Amparado en su máquina de producción de sufragios,
hoy el poder parece invulnerable, pero la alternancia obligada,en un momento en
que se debilitan las fidelidades internas, ofrece una oportunidad de abrir el
juego democrático.
La
incertidumbre al momento de votar sintetiza la clave y el enigma de la democracia. Sin ella, la elección
carece de sentido y credibilidad. Pero la incertidumbre genera angustia, sobre
todo a quienes tienen una idea -frecuentemente defraudada- acerca de cómo
debería votar el pueblo. ¿Por qué la gente vota a un candidato o a otro? Los discursos
y los imaginarios políticos tienen su importancia: tradicionalmente, alguien
era conservador, radical o peronista, y estaba todo dicho. Hoy, en general, no
es así. La mayoría vota de acuerdo con sus intereses particulares, que definen
en cada ocasión por un cálculo racional.
Una
clasificación posible de los intereses ilustra sobre la situación actual.
Distingue entre los intereses generales, que a la larga benefician a amplios
contingentes, y los intereses singulares o de grupos pequeños, quienes
mantienen o reciben un beneficio exclusivo. Ésa es, por ejemplo, la diferencia entre un régimen
jubilatorio y una jubilación de privilegio. En la vieja
Argentina, vital y conflictiva, importaban mucho los intereses generales, que
tenían una relación clara con las identidades, conjugando así razón y pasión.
En la Argentina decadente de los últimos cuarenta años, se demandan y se
ofrecen beneficios singulares, aunque se los presente bajo el ropaje de causas
democratizadoras.
Desde fines del siglo XIX, y hasta la década de
1970, los intereses generales dieron el tono a la confrontación electoral. El
Estado podía proyectar y sostener políticas de amplio alcance, desde la ley
1420 de educación a las leyes sociales del peronismo. Los apoyos y oposiciones
que suscitaron expresaban a su vez miradas generales sobre el país. Pero,
además, el país tenía una sociedad integrada y democrática, en la que vastos conjuntos
sociales, como los trabajadores o las clases medias, generaron demandas
colectivas. Tuvo también partidos políticos, que cumplían la función de
integrar demandas parciales y de movilizar a los interesados en promoverlas.
Los discursos políticos, que no se limitaban a reflejar los superficiales y
cambiantes humores sociales, conformaban actores con identidades nítidas. En
algunos casos, una victoria electoral, aun ajustada, definió contundentemente
el rumbo del país.
No todo marchó en el mismo sentido. Las
intervenciones militares torcieron muchos de esos procesos, sin suprimirlos. La
movilización política social iniciada en 1969 -notable ejemplo de agregación y
fusión de demandas y discursos- concluyó muy lejos de la democracia. Muchas
leyes generales, como las de promoción industrial, tomaron un giro prebendario.
La democratización social estimuló un tipo de oferta política basada en la
satisfacción de demandas inmediatas, sin considerar su sustentabilidad. La
misma democratización arrasó con las elites dirigentes, usualmente encargadas
de esa compaginación entre reclamos presentes y propuestas de largo plazo. No
sólo quedaron maltrechos y desprestigiados los antiguos sectores privilegiados,
sino los nuevos, sustentados en el saber y el mérito.
En 1983 tuvimos la última elección del viejo
estilo. Desde entonces, los proyectos colectivos retrocedieron frente a las
urgencias generadas por las crisis y la emergencia permanente, o simplemente
por la pobreza. Viejos contingentes sociales, como los trabajadores
sindicalizados, se fragmentaron y perdieron potencia. Los ciudadanos
conscientes, que habían aflorado en 1983, comenzaron a ralear. Los nuevos
actores, defensores de intereses específicos, como la igualdad de género,
fueron tan vigorosos como difíciles de integrar en un conjunto de demandas más
amplio.
Sobre todo fue decisiva la nueva brecha social, que
hoy separa a excluidos de incluidos. Quienes se salvaron, eligieron las
alternativas políticas que los mantuvieran alejados del abismo. Se entusiasmaron
con los engañosos boom del consumo, se aferraron a una
convertibilidad insostenible y, en general, prefirieron lo "malo
conocido" a lo "bueno por conocer". Casi una cuarta parte de
ellos votó por Menem en 2003. Lo que elegían quizá no era razonable para el
país, o era corto de miras, pero desde su punto de vista era una elección
racional. Tampoco es razonable ni sostenible, por ejemplo, la industria
electrónica de Tierra del Fuego, pero muchos empresarios sacan hoy buenos
beneficios. Los excluidos también hicieron su elección racional. Sin encontrar
grandes diferencias entre los políticos, les hicieron saber a todos que hacerse
elegir no era gratuito.
Pero sobre todo cambiaron el Estado y el gobierno.
Desde los años setenta, el Estado, cada vez más desarmado, fue incapaz de
sostener políticas generales. La crónica penuria fiscal se atenuó en la última
década, pero la capacidad de gestión siguió siendo escasa, por la debilidad de
sus oficinas, la incapacidad de sus funcionarios y la pérdida de los saberes acumulados.
Este Estado enclenque sólo pudo desarrollar políticas específicas, que en el
mejor de los casos atenuaban alguna situación extrema, pero que habitualmente
se limitaban a beneficiar a algún prebendado.
Los gobiernos recientes actúan con pocos límites y
controles y mucha arbitrariedad. Hoy la economía reglamentada invita a buscar
exenciones o tolerancias. La obra pública y los subsidios sociales se
desarrollan con lógica clientelar. A la discrecionalidad de la prebenda
gubernamental, apenas disimulada con la invocación de los programas "para
todos", responde una demanda fraccionada, singular y específica. Son
muchos los grupos de gente agradecida -por ejemplo, entre los científicos o los
artistas- que sólo esperaban que el maná no se interrumpa.
En el mundo de los pobres, la cosa es más seria. La
distribución focalizada de los recursos públicos forma parte de un sistema
complejo de producción del sufragio que se relaciona con la supervivencia de
los votantes. Entre la oferta de subsidios y la concesión del voto existe una
vasta y compleja red de intermediarios, agentes de la administración estatal,
que negocian con los jefes, referentes o "porongas" de los distintos
colectivos de pobres. El intercambio es también racional. ¿Quién podría competir
con ellos, sin una masa de recursos públicos equivalentes? ¿Cómo podría, sobre
esas bases, construirse un proyecto colectivo?
En suma, se trata de un sistema compacto, en el que
la oferta del Gobierno ha generado una demanda fraccionada, sólo integrable
desde el poder. Es difícil que se modifique. Y, sin embargo, hay una
oportunidad. El sistema actual tiene una debilidad: reposa en una persona con
mandato a término. Ya son claras las tensiones en la red de intermediarios, que
no quieren atarse a un jefe sin futuro. Algunos ya han iniciado su propio juego
y otros lo harán pronto. Se dibuja en el oficialismo una alternativa que en
Italia solía llamarse "transformismo": algunos cambios y relevos, sin
mover demasiado las cosas.
Pero la variante transformista abre el juego. Hay
una posibilidad, que dista de ser certeza. En el balance de cada votante común
-excluyamos a los obnubilados por la pasión y a los cínicos- empezará a pesar
las decepciones y los agravios singulares, derivados de la situación económica
y de los gruesos errores de gestión. Eso sólo no basta para modificar la
espontánea y arraigada preferencia por lo "malo conocido". Pero se
suma un segundo componente: la creciente indignación moral, que potencia la
percepción de la corrupción.
La idea de la injusticia siempre ha sido un
poderoso aglutinante. Suma en un único grito infinidad de reclamos singulares.
Es un instrumento que el Gobierno ha tenido y que hoy está en el campo de sus
opositores. Activados por las redes sociales, muchos marchan en la calle, cada
uno con su cartel y contentos de estar juntos. En el mundo de la pobreza, ese
papel lo podrían cumplir las organizaciones sociales, que tienen una tradición
de solidaridad y contestación. Tal es la brecha, la oportunidad, para que los
intereses generales y los proyectos vuelvan a ocupar un lugar. Sólo falta
formularlos.
© LA NACION.
No hay comentarios:
Publicar un comentario