Washington y
Bruselas anuncian la apertura de negociaciones para alcanzar un acuerdo de
libre comercio e inversión.
Aportaría medio
punto al PIB europeo.
Washington y Bruselas anunciaron el
miércoles el arranque de una negociación destinada a firmar un
acuerdo de libre comercio en el plazo de un par de años, algo que han
perseguido —sin éxito— desde hace más de medio siglo. A primera vista, un
simple tratado comercial; en el fondo, un movimiento esencial en la lucha por
el liderazgo económico de las próximas décadas, ante la pujanza imparable del
dragón chino. Desesperados por encontrar la piedra filosofal que les devuelva
el crecimiento, Estados Unidos y la Unión Europea planean
una especie de OTAN económica: una zona de bajos aranceles y regulación
coordinada que dé un nuevo empuje a las economías del Atlántico Norte, inmersas
desde hace tiempo en una dulce decadencia y con las cicatrices aún abiertas que
ha dejado la peor crisis desde los años treinta del siglo pasado.
“Juntos daremos forma a la mayor zona de libre comercio del mundo;
daremos vigor a nuestras economías sin gastar un céntimo de los
contribuyentes”, explicó el presidente de la Comisión, José Manuel Barroso.
Unas horas antes, el presidente estadounidense, Barack Obama, dio realce a ese
anuncio en el discurso sobre el Estado de
la Unión con argumentos parecidos: “Un acuerdo transatlántico
de comercio e inversión con la UE apoyará la creación de millones de empleos”.
Palabras, claro. Porque, para empezar, las negociaciones serán cualquier
cosa menos sencillas: la UE tiene que resolver primero sus diferencias
internas, con el polo formado por Alemania y Reino Unido (abiertamente liberal
en temas comerciales) enfrentado a una Francia que duda desde siempre de las
bondades de la globalización y quiere proteger su agricultura. Una vez resuelto
ese lío, solo un impulso político sobresaliente puede permitir salvar las
profundas líneas de falla que han existido siempre en las relaciones
comerciales transatlánticas, con batallas formidables en los más diversos
ámbitos, desde la industria aeronáutica a la agroalimentaria. Un ejemplo
paradigmático: en 1989, tras años de intensa presión por parte de las
asociaciones de consumidores, una directiva europea cortó la exportación de
carne de vacuno tratada con hormonas. EE UU pleiteó sin éxito ante la
Organización Mundial de Sanidad Animal, ante la Organización Mundial de
Comercio (OMC) y ante la ONU. Finalmente, la OMC falló hace 15 años a favor de
los norteamericanos, en un caso que sigue siendo célebre entre sus detractores
por su falta de sensibilidad en temas de seguridad alimentaria. Hasta la fecha,
Europa no ha acatado esa sentencia, pese a las amenazas de sanción.
Más allá de esos litigios, un acuerdo tendría consecuencias formidables.
Las relaciones económicas transatlánticas son, de lejos, las más importantes
del mundo. Las inversiones directas cruzadas superan el billón de euros. El
comercio en bienes y servicios asciende a 440.000 millones, por encima del que
tienen China y Estados Unidos. Sin embargo, ese inmenso flujo no está cubierto
por ningún tipo de tratado: la relación bilateral depende de un laberinto de
tarifas arancelarias —el arancel medio está en torno al 3%— y regulaciones
nacionales que complican los intercambios comerciales. Según los cálculos de
Bruselas, un acuerdo generaría 86.000 millones para la Unión (en torno a medio
punto de PIB) y 65.000 millones para EE UU.
El proyecto puede robustecer la alianza entre dos socios indispensables
para la estabilidad internacional. En EE UU la iniciativa va a encontrar,
probablemente, resistencia entre la oposición republicana y entre algunos
sectores que apoyan al Gobierno, como los sindicatos, pero es el
reconocimiento, según afirma un comunicado emitido por la Casa Blanca, “de que
la relación económica entre EE UU y la Unión Europea es ya la mayor del mundo,
representa un tercio del comercio total de bienes y servicios y cerca de la
mitad de la producción económica mundial”.
El responsable de Comercio Exterior de la Administración, Ron Kirk, dijo
que confía en que el tratado pueda ser firmado antes de finales del próximo
año. Numerosas diferencias, incluidas las de carácter político, han dificultado
el crecimiento de la economía estadounidense en el mercado europeo en los
últimos años. Kirk reconoció esos obstáculos, pero añadió que ahora existe “una
oportunidad histórica”, una voluntad política sin precedentes para sortear esas
dificultades.
El segundo mandato de Obama empieza con ese ambicioso proyecto, que
tiene varias derivadas interesantes y que dejaría ese sistema comercial global
como uno de los principales legados del presidente de EE UU. Los
norteamericanos llevaban un tiempo mirando mucho más hacia Oriente que hacia el
Atlántico: tienen muy avanzadas conversaciones para poner en marcha un Acuerdo
Transpacífico en torno a 2016, y ha firmado numerosos acuerdos bilaterales con
otras áreas geográficas, como América Latina. La UE se ha movido menos, pero en
la misma línea: acaba de firmar un tratado con Corea del sur, tiene casi listo
otro con Singapur y Canadá, y prepara, entre otros, un acuerdo con Japón. Pero
el pacto EE UU-UE cobra otra dimensión: se trataría de la mayor área comercial
del mundo, con un poder casi omnímodo para fijar estándares industriales,
técnicos y comerciales, incluso legales —en lo relacionado con la propiedad
intelectual, por ejemplo— que le convertirían en un punto de referencia
ineludible a nivel global. Así lo destacó Karel de Gucht, comisario de Comercio
de la UE: “Si podemos fijar normas que se conviertan en estándares globales,
eso sería de la mayor importancia para nuestras industrias”, indicó, en lo que
parece un jaque en toda regla a la potente industria exportadora del sureste
asiático y, de paso, a la capacidad de influencia de la OMC.
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