Desconsuela
comprobar que sigue habiendo tanta pobreza, corrupción y burocracia en India,
la democracia más grande del mundo, mientras China exhibe mejores indicadores
económicos y mayor transparencia.
Por qué
la mayor democracia del mundo está, en apariencia, peor que la mayor dictadura?
Conviene aferrarse al término “en apariencia”, porque los indicadores
comparativos entre el rendimiento actual de India y el de China ofrecen escaso
consuelo. Pero a cualquier defensor de la libertad debe interesarle que este
país libre vaya mejor.
En
crecimiento, inflación, PIB per capita, desempleo, déficit presupuestario y
corrupción —prácticamente todos los indicadores en los que cree el hombre de
Davos—, India está peor que China.
La gran
equiparación prevista hace unos años no se ha producido. Por ejemplo, en PIB per
capita, India avanza
renqueando, con 3.851 dólares, frente a 9.146 dólares de China. Según las
cifras oficiales de 2011, el desempleo en India fue más del doble del de China.
El índice de Transparency International, que mide la percepción de la
corrupción, coloca a China en un mal puesto (compartido) en el mundo, el 80º,
pero India ocupa (también compartido) el 94º. Y así sucesivamente.
Bengala
al Punjab
Es muy
probable que China manipule sus cuentas más que India, de modo que hay que
descontar algo por “mentira, malditas mentiras y estadísticas”. Pero casi todas
las personas con las que he hablado en las más de dos semanas que he estado
recorriendo India —periodistas, mujeres empresarias, profesores, observadores
externos— aceptan en definitiva ese veredicto. Incluso lo agravan.
Los
pobres rurales, dicen, no están mejor que hace dos o tres decenios. Un antiguo
magistrado del Tribunal Supremo, un viejo y altísimo superviviente de la vieja
India progresista de Nehru, me dice con apasionada indignación que más del 40%
de los niños indios están seguramente malnutridos. “¡Peor que en África!”,
exclama. Y un informe detallado elaborado en 2005 por el Banco Mundial
corrobora esa opinión. Alrededor de 17.000 agricultores indios se suicidaron en
2010 por el fracaso de sus cosechas. Ni el viajero más superficial y
privilegiado puede evitar ver la escandalosa proximidad en la que conviven la
riqueza y la miseria, ya sea en los barrios de chabolas llenos de basura de
Bombay o en las granjas de aspecto medieval que bordean una autopista recién
construida.
¿Por qué?
He aquí varias explicaciones posibles. A diferencia de China, pero igual que en
Europa, India dedica enorme cantidad de energía al mero hecho de ocuparse de su
increíble diversidad. El presidente francés Charles de Gaulle dijo en una
ocasión: ¿Cómo se puede pretender gobernar un país que posee 246 variedades de
queso? ¿Pues qué me dicen de un país con 330 millones de dioses? Y cuando digo
un país, en fin: un viajero inglés del siglo XIX observó en una ocasión que
“Escocia se parece más a España que Bengala al Punjab”. Una exageración
poética, sin duda, pero lo cierto es que este país es un continente, una comunidad,
un imperio. Y, como Europa, está tratando de hacer frente a esa diversidad en
libertad. China también tiene diversidad, con áreas inmensas, aunque poco
pobladas, cuyos habitantes son en su mayoría tibetanos y musulmanes, pero la
afronta sobre todo mediante la represión.
Para que
la libertad funcione en la diversidad es necesario contar con un relato
poderoso y unificador. Estados Unidos lo tiene, como volvimos a ver en la toma
de posesión del presidente Barack Obama (sí, es un mito, pero los mitos nacionales
mueven montañas). Europa tuvo un relato así después de 1945, pero lo ha
perdido. India también lo tuvo en las primeras décadas tras la independencia,
pero, como Europa, ahora ha perdido el hilo. En su lugar, existen múltiples
relatos opuestos, en un rifirrafe general de políticos y medios de
comunicación. Por desgracia, aunque no debe extrañar a nadie, muchos de esos
relatos son sectarios, regionalistas, chauvinistas y mezquinos, y dividen en
vez de unir.
burocracia
de pesadilla
Y luego
está lo que se ha denominado “el Raj de las licencias”. Las estructuras
administrativas heredadas del imperio británico, que por asombroso que parezca
siguen siendo iguales en muchos aspectos, han crecido sin parar hasta
convertirse en una burocracia de pesadilla. Grandes empresarios indios como
Lakshmi Mittal y el recién jubilado Ratan Tata prefieren invertir en otros
lugares porque tardan siete u ocho años en conseguir todos los permisos para
hacerlo en su país.
Si la
burocracia de un Estado poscolonial es un problema, la solución debería ser más
desregulación y liberalización económica; y en ciertos sentidos, lo es. Será,
por ejemplo, la única forma de que podamos alcanzar un acuerdo de libre
comercio entre la UE e India, que beneficiaría enormemente a ambas partes. Pero
la liberalización del mercado que arrasó en los años noventa es parte del
problema también.
Fijémonos
en los medios de comunicación. Los medios indios se encuentran hoy inmersos en
una carrera a la baja por ser los más comerciales y sensacionalistas, que hace
que en comparación la cadena Fox
News resulte “justa y
equilibrada” y el tabloide británico The Sun parezca un boletín
de noticias del Ejército de Salvación. Algunos periódicos de calidad como The
Hindu son excepciones
que confirman la regla. Por otra parte, los anuncios que ocupan literalmente
portadas enteras y las “noticias pagadas” (empresas que pagan para que se
informe de manera favorable sobre ellas) están a la orden del día.
Y no hay
que olvidarse de la política. Todo el mundo, absolutamente todo el mundo, me
dice que los negocios y la política en Delhi tienen una relación tan carnal
como la de los dioses y diosas tántricos. Además de los insultos estridentes,
la política de identidad regional y religiosa y el principio dinástico (véase
la irresistible ascensión de Rahul Gandhi en el Partido del Congreso), está la
monstruosa condescendencia que se exhibe hacia los dos de cada tres indios que
todavía viven en la más terrible pobreza. Aunque algunas iniciativas
corporativas y filantrópicas les ofrecen los instrumentos esenciales para
ayudarse a sí mismos, en general los políticos se limitan a darles subsidios
para alimentos básicos, unos cuantos artículos baratos y trabajo de escasa remuneración
garantizado para unos días al año; y después les compran el voto cuando llegan
las elecciones. Como decían los antiguos romanos, se trata de ofrecer “pan y
circo” a la plebe. En este caso, el circo es el críquet (“un deporte indio que
inventaron por casualidad los británicos”) y las actividades de los famosos de
Bollywood.
¿Entonces
es inevitable que China siga por delante? No y no. No, porque, aunque el
sistema indio es un culebrón cotidiano de pequeñas crisis, la gran crisis del
contradictorio sistema que es el capitalismo leninista de China no ha llegado
todavía. Y no, en segundo lugar, porque India es un país libre, con la más
increíble diversidad de talento, originalidad, personalidad y espiritualidad en
sus seres humanos. No tengo la menor duda de que la libre expresión de la
individualidad humana tendrá que acabar sacando todo eso a relucir.
Por eso
digo, ¡Vamos, India! Por lo que a mí respecta, puedes derrotar a Inglaterra en
todos los partidos de críquet durante los próximos 10 años, pero con una
condición: que también empieces a derrotar a China en política. Y al decir
política no me refiero a la mezquina rivalidad por el poder y los privilegios,
sino a hacer realidad el enorme potencial de tu pueblo.
Timothy
Garton Ash es
catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador
titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro
es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una
década sin nombre.
Traducción
de María Luisa Rodríguez Tapia.
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