La
experiencia nos enseña que la Argentina no tiene resuelto
el problema de la sucesión política en el vértice del poder presidencial.
Aunque hay antecedentes, a partir de 1983 este asunto pendiente oscila entre la
concentración y la dispersión del poder. La concentración -lo hemos visto en la
última década- es producto del apetito hegemónico; la dispersión, en cambio,
proviene de un estallido faccionalista en el cual múltiples candidatos disputan
el trofeo de la presidencia.
Las PASO del domingo ilustran
este doble movimiento. Con cuatro millones de votos perdidos,
derrotado en todos los distritos centrales (provincia de Buenos Aires, CABA,
Córdoba, Santa Fe y Mendoza) y con severas pérdidas en provincias que se
consideraban inexpugnables, la imagen del oficialismo es la de quien ha
perdido, de un día para otro, su atributo más apreciado: ya no se yergue sobre
el régimen institucional como un poder supremo, pronto a conquistar la
reelección, sino que se reduce al papel de una autoridad mucho más frágil a la
cual asedian, desde fuera y desde dentro de sus propias filas, muchas cabezas
opositoras: la hidra contra el leviatán.
Nuestra política está crujiendo y lo hace con
modalidad propia, a los sobresaltos, con liderazgos repentinos que se
construyen velozmente, reproduciendo en esta encrucijada un argumento que tuvo
su primer acto durante el menemismo. Es un juego que pone en tensa relación,
por un lado, la intencionalidad hegemónica de gobernantes con vocación
plebiscitaria y cesarista, y, por otro, las reacciones de un electorado que
crece, se divide y rechaza ese proyecto.
Esta expresión negativa tiene mucho que ver con el
péndulo de las ambiciones que gira en el mundo peronista. Si Duhalde vetó
internamente el sueño menemista de la re-reelección, Sergio Massa avanza por un
camino análogo para señalarle a Cristina Kirchner que, a partir de 2015, no le
quedará más alternativa que volver a su casa. Los vínculos recíprocos entre
intenciones hegemónicas y votos concomitantes no son por tanto novedosos. Pero
lo que sí llama la atención es el desperdicio institucional derivado de una
voluntad hegemónica incompetente que no consuma su designio y, a su vez, genera
descontento.
El precio de estos desaguisados es conocido. Al
subordinar los recursos del Estado a semejante propósito, los resortes del buen
gobierno republicano se oxidan y la gestión cotidiana de los asuntos públicos
se deteriora rápidamente. Una consecuencia, entre otras, de la pertinaz
ignorancia de no entender el perfil pluralista de la sociedad y de no tomar en
cuenta la autonomía de nuestra ciudadanía.
Los efectos de dicha incomprensión provocan la
caída en picada de la cumbre al llano y, con ello, el brusco pasaje de la
verticalidad a la horizontalidad. De este modo, disipado el encanto hegemónico,
el mundo peronista ha comenzado a desplazarse de la periferia al centro. En el
curso de 21 años, la aventura del poder en este vasto movimiento arrancó de dos
provincias lejanas y poco pobladas, en los extremos del norte y el sur del
país, hasta conquistar el centro neurálgico del electorado situado en la
provincia de Buenos Aires. Tal la estrella de Carlos Menem y de Néstor y
Cristina Kirchner. Hoy, cuando soplan vientos contrarios, la aventura se
revierte en territorio bonaerense, donde despunta la lucha por la supremacía
entre Massa y Scioli (con la posible intervención del justicialismo en otra
provincia de peso como Córdoba).
¿Qué decir, en cambio, de aquellos que se ubican
más allá de estas fronteras? El dato más destacable en este terreno es el
renacimiento de la Unión Cívica Radical. En la geografía electoral del país, el
radicalismo es el segundo partido nacional con recuperaciones significativas,
solo o en alianza, en prácticamente todos los distritos. Les falta, sin
embargo, un suplemento, pues la fortaleza que han mostrado en Jujuy, Catamarca
y La Rioja hasta llegar a Santa Cruz, pasando por Corrientes, Santa Fe, Mendoza
y Córdoba, no se compadece con su debilidad en la ciudad y en la provincia de
Buenos Aires. Mientras el peronismo dispara otra aventura desde la megalópolis
y las tierras bonaerenses, el radicalismo se hace fuerte en la periferia y no
logra prevalecer en ese centro por tantas razones estratégico.
Este contexto, qué duda cabe, es también fuente de
incertidumbre. En una campaña electoral de larga duración, entre agosto y
octubre, habrá que ratificar las cifras obtenidas o enmendarlas. Pero si el
Poder Ejecutivo insiste en plantear estos comicios intermedios como un choque
plebiscitario a todo o nada, el clima seguirá enrarecido y no se levantará el
pie del acelerador. Para esas mentalidades agonales, los objetivos enemigos, en
particular los mediáticos, están siempre bajo la mira.
Estas actitudes irían naturalmente contra una
corriente que, desde distintos sectores, reclama más concordia y tolerancia
(Sergio Massa no se ha cansado de subrayar esta carencia). Dos atributos
insuficientes si a ellos no se añade el arte de concertar coaliciones
programáticas con aptitud ganadora. En el campo opositor no peronista ésta es
una necesidad impostergable para no repetir los gruesos errores que se
cometieron después de obtener una buena cosecha de sufragios en la elecciones
de 2009. En aquella circunstancia prevaleció un faccionalismo disolvente que
contribuyó, junto con otros factores económicos, para que el Frente para la
Victoria terminase capturando la holgada mayoría del 54% de los votos. Las
libertades implican resistencias y las resistencias, so pena de martillar sobre
gestos egocéntricos, requieren acuerdos y espíritu de asociación.
El obstáculo que habría entonces que superar es
tributario del desarrollo imprevisto de un régimen inestable de facciones y
candidaturas que suben y bajan al ritmo de la participación electoral. Es un
crepúsculo del sistema de partidos que contrasta, por ejemplo, con lo que
acontece en Uruguay o en Chile. Reaparece el radicalismo, pero se fractura el
peronismo; emergen o se consolidan candidaturas de distrito, pero con escasa
trascendencia en el resto del país. Para el historiador, éste es un hecho
significativo, como si la antigua política de candidatos y facciones sin
partidos modernos, previa al ejercicio efectivo del sufragio universal,
resucitase ahora en el marco de la democracia de masas.
Noticia complicada, porque esta multiplicación de
pretendientes podría ser ordenada si la dirigencia y la ciudadanía acatan
reglas formales para resolver con racionalidad los conflictos sucesorios.
¿Podríamos acaso suponer que las candidaturas que brotaron el domingo sabrán
medir la exigencias que, en un futuro próximo, se derivan de este primer
recuento globular de las PASO y de los resultados de las elecciones definitivas
en el mes de octubre? Es todo un desafío.
Si la ambición hegemónica prenuncia un porvenir
autoritario, los impulsos facciosos unidos al pobre rendimiento gubernamental
prenuncian, por su parte, un porvenir más anárquico y, al cabo, ingobernable.
Para impedir ambas recaídas, la democracia republicana demanda lo esencial:
respetar a rajatabla las reglas de sucesión previstas en la Constitución y en
las leyes y reducir a la unidad de pocas ofertas electorales la dispersión que
ahora prevalece. Cuestión de inteligencia política y de estilo cívico, virtudes
con las cuales estamos todavía en deuda los argentinos.
© LA NACION.
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