Majestuoso testimonio de un poder agostado

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miércoles, 13 de febrero de 2013

EE UU y la UE negocian un acuerdo de libre comercio ante la crisis




Washington y Bruselas anuncian la apertura de negociaciones para alcanzar un acuerdo de libre comercio e inversión.

Aportaría medio punto al PIB europeo.

CLAUDI PÉREZ / ANTONIO CAÑO Bruselas / Washington 

Washington y Bruselas anunciaron el miércoles el arranque de una negociación destinada a firmar un acuerdo de libre comercio en el plazo de un par de años, algo que han perseguido —sin éxito— desde hace más de medio siglo. A primera vista, un simple tratado comercial; en el fondo, un movimiento esencial en la lucha por el liderazgo económico de las próximas décadas, ante la pujanza imparable del dragón chino. Desesperados por encontrar la piedra filosofal que les devuelva el crecimiento, Estados Unidos y la Unión Europea planean una especie de OTAN económica: una zona de bajos aranceles y regulación coordinada que dé un nuevo empuje a las economías del Atlántico Norte, inmersas desde hace tiempo en una dulce decadencia y con las cicatrices aún abiertas que ha dejado la peor crisis desde los años treinta del siglo pasado.
“Juntos daremos forma a la mayor zona de libre comercio del mundo; daremos vigor a nuestras economías sin gastar un céntimo de los contribuyentes”, explicó el presidente de la Comisión, José Manuel Barroso. Unas horas antes, el presidente estadounidense, Barack Obama, dio realce a ese anuncio en el discurso sobre el Estado de la Unión con argumentos parecidos: “Un acuerdo transatlántico de comercio e inversión con la UE apoyará la creación de millones de empleos”.
Palabras, claro. Porque, para empezar, las negociaciones serán cualquier cosa menos sencillas: la UE tiene que resolver primero sus diferencias internas, con el polo formado por Alemania y Reino Unido (abiertamente liberal en temas comerciales) enfrentado a una Francia que duda desde siempre de las bondades de la globalización y quiere proteger su agricultura. Una vez resuelto ese lío, solo un impulso político sobresaliente puede permitir salvar las profundas líneas de falla que han existido siempre en las relaciones comerciales transatlánticas, con batallas formidables en los más diversos ámbitos, desde la industria aeronáutica a la agroalimentaria. Un ejemplo paradigmático: en 1989, tras años de intensa presión por parte de las asociaciones de consumidores, una directiva europea cortó la exportación de carne de vacuno tratada con hormonas. EE UU pleiteó sin éxito ante la Organización Mundial de Sanidad Animal, ante la Organización Mundial de Comercio (OMC) y ante la ONU. Finalmente, la OMC falló hace 15 años a favor de los norteamericanos, en un caso que sigue siendo célebre entre sus detractores por su falta de sensibilidad en temas de seguridad alimentaria. Hasta la fecha, Europa no ha acatado esa sentencia, pese a las amenazas de sanción.
Más allá de esos litigios, un acuerdo tendría consecuencias formidables. Las relaciones económicas transatlánticas son, de lejos, las más importantes del mundo. Las inversiones directas cruzadas superan el billón de euros. El comercio en bienes y servicios asciende a 440.000 millones, por encima del que tienen China y Estados Unidos. Sin embargo, ese inmenso flujo no está cubierto por ningún tipo de tratado: la relación bilateral depende de un laberinto de tarifas arancelarias —el arancel medio está en torno al 3%— y regulaciones nacionales que complican los intercambios comerciales. Según los cálculos de Bruselas, un acuerdo generaría 86.000 millones para la Unión (en torno a medio punto de PIB) y 65.000 millones para EE UU.
El proyecto puede robustecer la alianza entre dos socios indispensables para la estabilidad internacional. En EE UU la iniciativa va a encontrar, probablemente, resistencia entre la oposición republicana y entre algunos sectores que apoyan al Gobierno, como los sindicatos, pero es el reconocimiento, según afirma un comunicado emitido por la Casa Blanca, “de que la relación económica entre EE UU y la Unión Europea es ya la mayor del mundo, representa un tercio del comercio total de bienes y servicios y cerca de la mitad de la producción económica mundial”.
El responsable de Comercio Exterior de la Administración, Ron Kirk, dijo que confía en que el tratado pueda ser firmado antes de finales del próximo año. Numerosas diferencias, incluidas las de carácter político, han dificultado el crecimiento de la economía estadounidense en el mercado europeo en los últimos años. Kirk reconoció esos obstáculos, pero añadió que ahora existe “una oportunidad histórica”, una voluntad política sin precedentes para sortear esas dificultades.
El segundo mandato de Obama empieza con ese ambicioso proyecto, que tiene varias derivadas interesantes y que dejaría ese sistema comercial global como uno de los principales legados del presidente de EE UU. Los norteamericanos llevaban un tiempo mirando mucho más hacia Oriente que hacia el Atlántico: tienen muy avanzadas conversaciones para poner en marcha un Acuerdo Transpacífico en torno a 2016, y ha firmado numerosos acuerdos bilaterales con otras áreas geográficas, como América Latina. La UE se ha movido menos, pero en la misma línea: acaba de firmar un tratado con Corea del sur, tiene casi listo otro con Singapur y Canadá, y prepara, entre otros, un acuerdo con Japón. Pero el pacto EE UU-UE cobra otra dimensión: se trataría de la mayor área comercial del mundo, con un poder casi omnímodo para fijar estándares industriales, técnicos y comerciales, incluso legales —en lo relacionado con la propiedad intelectual, por ejemplo— que le convertirían en un punto de referencia ineludible a nivel global. Así lo destacó Karel de Gucht, comisario de Comercio de la UE: “Si podemos fijar normas que se conviertan en estándares globales, eso sería de la mayor importancia para nuestras industrias”, indicó, en lo que parece un jaque en toda regla a la potente industria exportadora del sureste asiático y, de paso, a la capacidad de influencia de la OMC.

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