Tras
el triunfo de las distintas “primaveras árabes” han emergido grupos
minoritarios de islamistas radicales que harán lo posible para que ningún
régimen de libertades sea estable y duradero.
FERNANDO VICENTE
Caminar
por el paseo marítimo entre Marbella y Puerto Banús en una mañana clara y
transparente como la de hoy es una experiencia fascinante; se oyen todos los
idiomas del mundo y, al otro lado del mar, se divisa la costa africana: unas
manchas verde grisáceas que a ratos se eclipsan y poco después reaparecen en
formas que deben ser colinas o montañas. Un poco más al sur debe estar Ceuta,
bella y activa ciudad donde hace un mes pasé tres días intensos, impresionado
por sus parques, el museo que da cuenta de su milenaria historia en la que
todas las civilizaciones mediterráneas dejaron una huella y que los ceutíes
preservan con orgullo, la soberbia vista del encuentro, a sus pies, del
Mediterráneo y el Atlántico.
Pero lo
que más me conmovió en Ceuta fue la civilizada convivencia entre sus
religiones; cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, viven en armonía y
amistad, algo ejemplar en estos tiempos enconados de guerras religiosas. Era
una impresión superficial y apresurada, por lo demás, como lo demuestran estos
días las noticias. En la sombra de aquel pacífico lugar, una pequeña quinta
columna de fanáticos islamistas se aprestaba a romper aquella paz con atentados
terroristas. Descubiertos a tiempo, ahora una veintena de ellos están presos.
Pero la amenaza sigue allí.
Cada
mañana que recorro este paseo marítimo no puedo dejar de pensar en esa África
que percibo allá a lo lejos, en el entusiasmo con que, como tantos millones de
personas en el mundo, seguí ese movimiento de rebeldía y libertad, la
“primavera árabe”, que sacudió de raíz las satrapías de Túnez, Libia, Egipto y
que ahora sigue luchando en Siria. Era exaltante ver cómo, por fin, aquellos
pueblos decían ¡basta! al anacronismo en que vivían, al despotismo, la
corrupción, la miseria, el pisoteo de los derechos humanos, y reclamaban
justicia, democracia, modernidad. ¿Iban a entronizarse por fin en el África y
en el Medio Oriente sistemas democráticos y liberales a la manera occidental?
Estoy
convencido de que muchos de los millones de jóvenes que se volcaron a las
calles a reclamar libertad en aquellos países, la querían de veras, aunque no
todos tuvieran una idea muy precisa de como materializarla en el ámbito social
y político. Pero carecían de líderes, organizaciones, de la experiencia
indispensable, y, apenas llegaron al poder, comenzaron los problemas. Y la
quinta columna, minoritaria pero animada por la fe ciega de estar en la verdad
y convencida de que todos los medios son válidos para imponerla, aun los
crímenes más horrendos, comenzó a hacer de las suyas, a ganar terreno, a reinar
en la confusión y a imponerse mediante la prepotencia y la violencia. No se
puede decir que los islamistas extremistas hayan ganado la partida todavía,
felizmente. Pero lo que sí es ya seguro es que la idea de que la gran movilización
popular contra las dictaduras de Gadafi, Mubarak, Ben Alí y El Asad iba a
desembocar en la instalación de democracias más o menos funcionales, era una
ilusión. La quinta columna islamista no ha triunfado en ninguna parte pero sí
ha puesto en claro que mientras ella exista ningún régimen de legalidad y
libertad será estable y duradero en los países árabes.
El caso
de Egipto es particularmente trágico. Las masas que se volcaron a condenar la
dictadura castrense de Mubarak triunfaron, después de que centenares de jóvenes
ofrendaran su vida en las protestas y otros miles fueran a la cárcel. El país
celebró, por primera vez en su historia milenaria, unas elecciones libres. Y la
voluntad popular llevó al poder a un movimiento religioso que había sufrido
duras persecuciones a lo largo de varias décadas: los Hermanos Musulmanes, bajo
la presidencia de Mohamed Morsi. En lugar de construir la democracia, el nuevo
mandatario y sus colaboradores se dedicaron a impedirla, siguiendo, de hecho,
las consignas de la quinta columna, es decir, del islamismo más intolerante y
radical. Los cristianos coptos, el 10 por ciento de la población, fueron
acosados, perseguidos y algunos asesinados, se dieron leyes y reglamentos que,
en lugar de respetar los derechos humanos, los violentaban abiertamente,
encaminando el país, inequívocamente, al reinado de la sharía, la imposición del velo, la
discriminación de la mujer, la desaparición de la enseñanza laica y mixta, la
deformación de la justicia y de la información para acomodarlas a la voluntad
de los clérigos. En su año de gobierno, Morsi no sólo acabó de arruinar la
economía y sembrar el caos en la administración y el orden público; sobre todo,
pese a las protestas en contra del Presidente, sirvió de Caballo de Troya a los
islamistas fanáticos.
¿Habrá valido la pena el gigantesco sacrificio en Egipto para que se
instale una dictadura religiosa?
Millones
de egipcios salieron de nuevo a protestar y a enfrentarse a los matones y
policías y de nuevo corrió la sangre por la plaza Tahrir, las ciudades y los
campos. ¿A quién recurrían en pos de ayuda esta vez los rebeldes frustrados y
coléricos? ¡Al Ejército! Es decir, a la misma institución que, sin haber ganado
una sola de las guerras egipcias, las ha ganado todas contra su pueblo, pues ha
sido el sostén más firme de las dictaduras que ha soportado el país desde su
independencia. Ahora, Egipto corre de prisa a convertirse de nuevo en una
satrapía castrense. El régimen ha prometido llamar a elecciones pero todos los
golpistas de Estado prometen siempre lo mismo y nunca cumplen. ¿Hay alguna
esperanza de que no sea así? Espero que la haya, pero yo confieso, tristemente,
que no la veo por ninguna parte. ¿Y si, en la dudosa posibilidad de unas nuevas
elecciones libres, ganaran de nuevo los Hermanos Musulmanes? ¿Habría valido la
pena ese gigantesco sacrificio para que el país se convierta en una dictadura
religiosa?
La
situación de Siria no es menos trágica ni paradójica. El levantamiento contra
el tiranuelo El Asad, que ha demostrado ser todavía más sanguinario que su
padre, fue celebrado por todo el mundo democrático. En Occidente hubo una
presión creciente de la opinión pública para que los Gobiernos ayudaran a los
desarmados rebeldes por lo menos de la misma manera que lo habían hecho con los
libios enfrentados a Gadafi. Pero la imagen de ese comandante rebelde abriendo
en tajo al soldado que acababa de matar y comiéndose su corazón ante las
cámaras, así como la participación activa, junto a la oposición democrática
siria, de organizaciones terroristas como los comandos de Al Qaeda, han
enfriado considerablemente esa simpatía por la causa. ¿Y si la caída de El Asad
significa para los sirios saltar de la sartén al fuego? ¿Y si a la satrapía
corrupta y tiránica de ahora la reemplaza un régimen islamista fanático que
desaparezca hasta el más mínimo asomo de tolerancia y retroceda a las mujeres
sirias a una condición tan bárbara como la que vivieron las afganas cuando la
dictadura talibán?
Tengo
algunos amigos musulmanes y todos ellos, personas cultas, modernas, tolerantes,
genuinamente democráticas, me aseguran que no hay nada en su religión que no
sea compatible con un sistema político de corte democrático y liberal, de
coexistencia en la diversidad, respetuoso de la igualdad de sexos y de los derechos
humanos. Y, por supuesto, yo quiero creerles. Pero, ¿por qué no hay todavía un
solo ejemplo que lo demuestre?, me pregunto, ya de regreso hacia Marbella y la
clínica donde estoy ayunando, como todos los años en esta época. Turquía
parecía serlo, pero, después de los últimos acontecimientos, resulta aventurado
creerlo. Con mucha discreción y sabiduría y, lo que es peor, con apoyo de un
amplio sector de la población, el Gobierno de Erdogan ha ido socavando poquito
a poquito la institucionalidad y reemplazándola con medidas inspiradas en la
religión, lo que ha movilizado a un vasto sector de la sociedad que de ninguna
manera quiere que Turquía regrese a los tiempos anteriores a Kemal Atatürk, que
éste con mano muy dura creyó finiquitar para siempre. No ha sido así. La
radicalización islamista del Gobierno de Erdogan, cuyo partido se jacta de ser
de un islamismo moderado y moderno, tiene algo que ver sin duda con la
reticencia o el abierto rechazo en Europa que ha encontrado Turquía a su empeño
en incorporarse a la Unión Europea. Yo siempre pensé que esas reticencias eran
injustas y que hubiera sido bueno para Europa y para todo el Medio Oriente que
una democracia musulmana formara parte de la Unión. Pero ahora dudo mucho de
que se pueda llamar democracia a aquello en lo que Erdogan y su partido han
convertido a Turquía.
Nadie
desea tanto como yo que los países musulmanes rompan el círculo vicioso entre
dictadura militar o dictadura clerical del que, hace tantos siglos, no
consiguen salir. Pero cada vez me convenzo más que ese salto no pasa por la
política sino por la religión, por la retracción del islam a un mundo privado,
familiar e individual, de manera que la vida social y política puedan ser
primordialmente laicas. Mientras ello no ocurra, será sin duda la sinuosa y
eficiente quinta columna la que seguirá dirigiendo la función en los
desdichados países musulmanes.
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© Mario
Vargas Llosa, 2013.
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