electorales, y un tiempo largo en cuyo transcurso el sistema
representativo genera y garantiza al pueblo bienes públicos imprescindibles. En
esta orientación se resume el "para qué" de la democracia
republicana.
Lo que aconteció en Rosario, en la casa del
gobernador, revela una vez más la recurrente incapacidad para obrar de consuno
-el gobierno nacional y las autoridades provinciales- y enfrentar al narcotráfico.
Este tipo de organizaciones criminales dispararon contra un gobierno que no
negocia por abajo con las mafias, que obtiene el respaldo del electorado
santafecino y que, sin embargo, no alcanza a recrear condiciones mínimas de
seguridad ante la carencia de políticas comunes a la Nación y a las provincias.
Recién ahora, cuando este flagelo está creciendo
hasta alcanzar límites de extrema peligrosidad, el gobierno nacional atiende y
se solidariza con la provincia. Poco y nada dice, empero, de las centenas de
víctimas que durante la década pasada cosechó el narcotráfico en Santa Fe. Esta
indiferencia exige reformular con urgencia el estilo hegemónico de un gobierno
que no atendió por igual a las pocas provincias en manos de partidos y
coaliciones opositoras.
La política de seguridad debería promover la unión
entre las partes con los atributos correspondientes a un Estado neutral que no
menosprecia al opositor que le toca en suerte gobernar una provincia. Los
bienes públicos jamás deben fragmentarse en aras del cálculo electoral o de un
afán hegemónico incongruente con el pluralismo de partidos. Por haber cometido
esos errores, junto con un erróneo concepto de la defensa nacional, hoy
nuestras fronteras son coladores del tráfico criminal y nuestras provincias receptáculos
de la droga.
Más grave aún es que, en las megalópolis, el
narcotráfico plantea una perversa reivindicación de soberanía mediante el
control violento de parcelas de territorios urbanos en franca expansión
demográfica. ¿Es posible, ante semejante desafío, seguir haciendo caso omiso de
un federalismo de concertación entre Nación y provincias, y eludir la
obligación de formular una política de seguridad sustentable, capaz de perdurar
más allá de nuestros episodios electorales?
Un ejemplo. En la provincia de Buenos Aires se
esgrimen ideas atractivas para poner a la policía bajo el control de los
municipios. Sin embargo, si ese reordenamiento no se inscribe en el marco de un
acuerdo entre la Nación, las provincias y los municipios sobre asuntos cruciales
como el narcotráfico, el proyecto correría el riesgo de transformarse en una
reforma a medio hacer. El Estado federal reposa sobre el arte de combinar la
descentralización con la coordinación.
Sin estos consensos, sin esta aptitud compartida
para fijar objetivos y medios conducentes a los fines que demanda el bien
público, nuestra democracia corre el riesgo de empantanarse en una competencia
agonal por el poder que termina olvidando el "para qué" de las
elecciones y la razón última de la soberanía del pueblo. Estas razones son tan
antiguas como las que, en 1853, inspiraron a Gorostiaga y Juan María Gutiérrez.
Son las razones del Preámbulo de nuestra Constitución (entre ellas
"afianzar la justicia" y "consolidar la paz interior") que
coreábamos en actos multitudinarios treinta años atrás. Traducir esa propuesta
en hechos eficaces es tarea pendiente y la gran deuda de nuestra democracia.
© LA NACION.
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