Por Eduardo Fidanza | Para LA NACION
Un
candidato, al que los sondeos le son esquivos, me confesaba noches atrás su
desazón con los acontecimientos de los últimos días de la campaña electoral. Me
dijo que lo descolocaba la enorme asimetría entre lo que llamó "poses mediáticas" y las propuestas argumentadas
que había tratado de exponer. Afirmó
que se sentía en desventaja ante los giros inesperados de rumbo de alguno de
sus competidores. Mientras él permanecía fiel a su propuesta, otros cambiaban
de posición de un día para otro, afirmaban ahora lo que habían negado la semana
pasada, buscando mejorar en las encuestas. Me preguntó angustiado qué podía
hacer para recuperar posiciones. Pero aclaró, acaso atajándose ante una
respuesta banal o ingeniosa: que sea algo dentro de mi estilo.
Interpreto que el estilo
del que hablaba el candidato relegado se liga ante todo a una noción: la
coherencia argumental, sostenida en el tiempo. Una cualidad clásica, desde el
teatro griego hasta las grandes ideologías. Este atributo se basa en una idea
narrativa que concibe la acción dentro de una secuencia temporal, que incluye planteo,
crescendo y desenlace. El
argumento estructura una historia en torno a personajes que se atienen a un
guión. Los actores gozan de cierta libertad dentro del límite de sus perfiles
psicológicos, sus posibilidades existenciales y sus valores. El género
interpretado dosifica los recursos narrativos. Así, el suspenso, el peso de lo
intelectual y lo emocional, el ritmo de la acción o la dosis de humor y
seriedad varían en el drama, la comedia, el vodevil o el policial. De igual
manera, la política y la ideología tienen sus modulaciones. No es lo mismo la
revolución que el reformismo.
Esta
idea clásica de narración se completa con un alter esencial: el público al que se le
cuenta la historia. Sea lector, asistente a una sala de teatro o devoto
seguidor de un líder o una idea, posee un rasgo distintivo: sigue la acción
atentamente, atrapado, entretenido, desde el principio hasta el final. No entra
y sale, permanece. Puede complacerse con el pasatiempo o poner en juego los más
profundos resortes emocionales e intelectuales. Sólo entretenerse u oscilar
entre los ideales, la catarsis y la manipulación. De este modo, se consuma uno
de los intercambios más característicos y fascinantes de la modernidad. El de
los públicos con sus líderes. Acaso sostener la escena, con un compromiso
argumental, sea uno de los rasgos distintivos de ellos. En esto no se
diferenciaron Shakespeare de Marx; Cervantes de Émile Zola, Chaplin de
Churchill o Perón.
Estamos
en otra época. Una era más pacífica y leve. La del zapping y Google, la del marketing y Facebook. La de Massa y Carrió;
la de Cristina y Estela de Carlotto. La de Groucho Marx, no la de Karl Marx.
Los
últimos días de la campaña constituyen una buena muestra de la nueva época.
Cuando los sondeos dictaminaron que había perdido terreno, el desafiante de la
provincia de Buenos Aires consideró suficiente y contraindicada su amplia
oferta de amor y diálogo, y decidió cambiarla. Un nuevo spot lo mostró
avanzando desafiante, arremangándose la camisa para pelearse a trompadas con
quienes lo critican. Quedó en evidencia su giro marxista (hacia Groucho): éstos
son mis principios, pero si no les gustan (o no me convienen), tengo otros.
Aunque
Massa no está solo. Es apenas un síntoma del síndrome farsante. La suya no es
la única pirueta de campaña que evoca a Groucho. Elisa Carrió atacó en la
televisión a su propio compañero de fórmula, del que hasta un momento antes
había hablado maravillas; no contenta, descalificó con dureza a los miembros de
su agrupación, con los que tiene que competir; luego, temerosa de perder
terreno en los sondeos, regresó a la sonrisa amable y concluyó: nos peleamos,
pero somos una familia.
En
una actitud mucho más lamentable, la Presidenta continúa defendiendo, contra
evidencias cada vez más contundentes, al general Milani, sospechado de atentar
contra los derechos humanos, el valor más declamado por el kirchnerismo. En
esta cruzada, la acompaña Estela de Carlotto. La célebre abuela, que abominó a
otros con presunciones que después se demostraron falsas, no encuentra
problemas en el legajo del militar. Ella y la Presidenta no se distinguen de
algunos de sus rivales. Los valores son mutables según los intereses de la
coyuntura y el resultado de las encuestas.
Reparo
en la desolación del candidato que me confiesa su angustia ante el desenlace
adverso de la campaña. Su ¿qué hacer? me interpela. Pienso en la fidelidad a un
estilo que cada vez aprecia menos la cultura. Intento reflexionar sobre la
quiebra de los argumentos y las lealtades, sin condenar a la época. Tal vez
necesitemos una síntesis con el pasado. Una mediación entre levedad y pesadez,
que modere la farsa. Me pregunto, al cabo, si Groucho prevalecerá finalmente
sobre Karl, o será posible algún compromiso entre ellos que salve a los ideales
políticos.
© LA NACION.
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