El presidente Peña
Nieto se hace con las riendas del país a los tres meses de llegar al poder.
En las últimas semanas es frecuente escuchar a mexicanos de izquierdas
iniciar una conversación con frases como “nunca pensé que diría…” o
"¿quién me iba a decir a mí que…?” para subrayar su sorpresa por las
iniciativas tomadas por el presidente Enrique Peña Nieto en sus primeros cien días de
Gobierno. Esas palabras tienen también bastante de acto de
contrición por haberle subvalorado durante la campaña electoral como un líder
sin sustancia creado por Televisa, la mayor cadena del país, o un político de
diseño fabricado por la familia revolucionaria del Estado de México, un feudo
histórico del PRI donde hizo toda su carrera política hasta llegar a
gobernador.
El hecho es que en tan solo tres meses el nuevo Gobierno del viejo
partido ha cambiado la atmósfera política del país, acabado con el desánimo de
la sociedad durante los últimos años del presidente Felipe Calderón y generado
la expectativa dentro y fuera de sus fronteras de que esta vez sí, México puede
aprovechar la oportunidad para modernizarse y dar un salto adelante económico.
El sexenio comenzó, al día siguiente de la toma de posesión de Peña
Nieto, con la presentación del Pacto por
México, una agenda de reformas consensuada con las principales
fuerzas políticas de la oposición, el Partido Acción Nacional (PAN, centro derecha)
y el Partido de la Revolución Democrática (PRD, izquierda). Vino después la
promulgación de la reforma educativa, que recupera para el Estado la dirección
de la enseñanza hasta ahora en manos del poderoso sindicato de maestros, y la espectacular detención por
corrupción de la líder del gremio, Elba Esther Gordillo, antigua aliada del
PRI. Y continuó con una reforma constitucional en
materia de telecomunicaciones que pretende acabar con los
monopolios en telefonía, internet y televisión de los tres empresarios más
influyentes del país: Carlos Slim, Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego.
“No hay intereses intocables” ha dicho Peña Nieto, que insiste en cada
discurso en recuperar la “rectoría del Estado” y eliminar los obstáculos al
desarrollo que representan los poderes fácticos, sean sindicales, heredados del
viejo Estado corporativo mexicano, o empresarios jugadores de ventaja. El
anuncio de que habrá nuevas reglas del juego en el sector de las
telecomunicaciones tuvo efectos inmediatos: las acciones de América Móvil, la
compañía de Slim, cayeron más de un 7% y la agencia de calificación Standard
& Poor’s modificó su perspectiva de la deuda soberana de México de
“estable” a “positiva”.
La hora de la verdad llegará con las reformas energética y fiscal,
íntimamente ligadas y previstas para la segunda mitad del año. La apertura del
monopolio de petróleos Pemex a la iniciativa privada y la aplicación del IVA
por primera vez a medicinas y alimentos, donde el PRI se encontrará
previsiblemente con la oposición de la izquierda, medirán la voluntad de
transformación del nuevo Gobierno y la solidez del Pacto por México. No será
fácil conciliar las expectativas internacionales de inversión en México, las
resistencias de los poderes fácticos internos y la impopularidad de unas
medidas que atañen a la identidad nacional del país.
Ya en décadas pasadas hubo sexenios que generaron unas esperanzas de
cambio que al final se frustraron. Podría volver a ocurrir, pero el Pacto por
México marca una diferencia. Es verdad, como han señalado los economistas, que
su agenda no es técnicamente tan concreta como la de los Pactos de la Moncloa
de la Transición española, pero políticamente tiene gran importancia.
Compromete a los tres grandes partidos en un calendario de reformas para los
próximos seis años, cuyo incumplimiento tendrá la sanción del público, y eleva
extraordinariamente el coste político para el partido que lo rompa. De momento,
ha limitado el poder de los lobbies y el cabildeo del Congreso, disipado el temor
del que se hablaba en la campaña sobre que una victoria del PRI supondría una
“restauración autoritaria” y desplazado del escenario a la facción calderonista
del PAN y a los radicales del PRD.
El oficio político demostrado por el nuevo equipo del PRI aún suscita
dudas y recelos. Los resabios del viejo partido que dominó la vida política y
social de México durante 70 años, el de la élite autoritaria y corrupta experta
en la “negociación del incumplimiento selectivo de la ley”, ni se han olvidado
ni han desaparecido –nunca ha habido alternancia en numerosos Estados-. Y el
proyecto de poder que encarna Peña Nieto tiene todavía que demostrar que estará
orientado no solo hacia el crecimiento económico, sino también al desarrollo
institucional del país y de la sociedad civil y no a su control.
Una presidencia fuerte no es lo mismo que un Estado fuerte. Acabar con
la impunidad, la corrupción –empezando por sus propias filas- y la violencia
son desafíos mayores, que buena parte de la opinión pública considera la base
imprescindible para no construir sobre arena. Un nuevo PRI ha regresado al
poder después de 12 años en un nuevo México y en tan solo un trimestre ha
reconquistado la iniciativa. Tiene la historia, la estrategia y la oportunidad
para evitar otra decepción a los mexicanos.
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