Prometieron que harían todo lo posible para parar la reforma sanitaria
de Obama.
ANTONIO
CAÑO Washington
Desde su
aparición en la escena norteamericana, en el verano de 2009, pocos meses
después de la toma de posesión de Barack Obama, el Tea Party ha
pasado por momentos de gran relevancia, como en las elecciones legislativas de
2010, y otros de cierto repliegue, como en las presidenciales de 2012. Pero su
protagonismo nunca había llegado a ser el factor dominante de la situación
política del país. Hasta ahora, con el cierre de la administración federal,
cuando ha arrastrado a toda la nación a un estado extremo de
ingobernabilidad.
Pocas
horas antes de que se consumara la suspensión de la actividad pública, Obama
decía que “una facción de un partido en una cámara de uno de los poderes del
Estado no puede paralizar todo un país”. Se equivocaba. Sí pudo. Pudo, en
parte, porque su radicalismo no se detiene ante consideraciones como la
estabilidad política, los riesgos económicos o la imagen de una gran potencia.
Pero pudo también porque al Tea Party le sobra la determinación y el arrojo que
les falta a todos los demás políticos del país.
John
McCain, que desaprueba por completo las tácticas del Tea Party, tenía razón
cuando decía anoche que, en el fondo, los congresistas de esa tendencia no
estaban haciendo más que cumplir con el compromiso asumido ante sus electores.
Prometieron en sus campañas que harían todo lo humanamente posible para parar
la reforma sanitaria de Obama, y eso es lo que están haciendo, todo lo posible,
sin límites, sin excusas sobre intereses de Estado.
Al Tea
Party se le podrá acusar de muchas cosas excepto de incoherencia. Defiende el
aislacionismo en política internacional, y se plantó en el Congreso contra la
intervención militar en Siria. Se opone a los anticonceptivos, el aborto y el
matrimonio homosexual, y obstruyen cualquier avance en esa dirección en
cualquier instancia de poder a la que acceden. Abominan del Gobierno, y lo
paralizan.
Las
huestes del Tea Party en Washington no son, precisamente, políticos
convencionales. En su origen, muchos de ellos, son simples vendedores de
coches, fontaneros o médicos. Vinieron a esta ciudad para hacer la revolución,
no para hacer amigos. Muchos de ellos duermen en sus despachos, entregando cada
minuto de sus vidas a una labor que no es un oficio, sino un sacerdocio, una
misión, una causa.
Este
Washington de hoy, con el Gobierno cerrado, está mucho más cerca de su ideal.
Les importa un rábano la crítica de que están dividiendo al Partido
Republicano. Esta crisis es su éxtasis. No van a ceder fácilmente.
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