Opinión
MADRID.- Una
fiera malherida es más peligrosa que una sana, pues la rabia y la impotencia le
permiten causar grandes destrozos antes de morir. Ése es el caso del chavismo
hoy, luego del tremendo revés que padeció en las elecciones del 14 de abril, en
las que, pese a la desproporción de medios y al descarado favoritismo del
Consejo Nacional Electoral (cuatro de sus cinco rectores son oficialistas), Nicolás Maduro perdió cerca de
800.000 votos y probablemente sólo pudo superar a duras penas a
Henrique Capriles mediante un gigantesco fraude. La oposición ha documentado
más de 3500 irregularidades en perjuicio suyo durante la votación y el conteo
de los votos.
Advertir que
"el socialismo del siglo XXI", como denominó Hugo Chávez al engendro
ideológico que promocionó su régimen, ha comenzado a perder el apoyo popular y
que la corrupción, el caos económico, la escasez, la altísima inflación y el
aumento de la criminalidad van vaciando cada día más sus filas y engrosando las
de la oposición, y, sobre todo, la evidencia de la incapacidad de Maduro para liderar un sistema
sacudido por cesuras y rivalidades internas, explica los
exabruptos y el nerviosismo que en los últimos días han llevado a los herederos
de Chávez a mostrar la verdadera cara del régimen.
Es decir, su intolerancia, su vocación
antidemocrática y sus inclinaciones matonescas y delincuenciales.
Así se explica la emboscada de la que fueron
víctimas el martes pasado los diputados de la oposición -miembros de la Mesa de
la Unidad Democrática-, en el curso de una sesión que presidía Diosdado
Cabello, un ex militar que acompañó a Chávez en su frustrado levantamiento
contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. El presidente del Congreso comenzó
por quitar el derecho de la palabra a los parlamentarios opositores si no
aceptaban el fraude electoral que entronizó a Maduro e hizo que les cerraran
los micrófonos. Cuando los opositores protestaron, levantando una bandera que
denunciaba un "Golpe al Parlamento", los diputados oficialistas y sus
guardaespaldas se abalanzaron a golpearlos, con manoplas y patadas que dejaron
a varios de ellos, como Julio Borges y María Corina Machado, con heridas y
lesiones. Para evitar que quedara constancia del atropello, las cámaras de la
televisión oficial apuntaron oportunamente al techo de la Asamblea. Pero los
teléfonos móviles de muchos asistentes filmaron lo ocurrido, y el mundo entero
ha podido enterarse del salvajismo cometido, así como de las alegres carcajadas
con que Diosdado Cabello celebraba que María Corina Machado fuera arrastrada
por los cabellos y molida a patadas por los valientes revolucionarios
chavistas.
Dos semanas
antes, yo había oído a María Corina hablar sobre su país, en la Fundación
Libertad, de Rosario, Argentina. Es uno de los discursos políticos más
inteligentes y conmovedores que me ha tocado escuchar. Sin asomo de demagogia,
con argumentos sólidos y una desenvoltura admirable, describió las condiciones
heroicas en que la oposición venezolana se enfrentaba en esa campaña electoral
al elefantiásico oficialismo -por cada cinco minutos de televisión de Henrique Capriles, Nicolás
Maduro disponía de 17 horas-, la intimidación sistemática, los chantajes y
violencias de que eran víctimas en todo el país los opositores reales o
supuestos, y el estado calamitoso en que el desgobierno y la anarquía habían
puesto a Venezuela luego de 14 años de estatizaciones, expropiaciones,
populismo desenfrenado, colectivismo e ineptitud burocrática. Pero en su
discurso había también esperanza, un amor contagioso a la libertad, la
convicción de que, no importa cuán grandes fueran los sacrificios, la tierra de
Bolívar terminaría por recuperar la democracia y la paz en un futuro muy
cercano.
Todos quienes la escuchamos aquella mañana quedamos
convencidos de que María Corina Machado desempeñaría un papel importante en el
futuro de Venezuela, a menos de que la histeria que parece haberse apoderado
del régimen chavista, ahora que se siente en pleno proceso de descomposición
interna y ante una impopularidad creciente, le organice un accidente, la
encarcele o la haga asesinar. Y es lo que puede ocurrirle también a cualquier
opositor, empezando por Henrique Capriles, a quien la ministra de Asuntos
Penitenciarios acaba de advertirle públicamente que ya tiene listo el calabozo
donde pronto irá a parar.
No es mera retórica: el régimen ha comenzado a
golpear a diestro y siniestro. Al mismo tiempo que el gobierno de Maduro
convertía el Parlamento en un aquelarre de brutalidad, la represión en la calle
se amplificaba, con la detención del general retirado Antonio Rivero y un grupo
de oficiales no identificados acusados de conspirar, con las persecuciones a
dirigentes universitarios y con expulsiones de sus puestos de trabajo de varios
cientos de funcionarios públicos por el delito de haber votado por la oposición
en las últimas elecciones. Los ofuscados herederos de Chávez no comprenden que
estas medidas abusivas los delatan y en vez de frenar la pérdida de apoyos en
la opinión pública sólo aumentarán el repudio popular hacia el gobierno.
Tal vez con lo que está ocurriendo en estos días en
Venezuela tomen conciencia los gobiernos de los países sudamericanos (Unasur)
de la ligereza que cometieron apresurándose a legitimar las bochornosas
elecciones venezolanas y yendo sus presidentes (con la excepción del de Chile)
a dar con su presencia una apariencia de legalidad a la entronización de
Nicolás Maduro en la presidencia de la República. Ya habrán comprobado que el
recuento de votos a que se comprometió el heredero de Chávez para obtener su
apoyo fue una mentira flagrante, pues el Consejo Nacional Electoral proclamó su
triunfo sin efectuar la menor revisión. Y es, sin dudas, lo que hará también
ahora con el pedido del candidato de la oposición de que se revise todo el
proceso electoral impugnado, dado el sinnúmero de violaciones al reglamento que
se cometieron durante la votación y el conteo de las actas.
En verdad, nada de esto importa mucho, pues todo
ello contribuye a acelerar el desprestigio de un régimen que ha entrado en un
proceso de debilitamiento sistemático, algo que sólo puede agravarse en el
futuro inmediato, teniendo en cuenta el catastrófico estado de sus finanzas, el
deterioro de su economía y el penoso espectáculo que ofrecen sus principales
dirigentes cada día, empezando por Nicolás Maduro. Da tristeza el nivel
intelectual de ese gobierno, cuyo jefe de Estado silba, ruge o insulta porque
no sabe hablar, cuando uno piensa que se trata del mismo país que dio a un
Rómulo Gallegos, a un Arturo Uslar Pietri, a un Vicente Gerbasi y a un Juan
Liscano, y, en el campo político, a un Carlos Rangel o a un Rómulo Betancourt,
un presidente que propuso a sus colegas latinoamericanos comprometerse a romper
las relaciones diplomáticas y comerciales en el acto con cualquier país que
fuera víctima de un golpe de Estado (ninguno quiso secundarlo, naturalmente).
Lo que importa es que, después del 14 de abril, ya
se ve una luz al final del túnel de la noche autoritaria que inauguró el
chavismo. Importantes sectores populares que habían sido seducidos por la
retórica torrencial del comandante y sus promesas mesiánicas van aprendiendo,
en la dura realidad cotidiana, lo engañados que estaban, la distancia creciente
entre aquel sueño ideológico y la caída de los niveles de vida, la inflación
que recorta la capacidad de consumo de los más pobres, el favoritismo político
que es una nueva forma de injusticia, la corrupción y los privilegios de la
nomenclatura, y la delincuencia común que ha hecho de Caracas la ciudad más
insegura del mundo. Como nada de esto puede cambiar sino para peor -dado el
empecinamiento ideológico del presidente Maduro, formado en las escuelas de
cuadros de la revolución cubana y que acaba de hacer su visita ritual a La
Habana a renovar su fidelidad a la dictadura más longeva del continente
americano-, asistimos a la declinación de este paréntesis autoritario de casi
tres lustros en la historia de ese maltratado país. Sólo hay que esperar que su
agonía no traiga más sufrimientos y desgracias de los muchos que han causado ya
los desvaríos chavistas al pueblo venezolano.
© EL PAIS.
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