Ser político en
sentido auténtico es preferir enmendar errores a linchar culpables.
En una de sus cartas, Voltaire asegura que los humanos tenemos un número
determinado de dientes, cabellos e ideas que con los años vamos perdiendo paulatinamente
hasta quedar reducidos al despojado modelo que la vejez presenta al público.
Puedo dar fe personal de ese desguace, pero no todos sus registros me parecen
igualmente deplorables. En concreto el adelgazamiento de la provisión
ideológica tiene bastante de beneficioso.
La experiencia demuestra que rebosar de ideas no es señal de gran
inteligencia, sino más bien de lo contrario: los sabios las someten al mismo
régimen que las juergas y se permiten muy pocas. A quienes no lo somos, nos
viene bien que el tiempo nos desbroce de la excesiva facundia, sobre todo en lo
político. A mí me ha dejado reducido al ideal socialdemócrata y poco más. Ya sé
que el término les suena peyorativo y anticuado a amigos a los que
intelectualmente aprecio, porque les recuerda la propaganda ineficaz o nociva
de ciertos socialistas al hispánico modo, pero a mi juicio equivale al sentido
común (un punto escéptico) aplicado a la gestión de lo común. Aún más, creo que
se trata ni más ni menos de lo que George Orwell (a quien por cierto ahora
algunos, a propósito de Snowden, confunden con Mercedes Milá) llamaba common
decency, la decencia corriente en lo que toca a lo común.
Ahora estamos viendo que la socialdemocracia, con su combinación cívica
de derechos y deberes, su énfasis en la defensa de un espacio vital y unos
servicios públicos no sometidos a la mera regulación comercial y su principio
de que toda riqueza es social y por tanto debe ser socialmente responsable, no
es una aspiración política facilona ni aburridamente modesta como algunos han
podido suponer. Aún menos, desde luego, una suerte de totalitarismo light que
marchita o proscribe la excelencia individual. Más bien se trata del auténtico
esfuerzo revolucionario de la era contemporánea, contra la que han ido
creciendo obstáculos institucionales y económicos que revelan el fondo
subversivo de sus aparentemente sosegadas propuestas. Lo que parecía un ideal
domesticado se ha convertido por la zapa de intereses reaccionarios en casi una
utopía. En efecto, la socialdemocracia nunca ha pedido el sol a media noche,
sino una red de alumbrado público eficaz cuando se pone oscuro. Eso la enfrenta
por igual a quienes claman que debemos resignarnos a las tinieblas pues son
naturales (salvo para los héroes capaces de conseguir su propia linterna) y a
los que recomiendan apedrear las pocas farolas que pueda haber y exigir el
amanecer ya o nada.
En el fondo, los movimientos ciudadanos como el 15-M y derivados, aunque
peraltados en ocasiones por declamaciones radicales de hoja caduca (véase el
párrafo primero de esta nota), lo que coinciden en exigir es la recuperación de
los puntos perdidos o jibarizados del ideario socialdemócrata. Zarandeados por
una crisis que exige reformas de calado, pero también se presta a servir de
coartada a retrocesos antiigualitarios, los más adormecidos han cobrado
conciencia de que el llamado Estado de bienestar no tiene piloto automático y
que nada socialmente bueno está garantizado para siempre si sus beneficiarios
no quieren o no saben empeñarse políticamente en conservarlo y actualizarlo.
Se nos ha dicho que no solo los ciudadanos de a pie padecen la tormenta
actual, sino también grandes inversores, entidades bancarias y hasta Gobiernos,
nacionales o regionales, para cuya recuperación debemos consentir en
sacrificios… por nuestro bien. Pero aunque puede que, lo queramos o no, los
problemas de los poderosos sean nuestros problemas, “lo que es seguro es que
sus soluciones no son nuestras soluciones”. Tomo la cita del muy sugestivo y
didáctico libro que ha dedicado Félix Ovejero a la teoría de la democracia a
partir del 15-M: ¿Idiotas o ciudadanos? (ed. Montesinos). Un
oportuno prontuario de cómo mantener y poner al día las reivindicaciones de la
socialdemocracia en la estación poco propicia, sin abandonismo resignado ni
autocomplacencia.
Se extiende en España el separatismo manso: esa
gente que solo se siente unida al resto ante un accidente grave o un triunfo
deportivo
A mi juicio, lo primero que hay que recobrar es la dimensión política de
cada uno y todos en la palestra democrática. Ser político en el sentido
auténtico del término, no en el insultante y pueril, es preferir enmendar
errores a linchar culpables. Para ello no basta con tener claros los legítimos
intereses particulares sino buscar la forma de encuadrarlos y defenderlos en el
conjunto de todos los afanes sociales, que también debemos considerar como
propios para no fraccionar nuestra ciudadanía. Una de las exigencias más
repetidas, sea con honesto fervor o por rutina demagógica, es que los políticos
que ocupan cargos representativos deben salir de sus despachos y acercarse más
a los problemas de la gente; pero, puesto que esa gente también está formada
por políticos y no por idiotas aislados en sus reclamaciones, no menos oportuno
sería que cada cual intentase imaginarse en el despacho del representante de
turno, teniendo que armonizar demandas y urgencias contrapuestas. No vale
monopolizar en provecho propio, aun legítimo, la voz del pueblo, porque esta
rara vez suena con la unanimidad del orfeón. “La argumentación pública obliga a
mostrar que, en algún sentido, las tesis defendidas se corresponden con
principios generalmente aceptables, de interés general, y con la realidad del
mundo” (F. Ovejero, op. cit.).
En España, el peor sabotaje al uso racional de la ciudadanía es el
separatismo bravo o manso que se ha generalizado. Este último, el separatismo
de los no separatistas, es el más extendido y por tanto el más dañino. Esa
buena gente que solo se siente unida al resto de sus compatriotas cuando hay un
accidente trágico o un triunfo deportivo, nunca en la gestión política. En las
peores épocas del terrorismo, oíamos decir a gente bienintencionada (creo yo):
“Eso es algo que tenéis que resolver los propios vascos”. Y hoy se discute si
el derecho a decidir en Cataluña es legal o ilegal, pero pocos mencionan que
excluye antidemocráticamente de la decisión al resto de los españoles de cuyo
país forma parte Cataluña. Es el patriotismo de la vaca que ríe: cada región
una porción separada envuelta en su papel de plata, que comparten la misma
cajita, pero se comen por separado. Y eso en el mejor de los casos…
Defender los derechos de lo común a todos (por ejemplo, la lengua y el
derecho a ser educados en ella) es una agresión a idiosincrasias sacrosantas, a
veces de cuño reciente. El lenguaje políticamente correcto decreta que
“euskaldunizar”, “catalanizar” o “descentralizar” pueden llevar a abusos, pero
son términos aceptables; en cambio “españolizar” o “recentralizar” son voces
reaccionarias en sí mismas, incluso fascistas. Los políticos antiseparatistas,
si quieren ser gente progre, serán vasquistas, catalanistas o galleguistas y
proclamarán que ya no tiene sentido reivindicar la nacionalidad estatal, pasada
de moda. Y ni siquiera se puede culpar de este fraccionamiento a los
nacionalistas, lo mismo que no llamamos “ladrón” a quien entra en una casa de
puertas abiertas y se lleva algo precioso que nadie protege ni reclama como
suyo. ¡Qué difícil es que los ciudadanos puedan luchar eficazmente por
actualizar el proyecto socialdemócrata en estas condiciones!
Fernando Savater es escritor.
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