4 de enero de 1960. Dos de la tarde. Un cielo
prematuramente oscurecido acentúa el frío glacial. Michel Gallimard, sobrino
del conocido editor, conduce su coche por la ruta que une Sens con
Fontainebleu. A su lado, Albert Camus. De pronto, en el pavimento semicongelado,
el auto patina y Gallimard pierde el control del volante. Como un bólido, la
máquina se estrella contra un árbol. Camus muere instantáneamente: el cráneo
fracturado y el tórax aplastado entre el parabrisas y el respaldo del asiento.
Las heridas de Gallimard son gravísimas. Sólo sobrevive seis días. La
repercusión mundial de la catástrofe es inmediata. El hombre que ha muerto
junto a Gallimard llegó a ser uno de los escritores más célebres de su tiempo.
¿Cuál es su significación medio siglo después? En Estocolmo, al recibir el
Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1957, pronunció palabras que
lo dicen todo sobre él: "La mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo
entero, ha rechazado el nihilismo y se consagra a la conquista de una
legitimidad. Le ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos
catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara
descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra
historia".
¿Ante quién estamos? ¿Ante un filósofo? Camus dice
que no. Prefiere nombrarse como artista. Aun así, Camus admite que el
compromiso que entabla con su tiempo va más allá de la literatura. De hecho,
interviene resueltamente en los grandes debates que impone la época. Rechaza
sin excepción las ideologías fascinadas por lo absoluto. Estima incanjeable el
valor de la libertad. Desconfía de los sistemas, tanto en filosofía como en
política. Detesta la vida adoctrinada y no se cansa de advertir sobre sus
riesgos. Visceralmente constituido por la duda, ve en el dogmatismo la
condición de posibilidad del desprecio y el crimen. Repudia las trampas de la
generalización y está persuadido de que la vida de nadie cabe en las leyes
generales que pretenden disolver lo particular en una abstracción. Enfrentado a
la inflexibilidad ideológica de los intelectuales comunistas de posguerra, no
vacila en recordarles que "Lo que define a la sociedad totalitaria, ya sea
de derecha o de izquierda, es, en primer lugar, el partido único".
Pero a Camus no le basta el pensamiento. Ama el
sol, la luz, el mar. Los cuerpos alcanzan, en su exaltación de la vida, un
protagonismo mayor. Se diría que es griego en su celebración perpetua de la
naturaleza y el deporte.
Argelino, nace en Mondovi, cerca de Annaba, el 7 de
noviembre de 1913. Una beca le permite ingresar, hacia 1925, al Liceo de Argel.
Lo apasiona el fútbol y sabe jugar. Para sostenerse, se desempeña como arquero
del Racing de Argel. Estudia filosofía. Más tarde se inicia en el periodismo:
ingresa en el Argel Républicain. Cuando estalla la rebelión de la colonia, se
pronuncia por un Estado binacional y no por su independencia. Su postura le
vale el rechazo de la izquierda francesa. Nadie, entre sus pares, lo respalda.
Y menos que nadie, Sartre.
¿Qué ocurrió entre Sartre y Camus? La ruptura de
esa relación fue terminante y agresiva. ¿Por qué? Dos modos de concebir la
responsabilidad del intelectual ante su tiempo encontraron, en ese
enfrentamiento, la prueba de su incompatibilidad. Si bien menos conocidos, los
inicios de ese vínculo fueron igualmente intensos. Sartre y Camus se admiraron
en un principio con la misma franqueza con que discreparon después. Los
primeros indicios del desencanto mutuo afloran hacia 1945. El existencialismo
se impone en Francia y Sartre alcanza, con él, la popularidad. La prensa se
interesa en conocer la opinión de Camus. "No soy existencialista",
aclara. El posicionamiento moral frente al nihilismo y a la angustia le resulta
imprescindible. "La rebelión -escribe- supera a la angustia." Las
obras teatrales de uno y otro, y no sólo sus ensayos, ponen de manifiesto la
colisión de sus ideas. "Lo pierde el didactismo", sentencia Sartre
sobre Camus. "No es más que un efectista", retrucará el autor de
Calígula.
Tras una fugaz y frustrada experiencia juvenil,
Camus se aparta del comunismo y denuncia a la Unión Soviética. En 1949 se
pregunta con sorna si "sería posible crear el partido de los que no están
seguros de tener razón". Demasiado para Sartre. La ruptura sobreviene, públicamente,
en 1951. La desencadena la publicación de El hombre rebelde. Camus, en ese
ensayo de tono rotundo y desafiante, impugna la violencia revolucionaria. En la
indagación moral propuesta por Camus, Sartre sólo ve una claudicación política.
"Mi libro no niega la historia -reacciona Camus-, sino que critica
exclusivamente la actitud de quienes pretenden hacer de la historia un
absoluto." Camus se aparta de las ideologías. Está persuadido de que
envenenan el entendimiento, consolidan el prejuicio y justifican el crimen en
nombre de una presunta redención final. Un abismo se abre entre Sartre y Camus.
Verano boreal de 1949. Camus viaja a América del
Sur. En el transcurso de ese viaje, redacta un diario. Brasil lo deslumbra.
Dorival Caymmi lo cautiva con su voz y sus canciones. Conoce a Manuel Bandeira
y a Murilo Mendes. En Montevideo lo gana una emoción que lo remite a los
orígenes de su madre: "Me conmueve estar en un país de lengua
española". Su nave deja el puerto de Montevideo la noche del 11 de agosto.
A la mañana siguiente está en Buenos Aires. La expectativa general es grande.
Hay recaudos en el oficialismo ante su visita. Se descuenta que no dejará de
hacer referencias a la libertad de expresión. Las autoridades peronistas no
ocultan su desconfianza. Saben de quién se trata y no están dispuestas a
facilitarle las cosas. La embajada francesa informa a Camus que los encargados
de la censura requieren el texto de sus declaraciones para una lectura
preliminar. Camus se indigna. "Les aclaro que rechazo rotundamente esa
intromisión. Me sugieren que sería prudente evitar un escándalo. Al parecer, el
embajador [francés] es de la misma opinión." Camus no transige. Dirá lo
suyo, como siempre. Dicta su conferencia en medio de una multitud que lo
ovaciona. El día después hojea los periódicos: "La prensa peronista no ha
publicado sino muy desteñidas mis opiniones de ayer al mediodía". Buenos
Aires, a diferencia de Montevideo, le desagrada. "Paseo por la ciudad. Es
de una rara fealdad." Por la noche regresa a la residencia de Victoria
Ocampo, en San Isidro. Se hospeda allí. "Ceno con V. Hablamos hasta la
medianoche. Me hace oír «El rapto de Lucrecia», de Britten, y poemas de
Baudelaire. Magnífico. Primera noche de verdadera distensión desde que partí
[de Francia]. Debería permanecer aquí hasta el regreso para evitar esta lucha
continua que me aniquila. Hay paz, al menos provisional, en esta casa."
¿A qué lucha se refiere Camus? ¿A la interior? ¿A
la que ha trabado con el medio intelectual de su país, volcado, salvo excepciones,
a la idolatría del marxismo? ¿Al hartazgo que le produce la exposición pública,
agravado por los accesos de fiebre que le impone, periódicamente, la
tuberculosis? En El mito de Sísifo (1942), la significación de esa "lucha
continua" pareciera ganar claridad. "El absurdo no está en la
conciencia ni en las cosas, sino en la imposibilidad de entablar entre ellas
otra relación que la de la extranjeridad." Pero sus páginas brindan
también una oportunidad para escapar a esa vivencia abrumadora. Se trata de la
rebelión. Sísifo la encarna ejemplarmente en la lectura que de su mito lleva a
cabo el escritor. La rebelión, propone Camus, es un acto moral. Un
reposicionamiento combativo ante el absurdo. El hombre rebelde no es aquel que
estima que podrá terminar con el mal, sino aquel que está persuadido de que el
mal no terminará con él si sabe enfrentarlo. El triunfo de Sísifo consiste en
volver a empezar. En cargar su piedra una y otra vez sobre los hombros.
"El esfuerzo mismo por llegar a las cimas, termina diciendo Camus, basta
para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso."
Si El extranjero describe, como su autor ha
reconocido, "la desnudez del hombre ante el absurdo", El mito de
Sísifo reacciona ante esa intemperie sin recurrir a los ideales religiosos ni
revolucionarios. En los primeros, Camus no ve sino una supeditación de la
historia a lo sagrado. En los segundos, una sacralización de la historia y una
justificación de la violencia y el homicidio como recursos legítimos de la política.
En un texto titulado "Hacia el diálogo", el repudio del crimen
concebido como instancia legítima en los procesos de transformación social
alcanza quizás dimensión visionaria: "A través de los cinco continentes, y
en los años que vienen, una interminable lucha va a desarrollarse entre la
violencia y la predicación. Es cierto que las posibilidades de la primera son
mil veces más grandes que las de la última. Pero yo siempre he pensado que si
el hombre que tiene esperanzas en la condición humana es un loco, el que
desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y, en adelante, el único honor
será el de sostener, obstinadamente, ese formidable pleito que decidirá por fin
si las palabras son más fuertes que las balas".
Tres años después de recibir el premio Nobel ocurre
la tragedia del 4 de enero. El medio siglo transcurrido desde entonces no ha
arrebatado protagonismo a la palabra de Camus. Por el contrario: ha fortalecido
su vigencia, la ha impuesto mundialmente. Ha hecho de ella la expresión de un
pensamiento necesario. Acaso más necesario que nunca.
© LA NACION.
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