Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

miércoles, 14 de agosto de 2013

Ahora, la sucesión



Por Natalio Botana | LA NACION




La experiencia nos enseña que la Argentina no tiene resuelto el problema de la sucesión política en el vértice del poder presidencial. Aunque hay antecedentes, a partir de 1983 este asunto pendiente oscila entre la concentración y la dispersión del poder. La concentración -lo hemos visto en la última década- es producto del apetito hegemónico; la dispersión, en cambio, proviene de un estallido faccionalista en el cual múltiples candidatos disputan el trofeo de la presidencia.

Las PASO del domingo ilustran este doble movimiento. Con cuatro millones de votos perdidos, derrotado en todos los distritos centrales (provincia de Buenos Aires, CABA, Córdoba, Santa Fe y Mendoza) y con severas pérdidas en provincias que se consideraban inexpugnables, la imagen del oficialismo es la de quien ha perdido, de un día para otro, su atributo más apreciado: ya no se yergue sobre el régimen institucional como un poder supremo, pronto a conquistar la reelección, sino que se reduce al papel de una autoridad mucho más frágil a la cual asedian, desde fuera y desde dentro de sus propias filas, muchas cabezas opositoras: la hidra contra el leviatán.

Nuestra política está crujiendo y lo hace con modalidad propia, a los sobresaltos, con liderazgos repentinos que se construyen velozmente, reproduciendo en esta encrucijada un argumento que tuvo su primer acto durante el menemismo. Es un juego que pone en tensa relación, por un lado, la intencionalidad hegemónica de gobernantes con vocación plebiscitaria y cesarista, y, por otro, las reacciones de un electorado que crece, se divide y rechaza ese proyecto.
Esta expresión negativa tiene mucho que ver con el péndulo de las ambiciones que gira en el mundo peronista. Si Duhalde vetó internamente el sueño menemista de la re-reelección, Sergio Massa avanza por un camino análogo para señalarle a Cristina Kirchner que, a partir de 2015, no le quedará más alternativa que volver a su casa. Los vínculos recíprocos entre intenciones hegemónicas y votos concomitantes no son por tanto novedosos. Pero lo que sí llama la atención es el desperdicio institucional derivado de una voluntad hegemónica incompetente que no consuma su designio y, a su vez, genera descontento.
El precio de estos desaguisados es conocido. Al subordinar los recursos del Estado a semejante propósito, los resortes del buen gobierno republicano se oxidan y la gestión cotidiana de los asuntos públicos se deteriora rápidamente. Una consecuencia, entre otras, de la pertinaz ignorancia de no entender el perfil pluralista de la sociedad y de no tomar en cuenta la autonomía de nuestra ciudadanía.
Los efectos de dicha incomprensión provocan la caída en picada de la cumbre al llano y, con ello, el brusco pasaje de la verticalidad a la horizontalidad. De este modo, disipado el encanto hegemónico, el mundo peronista ha comenzado a desplazarse de la periferia al centro. En el curso de 21 años, la aventura del poder en este vasto movimiento arrancó de dos provincias lejanas y poco pobladas, en los extremos del norte y el sur del país, hasta conquistar el centro neurálgico del electorado situado en la provincia de Buenos Aires. Tal la estrella de Carlos Menem y de Néstor y Cristina Kirchner. Hoy, cuando soplan vientos contrarios, la aventura se revierte en territorio bonaerense, donde despunta la lucha por la supremacía entre Massa y Scioli (con la posible intervención del justicialismo en otra provincia de peso como Córdoba).
¿Qué decir, en cambio, de aquellos que se ubican más allá de estas fronteras? El dato más destacable en este terreno es el renacimiento de la Unión Cívica Radical. En la geografía electoral del país, el radicalismo es el segundo partido nacional con recuperaciones significativas, solo o en alianza, en prácticamente todos los distritos. Les falta, sin embargo, un suplemento, pues la fortaleza que han mostrado en Jujuy, Catamarca y La Rioja hasta llegar a Santa Cruz, pasando por Corrientes, Santa Fe, Mendoza y Córdoba, no se compadece con su debilidad en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Mientras el peronismo dispara otra aventura desde la megalópolis y las tierras bonaerenses, el radicalismo se hace fuerte en la periferia y no logra prevalecer en ese centro por tantas razones estratégico.
Este contexto, qué duda cabe, es también fuente de incertidumbre. En una campaña electoral de larga duración, entre agosto y octubre, habrá que ratificar las cifras obtenidas o enmendarlas. Pero si el Poder Ejecutivo insiste en plantear estos comicios intermedios como un choque plebiscitario a todo o nada, el clima seguirá enrarecido y no se levantará el pie del acelerador. Para esas mentalidades agonales, los objetivos enemigos, en particular los mediáticos, están siempre bajo la mira.
Estas actitudes irían naturalmente contra una corriente que, desde distintos sectores, reclama más concordia y tolerancia (Sergio Massa no se ha cansado de subrayar esta carencia). Dos atributos insuficientes si a ellos no se añade el arte de concertar coaliciones programáticas con aptitud ganadora. En el campo opositor no peronista ésta es una necesidad impostergable para no repetir los gruesos errores que se cometieron después de obtener una buena cosecha de sufragios en la elecciones de 2009. En aquella circunstancia prevaleció un faccionalismo disolvente que contribuyó, junto con otros factores económicos, para que el Frente para la Victoria terminase capturando la holgada mayoría del 54% de los votos. Las libertades implican resistencias y las resistencias, so pena de martillar sobre gestos egocéntricos, requieren acuerdos y espíritu de asociación.
El obstáculo que habría entonces que superar es tributario del desarrollo imprevisto de un régimen inestable de facciones y candidaturas que suben y bajan al ritmo de la participación electoral. Es un crepúsculo del sistema de partidos que contrasta, por ejemplo, con lo que acontece en Uruguay o en Chile. Reaparece el radicalismo, pero se fractura el peronismo; emergen o se consolidan candidaturas de distrito, pero con escasa trascendencia en el resto del país. Para el historiador, éste es un hecho significativo, como si la antigua política de candidatos y facciones sin partidos modernos, previa al ejercicio efectivo del sufragio universal, resucitase ahora en el marco de la democracia de masas.
Noticia complicada, porque esta multiplicación de pretendientes podría ser ordenada si la dirigencia y la ciudadanía acatan reglas formales para resolver con racionalidad los conflictos sucesorios. ¿Podríamos acaso suponer que las candidaturas que brotaron el domingo sabrán medir la exigencias que, en un futuro próximo, se derivan de este primer recuento globular de las PASO y de los resultados de las elecciones definitivas en el mes de octubre? Es todo un desafío.
Si la ambición hegemónica prenuncia un porvenir autoritario, los impulsos facciosos unidos al pobre rendimiento gubernamental prenuncian, por su parte, un porvenir más anárquico y, al cabo, ingobernable. Para impedir ambas recaídas, la democracia republicana demanda lo esencial: respetar a rajatabla las reglas de sucesión previstas en la Constitución y en las leyes y reducir a la unidad de pocas ofertas electorales la dispersión que ahora prevalece. Cuestión de inteligencia política y de estilo cívico, virtudes con las cuales estamos todavía en deuda los argentinos.
© LA NACION. 

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