Obama se
niega a suspender la reforma sanitaria, condición de los republicanos para
extender el presupuesto. Cientos de miles de empleados públicos se quedarán en
casa sin cobrar.
ANTONIO
CAÑO Washington
Operadores de Bolsa en el parqué de Wall Street. / BRENDAN MCDERMID (REUTERS)
Toda la
inquina y polarización partidista acumulada en Estados Unidos desde hace varios
años –prácticamente, desde que Barack Obamaasumió la presidencia por primera
vez- ha conducido finalmente al país a una situación límite que permite
visualizar claramente el grado de inoperancia al que se ha llegado en
Washington y la crisis general del sistema político: el cierre indefinido de la
administración federal y
los servicios públicos. El último precedente se dio durante la Administración
Clinton y duró 22 días, del 15 de diciembre de 1995 al 6 de enero de 1996.
Semejante
degradación de la actividad política tiene que ser, por fuerza, consecuencia de
múltiples culpables y de males que incluso se remontan a décadas anteriores.
Pero es inevitable señalar, ante la suspensión de actividades en la nación más
poderosa del mundo, la responsabilidad inmediata del Partido Republicano, que
sucumbió ante la amenaza de su extrema derecha, concentrada en el Tea Party, y le negó al
presidente una extensión del presupuesto que estaba obligado a darle, por ley y
por sentido común.
Sin esa
extensión, y ante la negativa del Congreso a aprobar el presupuesto que Obama
presentó a principios de año, el Gobierno federal no tiene dinero para pagar a
sus empleados. Cientos de miles de ellos se quedarán a partir de hoy en sus
casas sin cobrar el sueldo. Todos los servicios públicos, incluidos la sanidad,
la educación y las fuerzas armadas, se mantendrán únicamente con el personal
imprescindible. Los ministerios cerrarán sus puertas, así como otras muchas
oficinas del Estado.
En
realidad, será el paraíso de anarquía liberal con el que el Tea Party sueña, el
mundo sin gobierno que el extremo conservadurismo norteamericano predica a
diario. Para esa derecha, el símbolo supremo del horror estatista es la reforma sanitaria que Obama consiguió sacar adelante con
muchas dificultades en 2010. Sobre esa reforma –o la caricatura que la
demagogia ultra ha hecho de esa reforma- se centra la ofensiva que ha acabado
con este cierre de la Administración.
La Cámara
de Representantes, dominada por los republicanos, exigió, primero, que la
extensión del presupuesto fuese condicionada a la eliminación de los fondos
para seguir adelante con la reforma sanitaria. En un siguiente paso, algo más
modesto, pidió que la aplicación de la reforma, que entra plenamente en vigor
el 1 de enero de 2014, se retrasase un año. Ninguna de las dos condiciones
fueron aceptadas por la Casa Blanca ni por los demócratas en el Senado, que
consideraron la maniobra un chantaje inadmisible. No hay precedentes de que,
para cumplir con la rutina de extender el presupuesto –a lo que el Congreso
está constitucionalmente obligado-, se demande la abolición o suspensión de una
ley debidamente aprobada y, en este caso, ratificada por el Tribunal Supremo.
Esa ley
puede ser difícil de aplicar. Creará, tal vez, algunas complicaciones
burocráticas, puesto que no es sencillo integrar de repente en un sistema
sanitario a millones de personas. Pero, en última instancia, puede conseguir
que solo un número residual de personas quede sin seguro de salud en un país
que tradicionalmente ha tenido a decenas de millones desprotegidas.
Una de
las grandes paradojas de la crisis actual es que hubiera sido fácil de evitar
con un poco más de coraje del liderazgo republicano en el Congreso. Todos los
observadores coinciden en que existían suficientes votos en la Cámara de
Representantes como para aprobar la extensión del presupuesto sin añadidos ni
condiciones. La suma de demócratas y republicanos moderados es, en teoría,
suficiente como para sacar adelante la ley de extensión. El problema es que eso
ni siquiera ha sido sometido a votación porque el presidente de la Cámara, John Boehner, un
centrista, no se ha atrevido a desafiar al Tea Party. Faltan solo 13 meses para
las próximas elecciones legislativas, y los republicanos saben lo peligroso que
resulta enfrentarse a ese sector del partido, amplio dominador de las emociones
de las bases.
El caso
es que, entre chantajes, miedos e impotencia –unido a la incapacidad de los
demócratas y de Obama de movilizar convenientemente a la opinión pública a
favor de su reforma sanitaria-, se ha llegado a esta situación, que puede
causar un serio perjuicio económico, pero, sobre todo, daña la imagen del país
que debía dar ejemplo de firmeza y coherencia en la conducción de su política,
no por razones morales, sino porque es el sostén de la economía mundial y el
principal implicado en la seguridad internacional.
Y lo peor
es que, con ser grave lo que ha ocurrido, es mucho menos grave que lo que puede
ocurrir. El 17 de octubre EE UU alcanza el techo de deuda. Si el Congreso no
autoriza nuevo endeudamiento, el Gobierno tendrá que suspender pagos, incluidos
los beneficios de los bonos del Tesoro. Pero el Congreso, nuevamente,
condiciona esa autorización a la suspensión o eliminación de la reforma
sanitaria. Los efectos sobre la economía mundial de una suspensión de pagos por
parte de EE UU serían tan atroces, que se confía en que haya antes una
solución. Pero todo lo dicho más arriba puede repetirse aquí para contener ese
optimismo.
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