Por Horacio González/
Página12
Como en el Medioevo, se ha desparramado
por el mundo una profusa gestualidad que convierte la política en una nueva
hermenéutica, una ciencia de los signos con interpretaciones que se sitúan
entre lo cabalístico y las más diversas hechicerías. Nunca como hoy, en plena
era de los medios, la política de gestos se establece como arte interpretativo,
ya no de la manera en que los viejos cultores de la razón económica analizan la
curva de precios, sino el orden simbólico que se puede analizar por el
misterioso significado de la curva de desgaste de los sencillos zapatos del
Papa, sin hablar de los sillones despojados en que se sienta, del tamaño y la
materia de su cruz pectoral y del tiempo que insume viajando en ómnibus para
abonar de su propia faltriquera una cuenta impaga de hotel.
Entre las tantas
reflexiones surgidas de un arsenal siempre disponible de reacomodamientos
humanos, leemos en paredes y escuchamos en comentarios diversos la expresión
“el papa peronista”. Por muchas razones está equivocada, pero es tan
dificultoso descubrir la raíz del error como perentorio hacerlo. Bergoglio, sin
duda, es un habiloso tejedor de lenguajes, donde entre sus glosas sobre las
escrituras, siempre un tanto marciales, como corresponde a los hijos del santo
capitán Ignacio de Loyola, suelen colarse expresiones barriales. Ya en el
Vaticano dijo que si no se camina hacia Jesucristo, abandonando un estado de
“ONG piadosa, la religión o el propio Vaticano pierden el rumbo”. Y remató:
“Así la cosa no va”. Es el idioma de los argentinos, seguramente con un lejano
aire tomado de las jergas del idioma italiano. De algún modo, “así no va la cosa”,
parece un latinazgo, pero del barrio de Balvanera, Boedo o de las esquinas de
Buenos Aires en donde, según piadosos testigos, se ve a Bergoglio ir a comprar
remedios a la farmacia “a sus pobres curitas”.
Vaya, que sea “así la
cosa”, o “così la cosa”, puede permitir a muchos interpretar que ahora
cambiaría todo, que expiraría el largo período de pobreza en el mundo y las
grandes casamatas eclesiásticas comenzarían a pensar en su propia conciencia
agrietada y a exonerarse a través de una nueva conciencia social. Y hasta en
los ensueños más audaces, en un llamado contra el colonialismo. He aquí el Papa
que emerge de conglomerados humanos que viven en el barro, que toma mate en los
balcones del Vaticano y hará asaditos en parrilladas argentinas cerca de los
frescos de Miguel Angel, lo que nadie se animará a criticarle. Algún que otro
gol de un equipo argentino, podrá verse inspirado, en la voz de relatores
imaginativos, en la vida de este hombre austero. Vaya, vaya, quizá sea così la
cosa. Los jesuitas son pintados en Rojo y Negro, de Stendhal, como personajes
cuyo pensamiento yacía bajo rostros inescrutables, siendo los proveedores de la
máxima condición conspirativa en la Europa moderna, por la necesidad de actuar
bajo diversas formas de clandestinidad frente a las acciones que les dirigen
las monarquías del siglo XVIII, considerándolos “un Estado dentro del Estado”.
Un escrito apócrifo tuvo cierta circulación entre los siglos XVII y XIX, la
Monita secreta societatis Jesé, considerado el vademécum de la “conspiración
jesuítica” que se abatiría sobre el mundo y que podía ser colocada sobre el
bastidor del naciente marxismo. En efecto, los jesuitas fueron tan
conspiradores como a otros se les atribuyen feroces conspiraciones contra
ellos. Y desde luego fueron víctimas de muchas de ellas. Soldados y clérigos a
un tiempo, no se privaban de amenazar a las instituciones monarquistas,
imperiales o republicanas durante diversos períodos históricos. A los influjos
de estos relatos conspirativos, no siempre injustos contra la Orden más
conservadora, pero modernamente militante, no eran ajenos ni Stendhal, ni
Eugenio Sue ni Michelet.
No olvidemos que es
una orden de cuño militar y que actúa en destacamentos de frontera. Conocemos
las famosas “Misiones”, raro y complejo experimento tomado como ejemplo de
comunidad utópica por muchos, y por eso mismo condenado por Sarmiento, que
tiene a los jesuitas como obsesión permanente, al punto de que una de las
consignas de Loyola (“perinde ac cadáver”: disciplinado como un cadáver) es
motivo de ridiculización en sus más diversos escritos, y se la dedica
polémicamente al pobre Alberdi, que de jesuita no tenía nada. Pero en el índex
sarmientino, el poverello Alberdi figura con ese pesaroso mote. Las fronteras
del jesuitismo incluyen los confines ideológicos del marxismo. En el siglo XX,
es el jesuita Calvet el que escribe un gran libro sobre Marx, también un
trabajo, en este caso de calidad, en las fronteras de la ideología. Lo cierto
es que la Compañía es una majestuosa interpretación del barroco político, como
forma moderna de sujeción de lo popular dentro de grandes intuiciones místicas.
Los jesuitas se destacaron con sus traducciones de los idiomas de los pueblos
sujetados: son autores de los más importantes diccionarios de traducciones del
guaraní al español. Enemigos de los Borbones de España, incluso llegaron a
malquistarse con un papa que admitió sus sucesivas expulsiones de sus propias
provincias, entidades territoriales diseñadas por ellos según su propia
geopolítica universal, lo que les daba un gran poder frente al Vaticano. Aunque
en nombre de él se expresaban, sin dejar también de disputarle posiciones.
Leopoldo Lugones,
mucho antes de su incursión en un ultramontanismo, igual al que muchos jesuitas
compartieron y toleraron luego, escribe en El imperio jesuítico una crítica
monumental repleta de grandes análisis de signos y símbolos de la Compañía de
Jesús, desde el punto de vista de la autonomía de la república liberal, que no
podía permitirse, como tantos ya lo habían dicho, “un Estado dentro del
Estado”. Este libro es un antecedente de dos grandes trabajos posteriores, El
mito de la nación católica, de Loris Zanatta, y la gran investigación de
Horacio Verbitsky sobre la historia política de la Iglesia argentina, cada uno
con sus profundas características.
Volvamos a la
improvisada noción de “papa peronista”. Además de su equivocada inconsistencia
histórica, se priva de considerar las hondas implicancias del nombramiento de
Bergoglio y su trabajo sobre los nombres, que no incluyen sólo a Loyola sino al
poverello Francisco, que intentó cristianizar a los musulmanes –misión que como
se sabe estaba muy lejos de poder ser exitosa incluso para alguien tan pobre y
tan hábil–, pero se conservan sus parábolas de Gubbio, donde cristianizó a un
viejo lobo y después de otros milagros que sin duda son ajenos a la tradición
jesuítica, murió con las señales de las heridas místicas provocadas por el
mismo Jesús reaparecido, como signos de su propia crucifixión doliente. La vida
de Francisco de Asís, en el santoral, replica la de Jesús. El tema de fondo es
la identificación mística con la vida popular, entendida como entramado de
leyendas, ante cierta incomprensión de las jerarquías religiosas o políticas.
La mezcla de
jesuitismo y franciscanismo que imaginó Bergoglio con sus primeras exhibiciones
de “estigmas vivientes” –en este caso no clavos ardientes sino zapatos de uso
común, sentarse fuera del trono, no usar mitra– deriva en un debate profundo
para nuestro país. Decir “el papa peronista” es una figura alegórica de
engañosos resultados en cuanto a esta polémica. Bergoglio, en realidad, viene a
cerrar de un modo oscuro los grandes debates de los años ’70, que implicaban
distintas interpretaciones sociales, políticas y teológicas. Viene a cerrarlo
con rostro conservador y astuto (recordemos que la astucia era la principal
virtud que Julien Sorel, el personaje de Stendhal, les atribuía a los jesuitas,
con perdón de los otros grandes representantes de la orden intelectual de la
Iglesia, que cuenta con insignes escritores e investigadores). Lo cierto es que
estaba aún en tensión en estos años de historia nacional la antigua querella
entre los sacerdotes tercermundistas que hacían “la opción por los pobres” y la
idea de controlar la pobreza con el ingenio militante propio del jesuitismo
conservador. Se habría impuesto al fin éste, con rara facilidad, aunque en el
misterio, mayor que el de una misa, de la reciente votación vaticana.
Tenemos ahora un papa
que bendice a todos “urbi et orbi”, según la ironía del propio Perón, que
habría sido superado en estos días por la propia Iglesia, ya en condiciones de
bendecir realmente a todo el mundo, desde Lilita Carrió hasta Binner, desde al
jugador de fútbol que pone en su camiseta el rostro papal hasta los devotos del
“papa peronista”. La broma “todos son peronistas” se convertiría en política
real por primera vez en la historia argentina: todos son papistas. Lo que
ningún papa del pasado habría logrado con la totalidad de los duques y
emperadores del Medioevo. Por el momento, esta fruición incluye a los
condenados por crímenes contra la humanidad, y es deseable que por fin
Bergoglio, con su nombre o con el otro manto lingüístico casi milenario que se
puso, pueda decir qué significan su nombre terrenal y su nombre celestial,
haciendo lo que hasta ahora no hizo. Sabemos que no quiere ser una ONG
misericordiosa. No sabemos aún si quiere esclarecer el pasado o desea
astutamente saldar el conflicto de las décadas pasadas en medio de vaporosas
tinieblas, enfundando a las clases populares en un orden místico conservador
populista, desviándolas de un destino latinoamericano más justo. En este otro
destino, debemos ser insistentes en esto, una latencia cristiana social
conviviría dignamente con todas las vetas emancipadoras, con las que también
podría redimirse un cristianismo enmohecido, no sólo porque no usó sandalias de
pescador.
Ahora, cuando decimos
el nombre, como si fuera un pigmento secreto, de Guardia de Hierro, no es ni
para distraernos con juicios diferidos hacia una “Orden laica” interna del
peronismo, ni usar el fácil exorcismo de los que dicen no olvidar, pero su
renuencia a olvidar la ejercen mal. Esta es una cuestión presente y de la que
es menester hablar con circunspección. Disuelta esa Orden interna del peronismo,
que era un acto de paciente espera mimético en el seno de un orden popular e
institucional mayor, quedó como espectro errante su espíritu de centinelas de
las “misiones” disciplinadoras. La otra versión evangélica, asociada a diversas
insurgencias y a hombres armados, y que supo invocar a la “teología de la
liberación”, parecía ser la que se había transfigurado, luego de cuatro
décadas, hacia zonas de cambio social más reposadas y viables, como las que en
parte proponía el kirchnerismo. Este movimiento acude a nombres como el de
Cámpora, cercano a esas teologías de emancipación (entre laicas y místicas) y
desconocedor de las teologías políticas más fuertes, muy decisionistas y a la
vez poseedoras de nociones más estatistas. Recordemos la idea de “organizaciones
libres del pueblo”, de tintes neoderechistas, que moran en los recuerdos de la
lengua de Guardia de Hierro y no dejan de evocarse en las homilías de
Bergoglio. Son más popularistas que estatistas.
Este debate es como
si viniera a cerrarse muchas décadas después, no en la Argentina, sino en el
Vaticano. Bergoglio, más allá que haya tenido contactos con aquella disuelta
organización y de su dudoso comportamiento en aquellos años, pertenece a esta
saga política del “encuadramiento de lo popular” actuando en el “interior” de
esquemas estatales o militares, para realizar un nuevo activismo que en este
caso, como “organización popular libre”, disputará la dirección de los pueblos
que se rigen por un noción no empaquetada de emancipación social. Pueblo organizado
libremente, en esta versión, tiene aires de provincia jesuítica y ahora será
enigma para vaticanistas. “Caminar hacia Jesucristo, si no la cosa no va”, dijo
Bergoglio en su lengua laminada por lo popularesco. Ratzinger era un
intelectual más conservador aún, también de dudoso pasado, y que había dicho en
su debate con Habermas que “Cristo es la estructura del mundo”. Noción
demasiado spinoziana y clausurada, para poder actuar en ese “caminar”, que en
Francisco (“llámenme padre Bergoglio”, dice, como podría decir “llámenme
Ismael”) se resuelve en un llamado a la militancia más conservadora. Llamarlo
“papa peronista” se revela entonces, si no fuera una astucia menor, como un
lamentable traspié. No quiere este escrito ser anticlerical, como fácilmente
imaginan los vertiginosos publicistas vaticanos, que mal copian a las grandes
agencias publicitarias de la globalización, sino desentrañar en la fe de los
pueblos y en nuestras propias “creencia en las creencias”, el destino no sólo
de la democracia profunda en un país, sino también del alma de las religiones
mundiales, que deben despojarse de sus préstamos teológicos a los peores
cerrojos políticos que sufren los pueblos del mundo.
* Director de la Biblioteca Nacional,
profesor de la UBA.
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