El próximo cambio
de gestión es una oportunidad para adecuar nuestro sistema de gobierno a la
fragmentación política actual. Un presidencialismo de coalición limitaría los
liderazgos discrecionales y daría poder a los aliados.
Por Vicente
Palermo
A la
Argentina no le han faltado momentos en que la buena suerte estuvo de su lado,
pero no fue capaz de acompañar esa buena suerte con sensatez. Tal vez tengamos por delante
ahora una conjunción positiva que deberíamos aprovechar.
Por un lado,
en términos electorales, la declinación del ciclo político kirchnerista que, estimo probable, se completará
en 2015, junto al hecho, por otro lado, de un cambio de
gobierno nacional, lo que puede dar inicio a un nuevo ciclo de larga duración
que deje dos legados perdurables: una reorganización de las relaciones entre el
Estado, la economía y la sociedad, y una institucionalización del peronismo
(unificado o no).
Para que estos cambios tengan lugar, la conjunción
electoral con el inicio de un nuevo gobierno no es suficiente. En el corto
plazo, se requieren fortuna y virtud para manejar los tiempos: la coyuntura
económica está plagada de bombas de efecto retardado que pueden explotar en el
peor momento. Pero aún más necesario es dar los pasos adecuados para que quien
gane llegue en las mejores condiciones para gobernar.
Hay por delante dos años completos en que los
vínculos entre las fuerzas políticas se pueden agriar. Existe también el
peligro de que una fragmentación excesiva deje a un kirchnerismo recuperado en
condiciones de ganar en la primera vuelta (lo que ocurriría de obtener el 40% y
ninguna otra fuerza el 30%; hoy por hoy con el kirchnerismo derrotado y el
eclipse presidencial esto parece una alucinación, pero creo que no lo es).
Tenemos el peligro de que las formas en que se lleven a cabo las sintonías con
los respectivos electorados impidan a los partidos concretar luego
entendimientos.
Pero, sobre todo, se trata de elaborar una
apropiada fórmula de gobierno, aquella que se adapta más a una morfología
política dada. Y la morfología partidaria argentina ha pasado en tres décadas
del (¿mítico?) bipartidismo a un conjunto fragmentado verticalmente (más
partidos con representación parlamentaria) y horizontalmente (partidos en los
que el poder de decisión está en manos de los jefes locales). Estos cambios
implican una probable alteración de la pauta de distribución parlamentaria:
ningún partido obtendría una mayoría, ni siquiera el partido más votado para la
presidencia.
¿Cuál es la fórmula de gobierno más apropiada para
esta morfología? La fórmula de gobierno minoritario -el partido del presidente
gobierna solo y negocia caso a caso sus proyectos de ley o echa abundantemente
mano de los decretos de necesidad y urgencia (aunque pueden ser rechazados)- no
parece la mejor. Se corre el riesgo de trabar la actividad legislativa (se ha
puesto de moda denominar a esto "ingobernabilidad"), porque los
incentivos de los partidos están fuertemente colocados en la competencia, no en
la cooperación. Descartemos, también, por utópica, la fórmula de una producción
legislativa puramente parlamentaria, en que diferentes partidos minoritarios
negociarían entre sí. Utópica porque, en todas partes, al Poder Ejecutivo le cabe
un papel primordial en la formación de las leyes.
Quedan en pie distintos tipos de coaliciones
parlamentarias gracias a las cuales el partido del presidente conseguiría
formar -es el propósito- mayorías estables. Entre la coalición minimalista y la
maximalista hay un abanico de alternativas. Muchas se han practicado aquí, pero
todas presentan en nuestro país un elemento en común: las coaliciones tienen
sede parlamentaria exclusivamente. Los partidos que aceptan coaligarse con el
del presidente raramente han tenido presencia en el gabinete. Esto es lo
contrario de la práctica que se conoce en Brasil como presidencialismo de
coalición, una práctica muy institucionalizada, tanto es así que se la
considera el modo de gobernar por excelencia entre nuestros vecinos. Recordemos
que el brasileño es un sistema de partidos muy fragmentado y la diferencia de
magnitudes entre el voto ganador a presidente y el voto para diputados es
abismal a favor del primero. En el presidencialismo de coalición, los partidos
que se coaligan obtienen cargos en el Ejecutivo, es decir, en ministerios y
secretarías. El número de carteras ministeriales se determina en función del
tamaño de la representación parlamentaria alcanzada (aunque no siempre).
Esta articulación tiende a factibilizar la
disciplina parlamentaria: en principio, si los diputados no votan con el
gobierno, sus partidos pierden las posiciones en el gabinete (algo que
raramente ocurre, pero también muy raramente los diputados no votan con el
gobierno). Pero tanto o más interesante es el hecho de que el gobierno, al
ceder a los partidos franjas del amplio y complejo espacio institucional que es
la presidencia, está poniendo en sus manos poder decisorio (incluida la
iniciativa legislativa). Los "representantes" de los partidos
coaligados en los ministerios y secretarías comparten con el gobierno y sus
altos funcionarios (muy frecuentemente legisladores) funciones ejecutivas y
legislativas.
Aunque el presidencialismo de coalición ha sufrido
muchas críticas (muchos lo ven como una práctica clientelar sofisticada), está
bien enraizado y asentado en la democracia brasileña. ¿Por qué convendría su
adopción o adaptación entre nosotros, y cuáles serían los obstáculos para ello?
La necesidad surge de la mayor fragmentación partidaria, que en nuestro país
llegó para quedarse. Pero además de necesario sería conveniente: sería la forma
más adecuada de establecer los puentes indispensables entre el Ejecutivo y el
Legislativo. En efecto, la lógica del presidencialismo consiste en que aquello
que está dispuesto constitucionalmente como división -la competencia
legislativa está dividida entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo- sea
integrado por los actores políticos a través de sus acciones cooperativas. Se
trata de integrar aquello que la clave liberal de la Constitución divide, pero
sin cancelar esa división. Es decir, se trata de estructurar el tinglado
político de forma tal que el pluralismo se mantenga -es decir, que no se corran
los peligros de una nueva forma de gobierno autocrática "imperial"
(decretismo, delegaciones legislativas, etcétera), por encima de los electores
y representados-, pero en la que la cooperación se destaque netamente sobre la
imposición.
Aplicar esta fórmula no es difícil en abstracto,
pero en concreto sí lo es: va a contrapelo de la experiencia político
institucional argentina y de la cultura política mayoritarista de nuestra
sociedad, tan proclive, de arriba abajo, al liderazgo discrecional. Tal vez se
aproxima la oportunidad de un ensayo.
© LA NACION.
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