Las nuevas tecnologías no solo facilitan el trabajo de los servicios
secretos, sino también el de los periódicos sensacionalistas. Proteger la
intimidad personal, sin embargo, es crucial para la libertad y la seguridad.
ENRIQUE FLORES
El Gran
Hermano nunca lo ha tenido tan fácil. ¿Por qué? En una palabra, por la
tecnología. El volumen de información privada que compartimos en nuestro smartphone y la facilidad de acceso a esos datos
que tienen hoy los espías hacen que, a su lado, la Stasi sea una reliquia de la
Edad Media. Por desgracia, los espías no son los únicos que “leen nuestras
cartas”, por usar una expresión pasada de moda, y que siguen todos nuestros
movimientos. También lo hacen periodistas británicos que pinchan teléfonos y
empresas estadounidenses de Internet que devoran datos en busca de beneficios.
También
basta con una palabra para decir qué bien fundamental es el que está amenazado por
todos esos agentes reforzados por la tecnología: la privacidad. “La privacidad
ha muerto. Hay que hacerse a la idea”, dijo una vez, por lo visto, un directivo
de Silicon Valley. Pero algunos no estamos dispuestos a aceptarlo. Queremos que
no nos desnuden por completo. Creemos que proteger la intimidad personal es
crucial, no solo para la dignidad humana, sino también para otros dos bienes
fundamentales: la libertad y la seguridad.
El
problema es que la privacidad es esencial para la libertad y la seguridad pero,
al mismo tiempo, está en tensión con ellas. Un ministro del Gobierno que le
paga las sábanas de raso a su amante a expensas del contribuyente francés no
tiene derecho a protestar cuando la prensa divulga sus vergüenzas. La libertad
del ciudadano para examinar la conducta de los personajes superiores es más
importante que el derecho a la intimidad del ministro. La pregunta es: ¿Dónde y
cómo trazamos el límite entre lo que redunda en interés de la gente y lo que
solo “interesa a la gente”? Del mismo modo, si queremos estar protegidos frente
a atentados terroristas cuando vamos a trabajar, es necesario pinchar los
teléfonos y leer los correos de algunos personajes posiblemente peligrosos. La
pregunta es: ¿Quiénes, cuántos y con qué controles?
La
conclusión principal de lo que han sacado a la luz las informaciones de The
Guardian, The New York Times y
otros periódicos sobre las filtraciones de Edward Snowden es que esos controles
no han funcionado bien ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña. La NSA y el
GCHQ se dedicaron a absorber demasiados datos sobre demasiadas personas
particulares en demasiados países, aprovechando el margen que les otorgaban
unas leyes caducas y poco específicas y una supervisión insuficiente del
Congreso y el Parlamento, respectivamente. El hecho de que, al parecer, el
Gobierno de Obama y el Congreso estadounidense quieran establecer ahora unos
controles más estrictos y Reino Unido esté avanzando en esa misma dirección
indica que algo estaba mal. ¿Tomarían estas medidas hoy si no hubiera sido por
las filtraciones y la existencia de una prensa libre? La pregunta se responde
por sí sola.
En las
últimas semanas, el debate se ha desviado hacia el problema de los Gobiernos
supuestamente amigos que se espían entre sí. Esa es otra cuestión. Si yo soy el
Gobierno del país X, por supuesto que quiero que mis secretos estén totalmente
seguros mientras accedo de forma clandestina a los de todos los demás
Gobiernos. En la práctica, todos lo intentan. Algunos podrían alegar —y así lo
hicieron los espías de los dos bandos durante la guerra fría— que, si los
ministerios de Defensa de todo el mundo se miran mutuamente hasta la ropa
interior, el mundo quizá acabe siendo un lugar más seguro. Parafraseando a
George W. Bush, habrá menos peligro de que unos y otros se valoren demasiado.
Pero ese
no debería ser el tema central de este debate. Lo prioritario es la privacidad
de los ciudadanos particulares e inocentes. La libertad de prensa ha asestado
un golpe a esa privacidad cada vez que los controles legales y parlamentarios
no han funcionado. Ahora bien, los espías no son los únicos que aprovechan las
posibilidades de las tecnologías contemporáneas de la comunicación, muy
superiores a lo que pudo soñar Orwell, para violar la intimidad de las personas
sin motivos legítimos. La revista satírica británica Private
Eye lo resume de
manera genial. Bajo el titular “La furia de Merkel por las escuchas telefónicas
de Obama”, muestra una foto de la canciller alemana sujetando su móvil mientras
frunce el ceño. En el bocadillo que tiene encima se lee: “¿Pero quién te crees
que eres? ¿Rupert Murdoch?”.
Mientras
el primer ministro británico David Cameron y los columnistas de los periódicos
de Murdoch acusan al Guardian de poner en peligro la seguridad
nacional, comienza el juicio de Rebekah Brooks, antigua directora del difunto
diario sensacionalista de Murdoch News of the World. Los cargos se remontan a las escuchas
telefónicas realizadas a particulares por periodistas que trabajaban a sus
órdenes cuando era directora. Unas escuchas que no se practicaron en interés de
la seguridad nacional, sino del morbo nacional y cuyo propósito era, por tanto,
obtener beneficios económicos con la venta de más periódicos.
Por eso,
aunque necesitamos una prensa libre que controle los excesos del Estado con su
espionaje secreto, los británicos, en su mayoría, quieren limitar también los
excesos que comete esa prensa libre. Pero no quieren dejarlo en manos de los
políticos, y hacen bien, a juzgar por el reciente intento del presidente del
Partido Conservador, Grant Schapps, de manipular a la BBC con vistas a las próximas
elecciones generales, en mayo de 2015. Pese a ello, el miércoles presenciamos
un intento torpe y anticuado de reforzar la autorregulación de la prensa
británica mediante una Cédula Real aprobada en el Consejo Privado. El Consejo
Privado consiste, en la práctica, en unos cuantos ministros de los partidos en
el Gobierno que asisten (de pie, no sentados) al acto por el que su británica
majestad se limita a decir “aprobado”. Y ya está. Si Estados Unidos tiene su
magnífica, clara y sencilla Primera Enmienda, nosotros tenemos a la reina
Isabel II que declara que, “gracias a nuestra prerrogativa real y nuestra
gracia especial, conocimiento certero y mero gesto”, se establece “un órgano
corporativo llamado Comité de Reconocimiento”. Lo único que ha hecho es crear
un mecanismo para dar reconocimiento oficial a un órgano autorregulador de la
prensa al que muchos de los grandes periódicos (incluidos los de Murdoch) han
dicho ya que no se van a someter. Ni Washington podría hacerlo peor.
Más aún,
la mera idea de regular algo llamado “la prensa” en un marco puramente nacional
se está quedando anacrónica. ¿Dónde termina “la prensa” y empieza una persona
que dice algo en Twitter o Facebook? Además, los datos, las palabras y las
imágenes se difunden sin tener en cuenta medios ni fronteras nacionales. La UE
quiere proteger mejor la privacidad de los europeos frente a los gigantes
estadounidenses mediante una nueva directiva sobre protección de datos. Pero
eso puede llevar a que Internet se fragmente en territorios soberanos, algo que
sería del agrado de regímenes autoritarios como China y Rusia. Defender la
intimidad de unos pocos podría costarnos a todos la libertad de expresión en la
Red.
¿Qué
solución hay? Ninguna fácil; pero al menos no perdamos de vista lo fundamental,
que no es que unos Estados espíen a otros, sino la merma masiva de nuestra
privacidad.
Timothy
Garton Ash es
catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige
www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution,
Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y
personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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