Hace cincuenta años, el presidente estadounidense imaginó que era
posible normalizar la política mundial y eliminar la probabilidad de un final
apocalíptico para la humanidad. Su deseo es hoy una realidad.
EVA VÁZQUEZ
La visita
del presidente Kennedy a Berlín Occidental el 26 de junio de 1963, la
entusiasta acogida de las multitudes y su apasionado discurso en el Ayuntamiento
son ya legendarios. Allí proclamó que Estados Unidos defendería a la ciudad
rodeada. Pero ya en agosto de 1961 Kennedy había comprendido que la
construcción del Muro era, para la Unión Soviética y Alemania Oriental, el
reconocimiento de la existencia de Berlín Occidental y sus ocupantes aliados.
Hubo tensión entre las superpotencias (por el derecho de los aliados a entrar
en Berlín Este), pero Jruschov y Kennedy retiraron sus carros de combate de
Checkpoint Charlie. Algunos norteamericanos, como el general Clay, que había
dirigido en 1948 el puente aéreo de abastecimiento a la ciudad, eran
partidarios de derribar el Muro. Kennedy le escuchó con el mismo escepticismo
que mostraría cuando los generales y asesores exigieron atacar Cuba durante la
crisis de los misiles de noviembre de 1962. En Berlín, varios acuerdos locales
sobre transacciones económicas y visitas familiares aliviaron a los habitantes
de los dos lados. También se iniciaron los pasos hacia una reconciliación que
sería el legado de Willy Brandt, continuado por Schmidt y Kohl.
En
su breve discurso en el Ayuntamiento, Kennedy elogió el valor de los
berlineses, denunció el poder comunista en términos muy duros y dijo que había
escasas posibilidades de que la situación mejorase. Sus asesores Arthur
Schlesinger y Theodore Sorensen, que estaban con él en Berlín, dieron a su
siguiente discurso, en la Universidad Libre, un tono muy distinto, con la
predicción de que el enfrentamiento entre los bloques sería sustituido por el
reconocimiento de la coexistencia como interés común. Kennedy pidió a los
ciudadanos de Occidente que, en lugar de malgastar energías en congratularse,
promovieran la justicia social y económica en sus sociedades. Habló del
movimiento de los derechos civiles y dijo que los “vientos de cambio” soplaban
en contra del Telón de Acero: una frase tomada del primer ministro británico
Harold Macmillan, que la había utilizado en Sudáfrica en 1960 para pedir el fin
del apartheid.
Ese
segundo discurso de Kennedy en Berlín expresó su visión política más general.
En la primavera de 1963 estaba preocupado por la disparidad entre su imagen,
muy favorable tanto en Estados Unidos como en el mundo, y unos logros que
consideraba mediocres. No le gustaban los triunfalistas que veían la retirada
de los misiles soviéticos de Cuba como una victoria sobre el adversario; él
pensaba que se había evitado la guerra nuclear por los pelos. En la clase
dirigente estadounidense, muchos, incluidos sus propios jefes militares,
criticaban abiertamente que no hubiera aprovechado la crisis para expulsar a la
URSS de Europa del Este o incluso para acabar con ella. Sabía que a Jrushchov
le angustiaba la locura de Mao, dispuesto a asumir el peligro nuclear, y que
muchos militares y políticos soviéticos no le perdonaban que dialogara con
Estados Unidos. Kennedy temía otra crisis en la que los líderes políticos de
las superpotencias no lograran arrebatar a sus generales el control de los
acontecimientos. Los estadounidenses estaban aún atrapados en una cultura llena
de imágenes de guerra nuclear y creían que ellos (y unos cuantos aliados
obedientes) eran los únicos buenos. El presidente pensaba que la situación era
aún muy delicada y deseaba contar con la cooperación soviética para fomentar la
coexistencia. Pero antes tenía que tranquilizar a su propio país.
El 10 de
junio pronunció en la American University de Washington un discurso en el que
atrevió a ir mucho más allá que cualquier otro presidente. Insistió en la
humanidad común de las poblaciones de los dos bloques, elogió a la Unión
Soviética por sus sacrificios durante la guerra, se declaró dispuesto a
colaborar para hacer posible, poco a poco, la coexistencia. Para su
consternación, la reacción estadounidense fue tibia. En Rusia, la respuesta fue
positiva, y el texto se publicó en la prensa, un hecho extraordinario para la
época.
Kennedy
estaba negociando con Jrushchov a traves de intermediarios extraoficiales. Su
asesor científico, el físico Jerome Wiesner, había ido a Moscú para tantear la
posibilidad de un acuerdo sobre la limitación de las pruebas nucleares. Tras el
discurso del 10 de junio, Kennedy envió a Averell Harriman, que regresó con
dicho tratado, que el Senado estadounidense ratificó por amplio margen ese
otoño.
Mientras
tanto, Estados Unidos se debatía con su más grave problema social. Los
afroamericanos del sur exigían acabar con la segregación y que se les
reconociera la plena igualdad civil teóricamente concedida desde hacía un
siglo, y la sociedad estaba dividida. Al día siguiente de las palabras sobre la
guerra fría, en un apasionado discurso televisado, Kennedy declaró que era un
problema moral y necesitaba una respuesta moral. El discurso del 11 de junio no
estaba planeado como el anterior, sino que fue una respuesta al intento del
racista gobernador Wallace de Alabama de impedir que los afroamericanos
asistieran a la universidad pública del Estado. En el plazo de unos días,
Kennedy arriesgó su presidencia y sus posibilidades de reelección. Desafió el
nacionalismo desmesurado y a quienes se beneficiaban de él y se atrevió a
enfrentarse a las patologías más profundas del espíritu nacional. Cuando, dos
semanas después, en la Universidad Libre de Berlín, pidió a las democrcacias
occidentales que aceptaran los riesgos del progreso, era la encarnación de la
autenticidad.
La guerra
fría no terminó con la unificación de Alemania (profetizada por Kennedy en la
Universidad Libre). Ya había perdido mucha intensidad. Sucesivos acuerdos
internacionales, algunos tácitos e incluso negados, evitaron los peligros de
conflictos involuntarios. Y las poblaciones de los dos bloques rechazaron la
nuclearización de la política internacional.
Los
choques continuaron. Pero, en 1973, Estados Unidos y la URSS no consintieron
que Egipto e Israel les arrastraran a una guerra. Sus intervenciones como
superpotencias culminaron en derrotas militares y morales, para Estados Unidos
en Vietnam y para la Unión Soviética en Afganistán. La debacle del Pacto de
Varsovia en Checoslovaquia en 1968 se compensó con la brutalidad del apoyo
estadounidense al golpe chileno de 1973. La temeridad de las superpotencias al
estacionar nuevos misiles nucleares en Europa a finales de los setenta causó
malestar en los dos bandos. La agitación hizo más poroso el Telón de Acero. En
1971 se firmaron los acuerdos de Helsinki, que tuvieron las consecuencias
imprevistas. El bloque soviético aceptó las cláusulas sobre derechos humanos
como algo inocuo. Pocos occidentales comprendieron su importancia: recuerdo a
Kissinger dormitando en la reunión. Sin embargo, esas cláusulas fueron la base
que dio legitimidad política a los grupos de oposición a las dictaduras en la
Europa soviética y estimularon la democratización en Portugal y España.
Todo
aquello podía no haber ocurrido. Poca gente lo predijo. Los discursos de
Kennedy tuvieron gran trascendencia histórica porque mostraron que muchas cosas
que se creían imposibles eran factibles. Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan y
Bush padre abordaron las negociaciones con la URSS con normalidad. Los
socialdemócratas y demócratas liberales de Alemania, con gran respaldo de la
Iglesia protestante, lograron una serie de acuerdos con la República
Democrática Alemana y la Unión Soviética. El Vaticano ejerció su propia
diplomacia en el Este, con especial repercusión en Hungría y Polonia.
Los
discursos de Kennedy de hace 50 años imaginaron la normalización de la política
mundial y la eliminación gradual de la posibilidad de un fin apocalíptico para
la humanidad. Hace 50 años, cualquier gran error político podía ser fatal. Hoy
no son más que errores. Freud dijo que, cuando el psicoanálisis sustituía el
sufrimiento neurótico por una infelicidad humana normal, eso era una gran
victoria. El deseo de Kennedy de un mundo pacificado, hasta ahora, nos ha
aportado una infelicidad normal, pero él se refirió además a algo más profundo.
Si eso le costó su vida unos meses después es materia para otra reflexión.
Norman
Birnbaum es
catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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