Las vísperas de elecciones ofrecen muchos matices a
la observación. Son miradas posibles, algunas más explícitas y convencionales,
otras menos. Entre las primeras se encuentra la imagen autocomplaciente del
sistema político cuando sus engranajes vitales funcionan: el pueblo votará
pacíficamente, en un clima de libertad y con garantías de que su voluntad será
respetada. Esa visión, a la vez ingenua y verosímil, se compadece con el ideal
de la democracia representativa, destacando los valores del pluralismo, la
participación y la transparencia. Es una profesión de fe en la existencia de
una opinión pública independiente, que periódicamente fija sus preferencias, y
de un sistema político responsable que respeta su mandato.
Éste es el mito de la democracia, en su vertiente
electoral: el pueblo elige, la voluntad popular es lo esencial. Acaso no esté
mal recordarlo un día antes de ejercer el voto. Más allá de esa mirada idílica
subyacen los interrogantes y las controversias, que atravesaron a la teoría
política de los últimos cien años. Tal vez, esa discusión pueda sintetizarse en
este dilema: ¿es la democracia un modo de vida orientado al bien común o es
apenas un instrumento de selección entre competidores por el poder? Si nos
atenemos a las estilizaciones de la democracia ateniense y a los ideales del
republicanismo, nos inclinaremos por la primera posibilidad; si, en cambio,
optamos por la versión realista de la política la respuesta será otra, mucho
más módica y desapasionada: la democracia no es más que una regla de selección
de líderes, opaca e imperfecta.
La abrumadora evidencia empírica del último siglo
inclina la balanza hacia una visión realista de la democracia. Hace ya 70 años,
Joseph Schumpeter hizo un diagnóstico demoledor de los ideales de la filosofía
política del siglo XVIII. En su libro Capitalismo, socialismo y
democracia , atacó los supuestos clásicos de un gobierno para el
pueblo y por el pueblo, sosteniendo que la voluntad popular es un producto del
proceso político, no su impulsor. Quizás exagerando el papel de los medios de
comunicación y de la propaganda, afirmó que se trata de una voluntad fabricada,
antes que el producto de un proceso de deliberación autónomo y racional.
Si bien el radicalismo de Schumpeter fue
ampliamente matizado en años posteriores, su influencia es perdurable. Autores
como él presionaron para abrir la teoría idealista a nuevos actores,
considerados decisivos. Los caudillos, tan afines al populismo, se convirtieron
así en personajes insoslayables del análisis político. Pero Schumpeter fue más
allá, al fijar una asociación, hoy considerada clásica, entre el proceso
político y el económico. Un aspecto central de la democracia, sostuvo, consiste
en la competencia entre caudillos, equiparable a la competencia económica por
los mercados. En otras palabras: votar y comprar se parecen más de lo que
estábamos dispuestos a admitir.
El realismo político, más allá de sus
simplificaciones, lleva la razón. Como tantas elecciones democráticas a lo
largo del mundo, las novedosas PASO argentinas son un buen ejemplo de sus
hallazgos. Mañana se irá a votar con escaso interés para confirmar o
seleccionar precandidatos a puestos legislativos. Una amplia y surtida
competencia entre potenciales líderes será dirimida por un electorado en el que
seis de cada diez votantes confiesan que las elecciones les interesan
"poco" o "nada". Entre las mujeres, los jóvenes y los
ciudadanos sólo con educación primaria el desinterés es aún mayor.
En este contexto, un rasgo diferencial merece
atención: existe mayor interés político en el electorado que apoya al Gobierno.
Así, 5 de cada 10 votantes al oficialismo están consustanciados con las
elecciones, mientras que sólo 3 de cada 10 opositores se encuentran en la misma
situación. Tal vez la disminuida protesta de anteayer exprese esta realidad.
La ciencia política contemporánea enseña que votar
no es lo mismo que participar. Se asiste a comicios regularmente, se participa
cuando las papas queman. Recién mañana a la mañana miles de argentinos
decidirán su voto. Muchos otros lo habrán determinado en esta última semana. El
resto, la fracción minoritaria interesada en la política, ya sabe lo que hará y
se encuentra en condiciones de fundamentarlo.
El votante está apático, pero asistiremos a un
competitivo festival electoral. La asimetría entre electores y elegidos es un
rasgo de la democracia moderna. Mañana, cosa que saben pocos votantes, se
celebrarán más de 40 internas en todo el país, habrá casi 270 listas para
diputados, y en las ocho provincias donde se eligen senadores disputarán 60
agrupaciones con 80 listas. Sólo en la Capital el ciudadano encontrará 24
boletas de precandidatos a la Cámara baja.
En pocas horas concluirá el fragor democrático. Al
atardecer, cuando la gente vuelva a sus quehaceres, los políticos, según el
veredicto popular, tendrán su hora de gloria u ocaso.
© LA NACION.
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