Se mire donde se
mire, a Europa o a EE UU, ese mecanismo representativo esencial de la vida
democrática se nos antoja desbordado por la complejidad de la realidad.
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA/EL PAÍS
Usted, yo, todos nosotros somos víctimas de algún diseño institucional
defectuoso. En esto no hay diferencias entre lo global y lo local. Vean, por
ejemplo, los 14 representantes públicos que se retrataron esta semana
inaugurando una rotonda en Alhendín, un municipio de la provincia de Granada,
en una fotografía que constituye en sí misma una guía para la reforma de las
administraciones públicas en España. U observen el G20, una institución cuyos
miembros acumulan el 86% de la riqueza mundial pero que carecen de un mecanismo
de toma de decisiones que les permita abordar eficazmente problemas clave como
el cambio climático o la regulación de los mercados financieros. Entre lo
global y lo local pululan viejos Estados-nación, atrapados entre una
descentralización territorial que impulsa la fragmentación, la integración
supranacional, que presiona hacia la recentralización y el efecto centrifugador
de la lógica de la globalización económica.
Las cosas no tienen mejor pinta en la esfera supranacional: a lo largo
de esta crisis, la Unión Europea ha mostrado una y otra vez hasta qué punto su
sistema de gobernanza sufre a la hora de adoptar decisiones que sean a la vez
eficaces desde el punto de vista técnico y legítimas desde el punto de vista
ciudadano. Pero sin duda que la palma de todos estos problemas se la ha llevado
estos días el sistema político estadounidense. Quienes lamentan hasta qué punto
el desgobierno europeo se ha convertido en un riesgo político para algunos
países y, también, para la economía mundial, pueden fijarse en el sistema de
división de poderes de EE UU, originalmente diseñado para evitar las
tentaciones autoritarias y cesaristas en las que toda república presidencial ha
caído desde la noche de los tiempos griegos y romanos, y convertido ahora en un
riesgo global.
Resulta tentador, especialmente a la luz del contexto europeo, señalar
la ironía que encierra el hecho de que un pretendido instrumento de estabilidad
(el techo de deuda) se haya convertido en un arma de destrucción masiva, tanto
por la inestabilidad financiera que genera como por la desestabilización
política que ampara. Pero lo que quizá resulta más paradójico es que el asalto
de los republicanos a la ley de sanidad de Obama, llevado a cabo mediante un
chantaje constitucional basado en una ley como la del techo de la deuda (que,
recuérdese, también tiene rango constitucional, y de Tratado internacional, en
España), no habría sido posible si EE UU tuviera un sistema de partidos fuerte.
En el contexto español, que es también el típicamente europeo, muchos
añoran un sistema electoral que rompiera la férrea disciplina de los partidos,
liberando a los representantes electos del corsé impuesto por las cúpulas.
Introducir más democracia dentro de los partidos, se dice, permitiría que los
candidatos fueran elegidos en primarias abiertas a militantes o simpatizantes
que previamente se hubieran registrado. Si, además, las listas electorales se
abrieran y desbloquearan o, incluso, yendo más allá, pasáramos a un sistema
basado en circunscripciones uninominales, los representantes deberían sus
escaños a los ciudadanos, no a patronos políticos o barones territoriales. En
lugar de fomentarse la servidumbre personal y la lealtad acrítica, tendríamos
políticos independientes, innovadores y con capacidad de liderazgo.
El problema es que, como muestra el caso estadounidense, pero también
las reformas introducidas en Italia en la década de los noventa, los diseños
institucionales tienen consecuencias no intencionadas difíciles de prever
cuando no, como en Italia, resultados exactamente contrarios a los previstos.
En EE UU, la combinación de elecciones primarias y distritos uninominales ha
debilitado a las cúpulas de los partidos hasta tal extremo que, como hemos
visto en el caso de los republicanos, han quedado en manos de los extremistas
del Tea Party. Si en el pasado, los candidatos necesitaban el apoyo del partido
para recaudar fondos y grandes medios de comunicación para ser conocidos, hoy,
los miembros del Tea Party financian sus campañas de forma autónoma y tienen a
su alcance medios de comunicación digitales que les permiten llegar a sus
electores a un coste muy bajo. En definitiva, no necesitan al partido para
llegar a las listas, ser elegidos o aspirar a la reelección. Como lo único que
cuenta es ganar en su distrito, si el distrito es de extrema derecha, los
republicanos moderados que no se plieguen a ellos no ganarán las primarias o no
serán reelegidos.
El problema es, por tanto, más amplio. Miremos donde miremos, ese
mecanismo representativo esencial de la vida democrática, que se articula
mediante la competición electoral de una serie de partidos políticos con vistas
a ocupar el Parlamento y el Gobierno, se nos antoja desbordado por la
complejidad de la realidad. A todos nos gustaría cambiar el sistema. Eso sí,
como todas las alternativas son mucho peores, nos resignamos a mantenerlo en
pie y, periódicamente, limpiar la grasa acumulada en las tuberías. Las
instituciones son tanto la solución como el problema.
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