La argumentación de Ratzinger, cuando resulta inteligible, tiene escaso
vuelo. En lo esencial nos dice que, como el relativismo resulta antipático y la
razón insuficiente, la religión es nuestro único asidero.
Si hemos
de hacer caso a algunos comentarios de prensa, Benedicto XVI, una vez
abandonado el Vaticano, debería enfilar hacia Oxford o el MIT. Su talento
filosófico no desmerecería al de Russell, Putnam, Kripke o Rawls, por citar a
algunos de los grandes.
Los
comentaristas han destacado, sobre todo, su defensa de la razón y su
descalificación del relativismo. En principio, se podría pensar que una cosa va
con la otra, que su compromiso racionalista está en el origen de su condena del
“todo vale”. La razón oficiaría como un baremo capaz de ponderar la dispar
calidad de las ideas. Si esa fuera la opinión del ahora Papa emérito, los
aficionados a la filosofía estaríamos encantados. Es el guión que inspira a la
competencia científica y, también, a la versión más decente de la democracia,
esa que entiende la pública deliberación como el método más seguro para recalar
en las mejores propuestas. Si no se confía en que unas opiniones son mejores
que otras, no vale la pena discutir. Hay modos más entretenidos de echar la
tarde.
Pero la
senda de la razón no es el único camino para llegar al antirrelativismo. Un
talibán es poco relativista. Tiene un trato privilegiado con la verdad y no
está para tonterías. La razón, en su caso, ni siquiera es un trámite. No se
concede hipocresías. A su parecer, su religión le dicta un agotador programa de
actividades, de la cuna a la tumba, que incluyen las cosas que debe comer y las
ropas que debe vestir. No solo él, también los demás. Desde luego, es difícil
superar ese antirrelativismo. También admirarlo.
Ratzinger,
ciertamente, no es un talibán. Tiene tratos con la razón y, ahí es nada, hasta
discute con Habermas. Pero son tratos un tanto peculiares. Acepta el debate
entre razón y fe, pero, cuando llega el reparto de las verdades morales, a la
menor dificultad de la razón se queda con todo. No lo digo yo, sino él mismo,
en su debate con el filósofo alemán: “A la razón se le debe exigir a su vez que
reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones
religiosas de la humanidad”. Ratzinger establece una suerte de equiparación —de
“diálogo”— entre la razón y la religión y, como la cosa no acaba de funcionar,
como es normal, allí aparece él a recoger la cosecha. El vacío de la razón lo
llena la fe. El truco del argumento consiste en apropiarse de los límites de la
razón. En una de sus variantes, ese truco abastece a la superstición: como la
ciencia no lo explica todo, la ciencia —se concluye y se trampea— no explica
nada del todo. Eso que queda fuera, lo inexplicable, confirmaría que hay que
apelar a otras entidades “no naturales”.
Que la
equiparación entre los límites de la razón y los límites del dogma está fuera
de lugar se muestra en el hecho mismo de que todo lo que sabemos acerca de los
límites o excesos de la razón es el resultado del ejercicio de la razón.
Estamos instalados en la razón y mediante ella descubrimos sus errores o
excesos. No hay más. No se sabe muy bien qué significa eso de tasar a la razón,
dónde se instalaría ese punto de vista transcendental. Nada parecido sucede en
el otro lado: el dogma se cuece en su propia salsa.
El asunto
se pone más negro si, además, se aspira al monopolio de la trascendencia, si la
apelación a “las grandes tradiciones religiosas de la humanidad” quiere decir
“a mi religión”. Mi religión sin concesiones. Porque Ratzinger no se contenta con
una idea blanda de religión, con una suerte de vago sentimiento de
espiritualidad compatible con diversos contenidos. Concede muy poco a los otros
competidores por los territorios situados en “los límites de la razón”, como lo
confirma su crítica a lo que se ha dado en llamar “pluralismo religioso”. Según
este, las religiones serían distintas formas de aproximarse a una misma verdad
(inasible, “nouménica”) y, por eso mismo, la salvación estaría abierta a
cualquiera. Su defensa más vertebrada, la de John Hick, sostiene que existe una
realidad infinita, impenetrable para la razón humana, que se experimenta de
distinto modo según cada religión. Las religiones vendrían a ser distintos
modos de responder a esa realidad última. La verdad religiosa “nouménica” se
expresaría en diferentes credos o comportamientos morales que pueden incluso
participar de tesis contrapuestas. El núcleo teológico “verdadero” estaría más
allá de lo que podemos llegar a entender o reconocer. Deshilachada su conexión
con nuestro mundo, no habría manera de reconocer un hilván único o inequívoco
que nos permita acceder a ese núcleo. Dicho de otro modo y para lo que importa:
no cabría una interpretación doctrinal correcta ni, por tanto, nada parecido a
una verdad compartida. Cada cual tiene la suya, tan buena como la de los demás.
Ratzinger
piensa otra cosa, según se desprende de su presentación de la Declaración
Dominus Iesus, de elocuente subtítulo: “Sobre la unicidad de la Iglesia
católica como religión verdadera”. Allí deja bien clara su oposición a “la idea
de que todas las religiones son para sus seguidores vías igualmente válidas de
salvación” y su desacuerdo con que, para la salvación, basta con el “sentido
personal de la religión”.
No se
trata de una opinión circunstancial. Dominus Iesus, en realidad, no era más que
la versión destilada y vulgarizada de opiniones que había venido sosteniendo en
textos más elaborados. En sus reflexiones sobre la encíclica Fides et ratio no
dejaba lugar a duda alguna y, no por casualidad, acudía al pasaje bíblico más
apreciado por quienes sostienen que únicamente hay una religión verdadera y
solo en ella cabe la salvación: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida: nadie
accede al Padre sino por Mí”. En estas palabras de Cristo, según el Evangelio
de Juan (14, 6), está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana.
De ella brota el impulso misionero de la fe: solo si la fe cristiana es verdad,
afecta a todos los hombres; si es solo una variante cultural de las
experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas,
tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya. Pero esto
significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la
fe cristiana". En resumen: hay una verdad (moral) objetiva, que
precisamente por eso puede ser valiosa para mi salvación, una verdad que otorga
sentido a mi vida, y que no se sostiene en la razón sino en una verdad
doctrinal cuyo fundamento último es un texto sagrado.
Ningún
teólogo competente ignora que estos juicios son un campo minado. Con todo, no
faltan los que, con buenas herramientas analíticas, han intentado, mal que
bien, dotarla de sentido en alguna de sus variantes. William Alston, Antony
Flew y Richard Swinburne son algunos de ellos. Ratzinger está en otra cosa.
Su
argumentación, cuando resulta inteligible, tiene escaso vuelo. En lo esencial
nos dice que, como el relativismo resulta antipático y la razón insuficiente, la
religión es nuestro único asidero. Pero no cualquier religión, sino la religión
fetén que, una vez conseguido el monopolio del espíritu, se adueña de los
límites de la razón. El problema de ese cuento es que también funciona al
revés: puesto que la religión se sostiene en el dogma y la razón no es
concluyente, no cabe fiarse de nada y lo mejor es apostar por el relativismo.
En realidad, el único camino fiable, en su provisionalidad, es el tercero, el
que conduce a la razón, instalada en su provisionalidad, pero dispuesta a
rectificar, sin ningún anclaje “externo”, como los tripulantes de un navío que
no pudiendo amarrar en tierra firme se vieran obligados a reparar sus averías
con los materiales del propio barco, por utilizar la magnífica imagen de Otto Neurath.
Esa posibilidad de rectificar no la contempla ni el dogma, por su propia
condición, ni el relativismo, para el que carece de sentido la posibilidad de
comparar y corregir.
Si desde
el punto de vista teórico las tesis resultan endebles, desde el punto de vista
práctico dan un poco de miedo: una moral sostenida en la doctrina y que, por lo
que se dice, cae fuera del alcance de la razón práctica. Confieso que ante este
antirrelativismo, me entran ganas de entregarme al más desatado nihilismo.
Incluso fanáticamente.
Félix
Ovejero es
profesor de la Universidad de Barcelona.
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