¿Habrá más suerte esta vez con esa llamita que
empieza a titilar una vez más en medio del ventarrón? Hay que desearlo
ardientemente, por Israel, por Palestina, por el Medio Oriente y por el mundo
entero, pues si palestinos e israelíes llegan por fin a un acuerdo sensato y
justo para coexistir en la paz y la colaboración, se habrá resuelto uno de los
conflictos más graves y potencialmente más capaces de sepultar a buena parte
del planeta en una guerra de proporciones cataclísmicas.
Pero, no hay que engañarse, los obstáculos para
este acuerdo son enormes y han frustrado hasta ahora todos los intentos de
lograrlo, pese a que ambas partes aceptan, en principio, la idea de que dos
Estados independientes compartan la región y se establezca un sistema que
garantice de manera inequívoca la seguridad de Israel. Los problemas comienzan
cuando se trata de establecer la naturaleza y los límites de estos Estados
soberanos. La Autoridad Palestina reclama para el Estado palestino los
territorios que la división de la región por las Naciones Unidas le otorgaba
antes de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel ocupó Jerusalén
oriental y buena parte de Cisjordania, una zona que hoy en día está
literalmente sembrada de asentamientos donde viven -armados hasta los dientes-
más de medio millón de colonos israelíes, convencidos de que aquellas tierras
les corresponden por derecho divino y prefiguran lo que será su designio final: Eretz
Yisrael , La Tierra de Israel bíblico, que abarque desde el
Mediterráneo hasta el Jordán. Los colonos no sólo no quieren un Estado
palestino; harán todo lo que sea necesario para impedir que nazca.
Al movimiento ultra e intransigente de los colonos
equivale, en el ámbito palestino, Hamas, una organización que practica el
terrorismo, no reconoce el derecho a la existencia de Israel, quiere echar a
los judíos al mar y tiene en la actualidad el control absoluto de la Franja de
Gaza y un incierto pero abundante número de partidarios entre los palestinos
que viven bajo la autoridad del gobierno de Mahmoud Abbas, controlado por
Al-Fatah, adversario acérrimo de Hamas. Así como los colonos, cada vez que han
querido frenar o impedir las negociaciones instalan un nuevo asentimiento
ilegal que el gobierno israelí se siente obligado a proteger enviando al
Ejército, Hamas, que ha visto siempre con hostilidad la posibilidad de una
solución pacífica y negociada con Israel, dispara cohetes desde la Franja de
Gaza, que causan destrozos y víctimas en granjas, comunas y ciudades de Israel,
lo que, naturalmente, provoca represalias y encrespa el ambiente hasta hacerlo
irrespirable para cualquier negociación.
Sin embargo, nada de esto debería bastar para
impedir que, por encima o por debajo del fanatismo, los chantajes y sabotajes
recíprocos, se impongan la sensatez y la razón. Ocurrió ya una vez, cuando los
acuerdos de Oslo pusieron en marcha una dinámica de paz que levantó enormes
esperanzas tanto entre los hombres y mujeres comunes y corrientes de Israel
como en las ciudades palestinas. Yo estuve allí en esos días de 1993, y la
atmósfera que se vivía era exultante. Y es probable que, sin el asesinato de
Rabin, el proceso hubiera continuado hasta forjar una paz definitiva.
Resucitó siete años después, en 2000 y 2001, por
insistencia del presidente Clinton, y probablemente en aquellas conversaciones,
primero en Camp David, Washington, y luego en Taba, Egipto, es cuando estuvo
más cerca de forjarse un acuerdo serio y sostenido entre ambos adversarios.
Israel, a través del gobierno de Ehud Barak, hizo en aquella ocasión una oferta
que Arafat (bueno, la OLP) cometió la verdadera locura de rechazar, pues
proponía devolver cerca del 95% de los territorios ocupados en la orilla
occidental del Jordán y por primera vez aceptaba que Jerusalén oriental fuera
la capital del futuro Estado palestino. El rechazo de esta oferta, que
implicaba muy importantes concesiones de lo que hasta entonces había sido la
postura de todos los gobiernos israelíes, tuvo efectos trágicos. El peor: la
opinión pública israelí, profundamente frustrada por lo ocurrido, concluyó que
un acuerdo era simplemente imposible y que Israel no tenía otro camino que
imponer la paz a su manera. Eso explica la subida al poder de Sharon, con la
tesis de que la solución la buscaría Israel por la fuerza, y luego de Netanyahu
y el desplome monumental del movimiento pacifista de Paz Ahora y la izquierda
más conciliadora israelí. Aquel fracaso, además de las acusaciones de
corrupción y mal gobierno, contribuyó también decisivamente a debilitar a
Al-Fatah y permitir el crecimiento de Hamas y a popularizar su prédica
extremista contraria a todo acuerdo.
Ésa es la impasse de la que
pretenden sacar a la región los esfuerzos del gobierno del presidente Obama.
Israel ha anunciado, en señal de buena voluntad, que excarcelará a cerca de un
centenar de presos palestinos, algunos detenidos desde antes de los acuerdos de
Oslo de 1993. El ministro Yuval Steinitz ha precisado que entre los liberados
"habrá algunos pesos pesados". También ha hecho saber que las
conversaciones tendrán lugar en Washington, a partir de esta semana, y que
presidirá la delegación de Israel la ministra de Justicia, Tzipi Livni, y la de
la Autoridad Palestina, el antiguo negociador Saeb Erekat.
Otro de los grandes obstáculos para el acuerdo es
la exigencia palestina del "derecho al regreso" de los varios
millones de refugiados que, desde la guerra de 1948, debieron exilarse y viven
dispersos por el mundo, a veces en campos y en condiciones misérrimas como en
el Líbano. Su número es incierto, pero oscilaría entre tres o cuatro millones
de personas. Israel sostiene que, si reconociera ese derecho, el país dejaría
de ser un Estado judío y se convertiría en un Estado palestino, porque la
población de este origen superaría largamente a la hebrea. Alega, además, no
sin razón, que, al igual que los palestinos, cientos de miles de judíos han
sido expulsados desde 1948 de Egipto, Irán, Irak, Yemen, Libia y demás países
musulmanes.
Se podría seguir enumerando durante mucho rato
todos los peligros que convierten en un campo minado la negociación entre
palestinos a israelíes. Y, sin embargo, sería absurdo adoptar al respecto una
actitud pesimista. Vivimos en una época en la que hemos visto convertirse en
posibles cosas que parecían imposibles, como la transformación pacífica de
Sudáfrica en un país multirracial y democrático, o la conversión de China
Popular -el más radical de los Estados colectivistas y estatistas del
socialismo marxista- en el valedor más exaltado del capitalismo (autoritario).
A Myanmar (Birmania), una típica satrapía militar tercermundista, mudada en un
régimen que motu proprio decidió reformarse y orientarse hacia la legalidad y
la libertad. Ya no es imposible pensar que Cuba o Corea del Norte puedan mañana
o pasado mañana abandonar el anacronismo ideológico que los está deshaciendo y
resignarse a la mediocre democracia.
Si este nuevo intento fracasa, acaso no haya una
nueva oportunidad, y sigan reinando la incertidumbre y la inseguridad que los
fanáticos de ambos bandos creen favorecen a sus tesis respectivas. No es así.
Si la idea de los dos Estados -uno palestino y otro israelí- no llega a
concretarse, probablemente, en algún momento del futuro, volverá a incendiarse
la región en un conflicto armado con miles de víctimas y enormes estragos
materiales. Se equivocan quienes piensan que Israel, gracias a su potencia
económica y su gran poderío militar, es ya invulnerable y que la fuerza le
garantiza el futuro. Un país no puede vivir rodeado de enemigos que ansían su
destrucción y esperan sólo la ocasión de hacerle daño. Y los fanáticos que
creen que echarán a los judíos al mar están ciegos: a lo más que pueden aspirar
es a provocar un nuevo holocausto del que serán las primeras víctimas.
En un excelente artículo en el que pasa revista a
todos los desafíos que deben enfrentar israelíes y palestinos en la negociación
que se va a reanudar y confiesa su propio pesimismo, Roger Cohen, en The New
York Times del 23 de julio, escribía: "Mi corazón sangra. Y, sin embargo,
no puedo dejar de oír lo que debe de estar murmurando Mandela en su cama del
hospital: «Pruébenme que estoy equivocado, cobardes, decidan de una vez si
ganar una discusión es más importante que salvar la vida de un niño.»"
© LA NACION.
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